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martes, 3 de marzo de 2020

La textura de lo real



Quiero decir, en realidad, es cierto que nunca nos pasa nada. Todos los acontecimientos que uno puede contar sobre sí mismo no son más que manías. Porque a lo sumo ¿qué es lo que uno puede llegar a tener en su vida salvo dos o tres experiencias? Dos o tres experiencias, no más (a veces, incluso, ni eso). Ya no hay experiencia (¿la había en el siglo XIX?), sólo hay ilusiones. Todos nos inventamos historias diversas (que en el fondo son siempre la misma), para imaginar que nos ha pasado algo en la vida. Una historia o una serie de historias inventadas que al final son lo único que realmente hemos vivido. Historias que uno mismo se cuenta para imaginarse que tiene experiencias o que en la vida nos ha sucedido algo que tiene sentido.

Piglia, Ricardo. Respiración artificial (Spanish Edition) . Penguin Random House Grupo Editorial Argentina. Edición de Kindle.

Este fragmento de la novela de Piglia me sorprendió y lo seleccioné para publicar. Parte de la idea de que en la vida contemporánea no hay verdaderas experiencias, que en la vida hay no más de dos o tres experiencias, y que nos inventamos historias para imaginar que algo ha pasado en nuestra vida y así intentar dotarla de sentido. ¿Es así? ¿Qué experiencias reales son las que tienen sentido en nuestra vida en tal caso? Puedo imaginar que son dos esencialmente, nacer, morir, y entre ellas simulacros de experiencias que no alcanzan dimensión. Del nacimiento no recordamos nada, de la muerte no recordaremos nada, pienso. El resto, para un personaje de Piglia, son falsas experiencias. Acaso tener un hijo, acaso un viaje, acaso una enfermedad, acaso una historia amorosa… ¿Hay algo que adquiera espesor como experiencia más allá del transcurrir aparentemente anodino de los días? No tengo una respuesta al respecto.

Pienso, como diarista artesano que da cuenta sistemática de su vida hace más de treinta y cinco años, que en cada día hay microinstantes que parecen significativos, acciones que simulan ser determinantes, momentos que parecen adquirir dimensión… pero no sé si es solo una forma de ver las cosas para transcribirlas luego en mi diario o es una realidad real. Mi constatación es que esas mil y una microsecuencias que componen la vida se disuelven como si carecieran de consistencia, aunque en el diario aparecen en su momento como importantes. El pensamiento oriental nos lleva a considerar que la vida es un cúmulo de ilusiones que carecen de sustancia real, que nuestro ego es también una ilusión –la única que tenemos diría Cioran-, que la propia muerte es una ilusión. La existencia es un combate agónico que carece de sentido por su carácter ilusorio. Solo jugamos para imaginar que esas historias de cada día son reales. Un blog es un buen constructor de imágenes y de historias. Este ahora navega por territorios literarios y presuntamente metafísicos. Querría ser real pero me parece que es una lid condenada al fracaso. Tal vez solo somos un sueño, es la sospecha que pende sobre nuestra vida, una lucha perpetua para intentar incorporarnos sentido.

Pero es tan poderosa la ilusión de que lo que vivimos es real…


viernes, 21 de febrero de 2020

Cansancio y reflexiones


He decidido dedicar un día a la semana a las caminatas –los otros cuatro de la semana laboral- voy al Citilab de Cornellà a leer y escribir cinco horas cada día. Me fuerzo a madrugar y creo que es sano y conveniente. Los viernes es el día de las excursiones en solitario por los alrededores de Cornellà. Camino de veinte a treinta kilómetros, aunque a veces llego a cuarenta cuando me voy por la metafísica y telúrica sierra del Garraf a Sitges en jornadas de doce horas durante las que no encuentro a nadie en largos periodos. A veces pienso que si me torciera un tobillo lo pasaría francamente mal pues son caminos desusados por los que no pasa ni un alma.

Hoy la caminata ha sido gozosa por el día abierto, tibio y soleado que ha hecho. Iba sin gorra para recibir la vitamina D del sol. He disfrutado caminando por entre los campos de alcachofas del Prat de Llobregat. La mente me iba por libre dejando de lado los libros leídos estos días y concentrándome en la mañana, en mí mismo y en las anécdotas del trayecto como esos gatos que se me han cruzado y que me han mirado antes de salir corriendo. También los trinos de los gorriones. Caminaba a buen paso, era todo llano, luego llegarían los repechos en que uno ha de respirar por la boca para tomar abundante aire. En dos horas y media he llegado a lo alto de la ermita de Sant Ramon desde la que se divisa todo el Llobregat. Allí he comido un bocata de tortilla con unas olivas y una cocacola. Este bar, junto a la ermita, es un referente en lo alto del monte. He subido a él incluso en días de intensa lluvia protegido por una capelina gruesa. Me sentía radiante, alejado del pensamiento de Cioran que me ha impregnado estos días. Hoy todo era luz y sentimiento de las limitaciones del propio cuerpo que poco a poco va siendo poseído por el cansancio a medida que van subiendo los kilómetros. Hoy han sido veinticuatro en total. Los suficientes para terminar en un estado receptivo y lleno de posibilidades. El cansancio es sano. Peter Handke escribió un libro titulado Ensayo sobre el cansancio, que he leído un par de ocasiones y he dedicado posts a ello, en que resaltaba las cualidades creativas del cansancio. Cuando te cansas físicamente tu cuerpo genera hormonas de la felicidad, estás más predispuesto a la observación y levitas a pesar del dolor de las extremidades. En días como hoy no puedo leer los libros que tengo en la mesilla –leo generalmente con el iPad-, me invade, tras la comida, un sopor dulcísimo en el que me dejo llevar y me hundo en la inconsciencia relativa, respirando profundamente.

Durante la excursión he recibido un mensaje de correo de un bloguero amigo en que se hacía eco de mi posición sobre los comentarios en los blogs. Desde que no comento ni permito comentarios tengo más tiempo para leer blogs interesantes, prensa extranjera –que el iPad me traduce prodigiosamente con bastante exactitud-, literatura en general; sobre todo no pierdo el tiempo pensando en si llegan comentarios o no como si ello diera medida del valor de un blog. Y además se tiene mucha mayor libertad para plantear los posts como te dé la gana.

Hoy estoy solo en casa, toda la familia se ha ido a un sitio o a otro. Me gusta la soledad: viajo solo, hago caminatas solo, tengo pocos amigos… Cioran dice: Toda amistad es un drama oculto, una serie de heridas sutiles. Y estoy bastante de acuerdo. Pocas cosas son tan frágiles como la amistad. Hay gente que tiene cientos de amigos, pero yo no soy de estos. Me he ido acostumbrando a una soledad espiritual en que crezco hacia dentro en lugar de hacia fuera. Tengo en general pocas cosas que decir, hablo conmigo mismo, me amo o me detesto alternativamente. Me acompaña la literatura. Leer es hablar privilegiadamente con alguien, generalmente muy inteligente. Estos días de lectura intensa de Cioran he sentido que este libro, Del inconveniente de haber nacido, estaba escrito expresamente para mí. El grado de cercanía a lo que siento es increíble. Cioran detestaba a los hombres pero le interesaban los seres humanos. Me doy cuenta de que me pasa lo mismo.


jueves, 20 de febrero de 2020

Experimentar la conciencia


Toda mi vida de bloguero he tenido un blog abierto a los comentarios, ya desde aquel octubre de 2005 en que comencé a publicar. He dado siempre a los comentarios una importancia capital y dedicaba mucho tiempo a contestarlos lo más cuidadosamente que sabía o que podía. Sin embargo, el sistema de comentarios tiene también condicionamientos que uno no puede obviar al estar esperándolos y ansiándolos. Uno escribe muchas veces para que le comenten y mide la recepción del blog por el número y la calidad de los comentarios. Ello es un error, pienso ahora, porque uno comenta en otros blogs por interés pero también para que le comenten. Y se establece una relación de quid pro quo que no es sana. Ciertamente es sugestivo recibir comentarios interesantes, pero uno piensa en cierta manera que son obligados o en cierta manera no responden a una lógica natural. He observado, además, que numerosos blogs interesantísimos en la blogosfera no reciben ni un mísero comentario. Esto me hizo pensar. ¿Hay una forma de comunicarse espiritualmente sin necesidad del intercambio de favores? Eso estoy ensayando. Ahora nadie que acuda a mi blog lo hará porque necesite mi comentario. Solo vendrán los que realmente estén interesados en lo que yo escribo, aproximadamente cuarenta personas por lo que he podido colegir por la información que me da el blog. De esas cuarenta personas, probablemente la mitad estén relativamente interesadas en lo que yo escribo, pero me sirve como referencia. Esta es mi área de alcance y no hay más para un blog que se pretende experimentador de la propia conciencia. 

El eje del blog es la conciencia de sí. No hago otra cosa, creedme, que ser consciente de mi mismidad. Hago la comida a mi familia, hago las compras, tiro la basura, leo muchísimo y hago caminatas pero todo tiene como centro mi conciencia y cómo vivo todo lo que hago, todo lo que soy. Pienso que no soy una persona interesante. No soy como Neorrabioso que escribe versos cuestionables pero sinceros en los tachos de basura y se traviste con grandes tacones y minifalda en las calles de Madrid. Soy mucho menos exótico. Soy un hombre común que se levanta cada día a las seis y media para ir a leer y escribir a un centro tecnológico para dejar constancia de que estoy en el mundo. A esto se le podría considerar que mi ejercicio esencial es el ombliguismo, mirarme solo a mí mismo, pero ¿qué experiencia más apasionante la de observar detenidamente, sistemáticamente, el propio devenir de mi ser? No soy un hombre excepcional, soy una persona del montón que tiene como eje fundamental observarse y escribir sobre ello de modo apasionado. Observarme y leer buena literatura que me sirve de referencia para considerar a otros que se han observado a sí mismos. ¿Hay algo más hermoso que hacer eso? 

Me he pasado mi vida de profesor observando otros seres distintos a mí y me ha enriquecido, pero mi mayor aportación a mis clases era mi experiencia de la vida, mi experiencia de mi conciencia porque no es otra cosa la literatura, y yo he sido profesor de literatura durante muchos años. Ahora no tengo alumnos, pero es igual. Sigo leyendo como un adicto a la palabra escrita. No hay nada que me motive más que las historias que ciertos escritores –escogidos- me han hecho llegar. Mi vida es observarme y leer. Una vida tremendamente aburrida, pero cada uno tiene en su interior el universo todo. En mi conciencia está la totalidad. Cada uno es un extremo de un sistema en que recibe luz y sombra de lo que es la vida. Dentro de mí está todo igual que dentro de cada uno de los que tienen la suerte de leerme. No soy vanidoso, no lo crean, solo soy consciente de que dentro de nosotros está todo. 

Mi vida vale bien poco, es tremendamente opaca y gris. Nada hay en ella que merezca la pena, pero observo y soy. Comentar esto sería algo proceloso, así que dejo cerrados los comentarios para que si alguno necesita pensar, lo haga sin la necesidad de expresarlo por escrito. Solo vendrán a este blog los que piensen que mis palabras llenas de extrañeza merecen la pena. Yo todavía estoy conmocionado por el pensamiento de otro solipsista como era Cioran. Leerle me ha alentado a escribir y mostrar lo que cualquier ser humano, pleno de errores y defectos, a veces puede mostrar. No estamos solos, quiero pensar. Ser es nuestro principal motivo de estar aquí. Y morir está en nuestro calendario. No somos el cruel dios cristiano. Pero el ansia de llegar más allá está presente en cada uno de nosotros. Cada instante absurdo de nuestra vida cuenta. ¿Para qué? No lo sé, pero siento que en mi soledad vislumbro partículas que escapan a la transitoriedad. 

miércoles, 19 de febrero de 2020

Cioran, el humorista intrascendente.



Los que habéis seguido la publicación de algunos pensamientos de Cioran, habréis podido observar, aunque muy parcialmente, la ruptura de la lógica común y un sistema contracorriente que al lector le ha dejado totalmente conmocionado. Del inconveniente de haber nacido es un libro que se expresa a base de aforismos o reflexiones complejas acerca del sentimiento de la vida absolutamente pesimista del autor. La mayor catástrofe es haber nacido, de ahí viene nuestra caída en un mundo en que el dolor no cesa de afligirnos, y cuando intentamos comprender el sentido que tiene esto, limitado absolutamente por la muerte, advertimos que no lo tiene. Es inútil buscar un sentido a la vida, este es el descubrimiento cenital que el ser humano adquiere para su desesperación si ansiaba encontrar alguno. El dios cristiano vino a sustituir trágicamente a los antiguos dioses paganos capaces aún de la ironía. El dios cristiano no tiene sentido del humor y su religión se tiñó de sangre y venganza hecha a medida de hombres que se creían poseídos por la voz de Dios. No hay esperanza en ese Dios, pero en noches de insomnio, Cioran habla con un dios hecho a la medida de su sufrimiento. Se acerca a la visión budista sin identificarse con ella. Tampoco va a seguir a Buda, el Iluminado, pero le atrae la idea del Nirvana y la intuición esencial de que es el deseo la causa de todos nuestros males, incluido el deseo de hallar un sentido a la vida. Solo extinguiendo el deseo puede aparecer una cierta serenidad, pero ¿acaso un ser humano sin deseo puede existir? El yo debe ser trascendido, es absolutamente irreal, y la vida es también ilusoria, pero ¿acaso no es lo único que tenemos, nuestro pobre yo? La extinción del yo, el desvanecimiento del yo, es capital en las religiones orientales pero para Cioran, ese pobre yo, es nuestra única posesión, ese yo que sufre, que padece insomnio –como él sufrió toda su vida-, que envejece, le afligen las enfermedades y le llega la muerte, ese momento esencial en la vida porque volvemos gozosamente a la nada que era antes de nuestro nacimiento. La muerte no es una tragedia, no, es la vuelta al Nirvana en que estábamos antes de la catástrofe de nacer.

El lector ha vivido unos días absolutamente fascinado por el pensamiento coherente y sistemático de Cioran que posee una claridad meridiana. Incluso ha incorporado muchas de sus reflexiones que las entiende próximas. Cuando lo leía, sentía que Cioran hablaba para mí, la sensación era poderosísima. Y entendiéndolo me invadían unas enormes ganas de reírme. Cioran es divertido, es un humorista siniestro, de una inteligencia prodigiosa. Llegó incluso a convencerme de que los cuentistas, los farsantes que son conscientes de su doble juego, están más cerca del conocimiento que los seres humanos hechos de una sola pieza, de que no creer en uno mismo es una suerte porque nos acerca al conocimiento, que una infancia desdichada es un prodigio, frente al aburrimiento de una infancia feliz. Cioran es cálido y cercano. Sus contradicciones, sus dilemas, sus tormentos, los sentimos próximos porque también son los nuestros. Claro que hay mucha gente, la mayoría, que no se preocupa por el sentido de la vida, ignora la muerte, y vive relativamente feliz, si eso es posible porque pocos, muy pocos, estarían dispuestos a repetir su vida con todo lo que ha conllevado. Cuando se llega a la vejez, se ve todo como una construcción irreal que solo se mantiene por la pasión y por el engaño en que vivimos. El engaño es preciso para vivir. La conciencia es dolorosa. La mayoría de seres humanos se mienten a sí mismos y tienen una idea totalmente falsa de lo que son en realidad. Pero hay que vivir. No hay verdad ni con mayúscula ni con minúscula, nuestra actividad pretende llenar de sentido lo que no tiene porque no merece la pena hacer nada, ni levantarse de la cama muchos días, pero nos engañamos y seguimos engañándonos. Este es el juego. Ser un hombre que ha descubierto el juego es terrible y abominable, no descansaremos jamás, porque nos hemos despojado de todas las ilusiones, no queda ni una: ni la vida tiene sentido, ni nosotros lo tenemos, y el propio dios tampoco lo tiene. Vivir con esta lucidez la carencia de significado, si uno es un hombre sensible, lo lleva a sufrir, aunque el pensamiento oriental y los antiguos filósofos anteriores al declive del cristianismo poseen algo de lenitivo y consuelo. No hay salvación. Esta es la salvación, ser consciente de que no la hay. No merecen la pena los gritos porque no hay un Creador que los escuche, pero la oración en momentos de abatimiento nos tienta y nos reclama.

Divertidísimo, créanme, me he reído en estos días más con Cioran que con los más famosos libros humorísticos que vienen recomendados como tales.

De la superación del egoísmo


domingo, 16 de febrero de 2020

La vida es ilusoria, pero me gusta. No tengo otra.



"Cuando Mara, el Tentador, intenta suplantar a Buda, este le dice: «¿Con qué derecho pretendes reinar sobre los hombres y sobre el universo? ¿Acaso has sufrido por el conocimiento?». He ahí la pregunta capital, quizá la única que debería uno hacerse al indagar sobre alguien, principalmente sobre un pensador. Habría que establecer la diferencia entre aquellos que han pagado por el menor paso hacia el conocimiento y aquellos, mucho más numerosos, a quienes les fue otorgado un saber cómodo, indiferente, un saber sin adversidades".

He leído este pensamiento de Cioran en la zona de café de un Caprabo bebiendo una cerveza, tras haber comprado algunas cosas. El conocimiento exige un peaje de sufrimiento interior. Intento pensar sobre ello y evaluar mi propia vida al respecto. Emerge el dolor como una constante de la vida, desde niño hasta adulto. Eso no impide ni se contradice con que la vida sea un reto terrible y fascinante. El viernes hice una caminata de 28 kilómetros en solitario y ciertamente lo pasé mal porque el gps me condujo a una zona de cuevas muy peligrosa y luego me extravié en el bosque, perdiendo totalmente la orientación. No disfruté ni un segundo de aquella mañana gris y pálida en que inicié mi caminata, pero andar es meditación y durante el dolor de aquello sentí una intensa autoconciencia del instante presente. Creo que en algún sentido fui feliz inconscientemente, centrado en mi realidad por más ilusoria que fuera. Si hubiera muerto en alguno de los difíciles pasos del ascenso en que me vi, si me hubiera despeñado, creo que habría sido algo totalmente ilusorio. La vida es ilusoria. Pero me gusta. No tengo otra. 

domingo, 17 de noviembre de 2019

Mi primera patria fueron los libros



Empecé a devorar tebeos a los cuatro años  y así seguí hasta que a los diez descubrí los libros y ya no me pude alejar jamás de ellos hasta ahora. Nunca sentí la ligazón con una tierra física, con sus tradiciones, con su equipo de fútbol, con sus vírgenes, con su folklore, con sus montañas… Apenas salía de la ciudad –Zaragoza- y no me sentí demasiado identificado con ella, aunque nací cerca del río Ebro y El Pilar con sus palomas revoloteantes. Nunca sentí adscripción por una patria corpórea pero sí que me sentí profundamente ligado a los libros, ellos fueron mi hábitat natural. Sus personajes me fueron esenciales; sus historias elementos que elevaban mi gris vida a los más altos horizontes. Leí de todo: los clásicos juveniles, Enid Blyton, novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía, de ciencia ficción barata algo que podríamos llamar de serie B, de espías... Llegué a los cómics de superhéroes, tras haber pasado por el Capitan Trueno y El Jabato. Todo lo incorporaba a mi cosmovisión. Y así hasta que llegué a la literatura con mayúsculas y descubrí a Stevenson, a Eça de Queiroz, a Chejov, a Wilde, a Wodehouse… Cada etapa de mi vida ha sido jalonada por los libros. Esos fueron, esos son mi verdadera patria. Si alguna vez en mi tierra, me convirtieran en extranjero, sabría que tendría a los libros como bendición y estímulo.

Los libros han marcado mi devenir ideológico íntimo.

El otro día escribí que en el acto de leer nos buscábamos a nosotros mismos, y creo que es cierto. Algún comentarista escribió que los libros eran su zona de confort y buscaba en ellos algo próximo ideológicamente y se intuía el miedo a salir de ella, de esa adscripción política que también supone la lectura. Uno se siente toda su vida de izquierdas y la realidad, unida a la lectura de libros históricos, de pensamiento o políticos lo van aproximando a una visión más conservadora, el polo opuesto al llanto que me surgió cuando vi un documental sobre la caída de Allende que hablaba de las amplias alamedas que se abrirían un día para el pueblo. Uno cambia, uno percibe la vida y el devenir de la historia de modos diferentes. Los héroes de antaño ya no son los de hogaño. Todo muda de color. La necesidad de transformación brechtiana se trasmuta en una visión más serena. Uno se aleja de escenarios dramáticos y revolucionarios descubriendo en las personas normales esa capacidad de mantenimiento de las cosas y halla en la historia del comunismo una impostura trágica. Esto es demoledor porque yo fui comunista revolucionario que se emocionaba oyendo la Internacional o todavía el himno soviético –el mismo que el de la actual Rusia cambiada la letra-.

Nada hay mas revelador que encontrar a alguien que a sus cuarenta años sostiene que es exactamente idéntico a cuando tenía 16. Esto es lo que me dijo un exalumno y que posteriormente sería diputado por la CUP en el Parlament de Cataluña. Esa permanencia en las esencias significa algo admirable y patético. Respetable pero absurdo. Si uno lee con curiosidad libros de historia –yo soy un apasionado de ellos-, de pensamiento, de literatura, biografías, se va transformando porque percibe los delirios de la historia que nos han traído a una horizontalidad absoluta cuando percibimos también la necesidad de la verticalidad. Nos gusta que Pessoa esté a nuestro mismo nivel en el Chiado en Lisboa, podernos hacer fotos con él, pero eso no nos libera de ver que hay una distancia enorme entre él y nosotros, una distancia vertical. Está bien que lo veamos al mismo nivel pero no lo está. Él fue un ser humano como nosotros, pero algo lo hizo esencialmente diferente. No era un revolucionario y él detestaba los movimientos de masas además de las ideologías. Creo que participo de su escepticismo absoluto. Ya no quiero romper los jarrones chinos ni incendiar las calles, no me emocionan las hogueras destructoras ni las revoluciones, pero sigo, igual que a mis once años, estando con mis libros. En eso no he cambiado. Todo ha mutado menos mi patria verdadera.

viernes, 18 de marzo de 2016

Mis alumnos son decididamente imperfectos


De la información a que exponemos a nuestros alumnos durante un curso ¿cuánta se retiene? ¿Un ochenta por ciento? ¿Un sesenta? ¿Un treinta? ¿Un diez? ¿Un cinco por ciento? ¿Nada? Multipliquemos la información que damos por ocho o diez materias todas importantísimas. ¿Se puede procesar toda la información, incluso siendo un alumno ideal que estudiara seis horas diarias después de las clases? ¿Qué tipo de alumno sería este? ¿Tendría tiempo para leer, para pensar, para ser, si se dedicara con ahínco a estudiar sin límite cumpliendo a la perfección con todas las tareas encomendadas? Pero nuestros alumnos no son así, al menos los míos no lo son. Reconozco su imperfección para ajustarse al modelo que anhelamos todos los profesores, como una especie de superhéroe de los docentes pero, a la vez, profundamente insatisfactorio. Lo habitual es que tengamos alumnos con circunstancias distintas, con procesos mentales que provienen de una evolución intelectiva peculiar, con mayor o menor memoria, con mayor o menor capacidad comprensiva, con más o menos interés, con mejor o peor disposición emocional, con problemas personales o familiares, económicos, anímicos. El resultado es que nuestros alumnos son imperfectos, no responden a un canon de ningún tipo. Pero lo fascinante es que son interesantes en su imperfección. Y con esa imperfección, unida a la nuestra propia, es con la que debemos trabajar.

Estoy convencido de que el profesor que fui en otro tiempo que quería embutir cada día cien unidades de conocimiento a ritmo acelerado para cumplir el programa, para satisfacer mi ego y sentirme exigente, hoy no tiene sentido para mí. He oído hablar del Slow Learning pero hasta ahora no me daba cuenta de que yo lo estoy practicando al desarrollar la lengua y literatura, no en cantidad de unidades de conocimiento sino en profundidad. Crecimiento hacia abajo y hacia arriba y no en número de kilómetros alcanzados por decirlo en alguna manera. No seremos maratonianos sino alpinistas y espeleólogos. Me gusta esta idea que lleva a ahondar o escalar. El conocimiento es infinito. Su vastedad inabarcable. Pero si conseguimos que un porcentaje significativo de jóvenes se enamoren del conocimiento como mecanismo para comprender sus propias vidas, eso será un hito irrenunciable. Y esto es lo que me interesa. Quiero que se hagan preguntas, quiero que vivan experiencias únicas. Quiero que mediante un ritmo pausado, lento tal vez, utilicen el lenguaje como medio de autoconocimiento. Quiero que la literatura con mayúscula entre en sus vidas. No busco violentarles, ni forzarles a aprender. Mi clase más que un gimnasio o una pista de pruebas es un parque con glorietas, con jardines, con estanques, con fuentes, con rincones, con bancos para charlar donde se expresa la fuerza de su adolescencia impetuosa y el profesor es un visionario que mira lejos y hacia dentro. Sabe que no importa la cantidad sino la hondura y el ritmo es incierto. Cada uno tiene su ritmo. No puede forzarse algo que es fruto de la evolución individual. Pero hay que aderezar el proceso con gotitas de magia y un aprendizaje en espiral o tal vez concéntrico. Los centros de aprendizaje hay que estimularlos. Se aprende por intuición no por repetir sin saber qué se dice. Hay un momento en que uno se da cuenta de que las cosas adquieren sentido. Hay un momento en que se unen el significante y el significado, y ese instante es iluminador. Si no, recuerden la escena de la película El milagro de Anna Sullivan. Tras una lucha denodada de la maestra Anna Sullivan con su alumna sorda, muda y ciega para enseñarle un método de lectura, y cuando todo parecía caminar al fracaso, Helen Keller une el significante A-G-U-A al líquido que tiene entre las manos. Pocos momentos hay más maravillosos que ese para un profesor. Pero para ello debe haber una maduración que puede ser inducida, pero nunca está garantizada. Anna Sullivan estimula la disciplina de su alumna, perdida en la condescendencia de su familia. En cierta manera la violenta y hasta le da alguna sonora bofetada, pero eso no es suficiente. Como bien saben mis alumnos, taumaturgo es un hombre (o mujer) que hace milagros. Ese milagro del conocimiento es un proceso inducido, pero no hay marcas que cumplir. Es rápido o lento. O tal vez no se produce. Pero es rigurosamente individual. Nada hay que me reconforte más que ver alumnos siguiendo su propio camino, intuyendo que detrás de sus palabras hay densidad y progresiva hondura. Leo sus textos intuyendo ese despertar a la conciencia para la que necesitarán las palabras y la búsqueda de una suerte de armonía consigo mismos. El profesor les ofrece algo que es fruto de su propio aprendizaje. No les está ofreciendo algo externo a su vida. Es su propia vida, estilizada, depurada, como en un proceso alquímico. No se trata de vivir en el exterior del conocimiento sino en su interior. Es a lo que he llamado como concepto la Ex-fluencia como alternativa a la In-fluencia.

Hay centros de conocimiento que deben ser subrayados. Como un gong que hiciera vibrar los espíritus, repetida, rítmicamente. Soy profesor de lengua y literatura. Y hablo de lengua y literatura, pero como mecanismos fundamentales del ser humano para comprender. Y comprenderse. De ahí proyectos como el Odradek y la novela que deben escribir de más de veinte páginas. De ahí la lectura de relatos de Kafka, culminando en La metamorfosis que hemos empezado a leer hoy. En esa transformación de Gregorio Samsa está expresada la suya propia. La de una adolescencia, que es una de las etapas más dolorosas de la vida –si no, recuerden la suya propia-, en que se están transformando en algo que no comprenden, en una especie de insecto –muchas veces se sienten así- que goza y sufre alternativamente.

Lentitud, ¡qué bella intuición! Un largo recorrido se comienza con un paso, y otro, y otro, hasta que adquieren sentido y ese instante es el que profesor y alumno se miran y se sonríen con satisfacción compartida.

Pero entonces es la despedida.



viernes, 11 de marzo de 2016

¿Dónde están las píldoras azules?


Sigo desde hace un tiempo a la documentalista, periodista y cineasta brasileña Eliane Brun. Recientemente se tradujo uno de sus artículos en El País titulado ¿Todo inocente es un hijo de perra? El artículo me interesó vivamente. Lo resumiré en breves trazos: En nuestro mundo ya no hay, como en Matrix, la posibilidad de tomar una píldora azul que nos haga vivir en la ilusión de que somos reales. La píldora roja es para tomar conciencia de que nuestra vida la dirige Matrix y salirnos del sistema convirtiéndonos en rebeldes. Eliane Brum recurre a la película mítica para expresar que el hombre del siglo XXI, en virtud de internet, las redes sociales y la difusión de la información, ya no puede alegar desconocimiento de las atrocidades que se cometen en el mundo en nuestro nombre. Eliane habla de diversas situaciones como el terrible maltrato animal en cadenas industriales de producción, a imagen de los campos de exterminio nazis, a que enfrentamos a los cerdos, vacas, pollos, etc, para que lleguen a nuestra mesa. Nadie desconoce que cuando un filete de buey está en la bandeja del supermercado lo es por un proceso que incluye el horror más estremecedor. Además se calcula que para producir una hamburguesa se ha utilizado más agua en su proceso que la que gastamos en dos meses de duchas en casa.

Tampoco desconocemos que nuestros móviles y su coltán ha producido masacres y terribles explotaciones humanas en África para surtirnos de tan preciado elemento. Ni desconocemos que la ropa barata que está en las tiendas en que compramos está producida por la sangre y la falta de derechos laborales en países donde estos derechos son inexistentes. Ni desconocemos que cada día se arrasan centenares o miles de hectáreas de selva –incluidas las poblaciones indígenas- para producir alimentos para nuestro mundo como la soja, tan apreciada en las comidas alternativas. O los biocombustibles. ¿Qué decir de la sobrexplotación pesquera, la desaparición de especies marinas para surtirnos en los supermercados y que tengamos todo a punto en nuestra cena? ¿Qué decir –añado yo- del tráfico de armas que engrasa las economías de muchos países incluido el nuestro?

No podemos ser inocentes. Todo nuestro bienestar está basado en situaciones siniestras que sostienen nuestro mundo, aplastando naciones y continentes enteros, así como especies animales que solo existen en campos de concentración para surtirnos de variada y rica alimentación.
¿Cómo ser ético en un mundo sin ilusiones, en el que cada acto implica la tortura y el sacrificio de otro?
En Matrix se podía tomar la píldora azul y vivir en la ilusión. Nosotros solo podemos abstraernos con el cinismo. Saber y decir que es inevitable. Que las cosas son así y no pueden ser de otra manera. Con la boca chiquita nos solidarizamos con los refugiados que están llegando a centenares de miles a Europa pero no imaginamos que esos centenares de miles vinieran a nuestro país como están llegando a Alemania. Nos horrorizamos con las fotos de los refugiados pero pronto nos acostumbramos a ello. Nada nos quita una buena digestión. Cuesta tan poco ser solidario sin más compromiso...

Pasé este artículo de Eliane Brum, que os aconsejo leer, a una compañera sensible y generosa de mi instituto. El artículo llega a decir que tomarse un croissant con mantequilla implica una cadena de horrores difícil de imaginar. Mi compañera se sintió indignada con el artículo y reaccionó visceralmente en contra de él. Se sintió señalada y rechazó su culpabilidad en el horror del mundo. La culpa es de las empresas, de las grandes empresas –dijo-. Yo no soy responsable de que destruyan la Amazonia. Son otros, más arriba los que crean un mundo atroz. Yo no voy a sentirme culpable por tomarme un croissant con mantequilla. La culpa la tienen los gobiernos –arguyó-. 

Planteé en clase de bachillerato el problema de la ropa barata y la explotación laboral que supone en países como Bangla Desh. Mis alumnas, que compran en Primark donde se hallan chollos inigualables, se indignaron y dijeron que Zara y todas las cadenas de ropa también producen en Asia, que todo es igual, y ¿qué vamos a hacer? ¿No comprar ropa? Además añadieron que eran pobres y no tenían dinero. 


La ignorancia es maravillosa. 

En definitiva, el cinismo nos lleva al mismo efecto que la píldora azul. Sabemos pero no sabemos. Lo sabemos pero no nos importa o pensamos que el mundo es así. Que no tenemos la culpa, que la culpa la tienen otros que están arriba, los gobiernos, Estados Unidos, los siete mil millones de seres que somos en el planeta, nosotros no somos responsables de nada, ni del cambio climático ni de la desaparición de las selvas tropicales. Ni del maltrato animal en los circuitos industriales de producción o en los zoos, ni de la cotización en bolsa de las materias primas que llevan a países a la pobreza por la manipulación de dicha cotización. Nosotros somos inocentes y nos horroriza todo eso que nos dices o que nos dice Eliane Brum, pero ¿qué quieres? ¿que nos suicidemos? –me decía mi compañera indignada-. Yo no pude argumentarle porque el problema no era sentirse culpable por lo que supone nuestro mundo y nuestro modo de vida. No culpables, tal vez, pero sí conscientes. Pero ¿cómo vivir siendo conscientes de ello?


¿Dónde están las píldoras azules?

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