Nos interesa cada vez más saber de los demás y que los demás sepan de nosotros. Ciertamente vivimos un mundo que es como una jaula de cristal en que, dentro de ella, mostramos y exhibimos mucho de lo que somos nosotros mismos: lo que comemos, cómo nos lo pasamos, lo que pensamos, lo que hacemos, lo que leemos, lo que amamos u odiamos; e igualmente exigimos de alguna manera que otras jaulas de cristal se muestren en su transparencia para que nosotros podamos saber de los personajes que hay dentro de ellas. La intimidad se ha visto desbordada como un botijo viejo y ahora todo es extimidad, la versión de la realidad que muestra todo en tiempo real. Así conocemos lo que hacen nuestros amigos y conocidos en todos sus viajes por lejanos y exóticos que sean, lo que comen y donde se divierten, nos muestran sus sonrisas de que se lo están pasando muy bien… Y el mundo se convierte en una revista de papel couché donde los hombres y mujeres privados y, por supuesto, famosos, sea en el ámbito de la política o del deporte o de la cultura, por decir algo, nos muestran aspectos que consideran relevantes de su vida. Siempre hay un móvil que puede tomar una foto para compartir con nosotros ese fragmento
No hay aspecto de la realidad por lejana que sea que no sea escrutada cuidadosamente aunque sea una fiesta íntima de la primera ministra de Finlandia. Acechamos sobre la noticia como aves rapaces ansiosas de botín. Seguimos con entusiasmo el estado de la vida de un joven que padece cáncer y cuenta su experiencia hasta el último momento poco antes de morir. Nos emociona saber y nunca ha habido tanta tecnología para que cientos de millones de sujetos muestren su presencia o su conocimiento de las cosas. Ser cotillas forma parte de nuestra forma de estar en el mundo, y a la vez ser exhibicionistas es también parte de nuestra entraña más íntima. No digo que sea absolutamente universal porque sigue habiendo personas muy pudorosas de su intimidad, pero sí que marca una tendencia intensiva a convertirnos en devoradores de imágenes ajenas, de circunstancias ajenas para así dar salida a sentimientos encontrados, algunos afilados y negros, y otros de excitante curiosidad. Ser observador nos convierte, como no, en productores de sentimientos y no todos son claros como el agua de un arroyuelo; los hay -sentimientos- turbios y malévolos si no malignos, aunque estos últimos los escondamos en nuestra psique más secreta.
Por si acaso, cuando aparecemos en una foto o en un selfi, sonreímos en una pose forzada para así sostener la imagen que se cae si alguno sale con un rostro serio o grave. Dar la impresión de que se es feliz, a pesar de todo, es parte del juego de apariencias de la jaula universal en que todo se transparenta para regocijo y curiosidad cruel o generosa de propios y ajenos.