Estoy leyendo El cuarto de Giovanni de James Baldwin.
No voy a hablar de esta excelente novela escrita por un negro norteamericano en
1956 donde desarrolla, mucho antes que nadie, las contradicciones del amor
homosexual en una sociedad que lo persigue. La acción sucede en París, el de la
posguerra. Cuando la estoy leyendo vivo intensamente las escenas que suceden en
los bares de gays de la capital francesa, en sus calles, en su ambiente y comprendo
las contradicciones de David, el personaje central. Siento que hay unas
vivencias mías que se proyectan sobre la novela y la llenan de densidad y
pienso que el lector cuando lee lo que hace es eso precisamente: conectar su
mundo emocional y existencial sobre lo que está leyendo, algo así como nos
enseñaba el método Stanislavski para construir dramáticamente los personajes en
un escenario. Utilizar tu mundo emocional para llenar de verosimilitud el
personaje que interpretas, y, de ese modo, resultaba creíble y auténtico.
Recuerdo mis paseos por
París junto al Sena, los cafés, alguna experiencia de mi juventud, el deseo en
estado puro, mis conflictos agudos sobre la vida, la traición, la amistad, el
alcohol en noches interminables, recorrer la ciudad en coche, por la noche, estando borracho…
Esto es lógico, me refiero
a utilizar el mundo emocional para dar cuerpo a una novela. Pero ¿qué pasa
cuando no tienes referencias personales para hacerlo, como una narración que no
tenga relación con tu vida y tus experiencias? Entonces acudes
inconscientemente a tus lecturas previas y a tu imaginación; cuanto más potente
y rica sea esta, más colorida y poderosa será la lectura porque la literatura es un arte
exigente como decía Harold Bloom. Siento cierto escepticismo sobre esas novelas
que se publicitan y que se leen como el
agua, que enredan al lector que se siente atrapado por la trama llena de
emociones y aventuras fascinantes. Mi experiencia con la buena literatura es que
esta no es sencilla y exige un gran esfuerzo adaptativo al mundo del escritor
que nos propone un juego en que hay que descubrir las reglas, a veces,
endiabladamente complejas.
Para ser escritor, a su
vez, puede darse una doble tipología: el escritor aventurero, que utiliza su
experiencia vital, llena de avatares emocionantes, de vivencias de todo tipo,
fruto de una vida en movimiento de la que nutre sus relatos al estilo de Jack
London o en nuestras letras, al estilo de Pérez Reverte que fue corresponsal de
guerra en diferentes escenarios bélicos, lo que aparece en cierta medida en la
concepción de sus trepidantes aventuras en la España del siglo de Oro o en su
último libro La línea de fuego. Son
escritores en esencia externos y sus personajes se nutren de su existencia
accidentada y aventurera. Otro tipo de escritor es el que fondea en su mundo interior explorándolo y
descubriendo las galerías de su alma para conocerse a sí mismo y luego llenar
de profundidad a sus personajes o a su poesía. No es necesario vivir una vida
llena de grandes y accidentadas vivencias para crear un potente mundo literario.
Pienso en Emily Dickinson, poeta norteamericana que apenas salió de las cuatro
paredes de su casa pero que creo un sugerente y profundo universo poético lleno
de complejidad y sutileza, producto de su exploración de lo circundante por
mínimo que sea -¿aunque hay algo que sea mínimo?-, el canto de un pájaro, una
flor, el sol que llega a su jardín, el susurro del viento, y todo ello captado
por su espíritu atento que queda deslumbrado por la experiencia de lo real.
Claro que hay escritores
que combinan ambas estrategias: la exploración exterior y la interior. Son
maestros en el desarrollo de mundos interiores y exteriores. Pienso en Tolstoi,
pienso en Vasili Grossman, el autor de Vida
y destino, en Galdós, en Balzac… Dostoievski está más atento a la vida
interior de sus personajes, aunque también lo está al paisaje social de su
tiempo y los sueños.
Este fascinante juego es
la literatura en que se combinan un escritor con sus mundos y el lector, a su
vez con sus mundos. Hay a veces lectores con una vida rica en circunstancias o,
por el contrario, pobre en ellas, pero ambos mundos se alimentan mutuamente y
se enriquecen. Cada lector es único porque parte de su propio mundo para
comprender el mundo que se le propone desde las páginas de un libro, y, no solo
eso: cada lectura es única y evoluciona si se enfrenta a ella en momentos
diferentes de su vida. Acabo de leer una novela extraordinaria, Bajo el volcán de Malcolm Lowry. La
había leído hace unos cuarenta años en una noche alucinante bajo el efecto de
las anfetaminas cuando yo era comunista, y la he vuelto a leer ahora cuando mis
circunstancias lectoras son totalmente diferentes y antitéticas de aquel joven
que se despertaba a la literatura. Mi universo íntimo ha cambiado, se ha
transformado totalmente, no soy el que era y la novela es otra, radicalmente
otra por efecto de que la vida avanza y nosotros cambiamos, la historia cambia,
todo se transforma. He ahí el juego doloroso y potente de la literatura.