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domingo, 17 de noviembre de 2019

Mi primera patria fueron los libros



Empecé a devorar tebeos a los cuatro años  y así seguí hasta que a los diez descubrí los libros y ya no me pude alejar jamás de ellos hasta ahora. Nunca sentí la ligazón con una tierra física, con sus tradiciones, con su equipo de fútbol, con sus vírgenes, con su folklore, con sus montañas… Apenas salía de la ciudad –Zaragoza- y no me sentí demasiado identificado con ella, aunque nací cerca del río Ebro y El Pilar con sus palomas revoloteantes. Nunca sentí adscripción por una patria corpórea pero sí que me sentí profundamente ligado a los libros, ellos fueron mi hábitat natural. Sus personajes me fueron esenciales; sus historias elementos que elevaban mi gris vida a los más altos horizontes. Leí de todo: los clásicos juveniles, Enid Blyton, novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía, de ciencia ficción barata algo que podríamos llamar de serie B, de espías... Llegué a los cómics de superhéroes, tras haber pasado por el Capitan Trueno y El Jabato. Todo lo incorporaba a mi cosmovisión. Y así hasta que llegué a la literatura con mayúsculas y descubrí a Stevenson, a Eça de Queiroz, a Chejov, a Wilde, a Wodehouse… Cada etapa de mi vida ha sido jalonada por los libros. Esos fueron, esos son mi verdadera patria. Si alguna vez en mi tierra, me convirtieran en extranjero, sabría que tendría a los libros como bendición y estímulo.

Los libros han marcado mi devenir ideológico íntimo.

El otro día escribí que en el acto de leer nos buscábamos a nosotros mismos, y creo que es cierto. Algún comentarista escribió que los libros eran su zona de confort y buscaba en ellos algo próximo ideológicamente y se intuía el miedo a salir de ella, de esa adscripción política que también supone la lectura. Uno se siente toda su vida de izquierdas y la realidad, unida a la lectura de libros históricos, de pensamiento o políticos lo van aproximando a una visión más conservadora, el polo opuesto al llanto que me surgió cuando vi un documental sobre la caída de Allende que hablaba de las amplias alamedas que se abrirían un día para el pueblo. Uno cambia, uno percibe la vida y el devenir de la historia de modos diferentes. Los héroes de antaño ya no son los de hogaño. Todo muda de color. La necesidad de transformación brechtiana se trasmuta en una visión más serena. Uno se aleja de escenarios dramáticos y revolucionarios descubriendo en las personas normales esa capacidad de mantenimiento de las cosas y halla en la historia del comunismo una impostura trágica. Esto es demoledor porque yo fui comunista revolucionario que se emocionaba oyendo la Internacional o todavía el himno soviético –el mismo que el de la actual Rusia cambiada la letra-.

Nada hay mas revelador que encontrar a alguien que a sus cuarenta años sostiene que es exactamente idéntico a cuando tenía 16. Esto es lo que me dijo un exalumno y que posteriormente sería diputado por la CUP en el Parlament de Cataluña. Esa permanencia en las esencias significa algo admirable y patético. Respetable pero absurdo. Si uno lee con curiosidad libros de historia –yo soy un apasionado de ellos-, de pensamiento, de literatura, biografías, se va transformando porque percibe los delirios de la historia que nos han traído a una horizontalidad absoluta cuando percibimos también la necesidad de la verticalidad. Nos gusta que Pessoa esté a nuestro mismo nivel en el Chiado en Lisboa, podernos hacer fotos con él, pero eso no nos libera de ver que hay una distancia enorme entre él y nosotros, una distancia vertical. Está bien que lo veamos al mismo nivel pero no lo está. Él fue un ser humano como nosotros, pero algo lo hizo esencialmente diferente. No era un revolucionario y él detestaba los movimientos de masas además de las ideologías. Creo que participo de su escepticismo absoluto. Ya no quiero romper los jarrones chinos ni incendiar las calles, no me emocionan las hogueras destructoras ni las revoluciones, pero sigo, igual que a mis once años, estando con mis libros. En eso no he cambiado. Todo ha mutado menos mi patria verdadera.

lunes, 28 de marzo de 2016

¿Lecturas elitistas en Secundaria?



Me pregunto qué porcentaje de la sociedad española frecuenta los clásicos y pienso que es un mínimum irrisorio. Los libros más vendidos ya sabemos cuáles son, y está bien, es bueno que la gente lea, al menos es mejor que lea a que no lea. La escuela abre caminos de lectura que fácilmente se pierden en el tráfago de la realidad. Es más fácil no leer que leer. Esos clásicos que mencionas - los libros juveniles de actualidad- que deberían configurar el corpus lector en la secundaria no se consolidan. No llegan a ser clásicos. Son libros de circunstancias que apenas se repiten ya en el ciclo de tres años debido a la mutación continua de nuestros estudiantes y a que no alcanzan un mínimo de calidad. Cuando yo era adolescente había una biblioteca de clásicos juveniles (Julio Verne, Salgari, Richmal Crompton, Zane Grey, Karl May, Dickens -alguna de sus obras más accesibles-...). Nada de esto pasa hoy, así que difícilmente podemos hablar de clásicos juveniles, si acaso de libros más o menos dinámicos durante un ciclo y que pasarán rápidamente. Tú (me dirijo a Toni Solano, autor del blog Re(paso) de lengua) eres conocedor de estos libros juveniles y tienes blogs y alguna página de Pinterest sobre ellos. Es bueno que lean, claro. Es el único sitio donde se va a fomentar la lectura. Fuera de la escuela será muy extraño que sigan leyendo. 

Yo alterno libros juveniles con clásicos en el sentido estricto de la palabra. Así han leído conmigo obras de Jordi Sierra i Fabra, Carlos Ruiz Zafón, pero también a J. D. Salinger y ahora estamos con la lectura de La metamorfosis, tras otras lecturas de relatos cortos de Kafka. Sé que no son fáciles y no sé si entra esto dentro del elitismo que criticas y que tanto se teme en educación. No hay nada más condenable en una sociedad absolutamente horizontal que el elitismo. Aquel que destaque por encima de la multitud, hoz preparada para segarle la cabeza. Ese es nuestro mundo y nuestra realidad. Me pregunto hasta qué punto hemos asumido esa horizontalidad total para generar individuos adaptados a ello. Y la escuela debe formar también en consonancia horizontal. Así que ¿para qué los clásicos si responden a sociedades no horizontales, a sentimientos artísticos alejados de la muchedumbre con que se van a encontrar en la playa, en las calles, en los estadios, en los centros comerciales? La mayor parte de los clásicos que conozco -a menos que sean reinterpretados a la luz de nuestra filosofía de masas de fondo- son héroes aristocráticos, solitarios, individualistas, singulares, a contracorriente, y no es eso para lo que preparamos. Preparamos, no lo olvidemos, para una sociedad en que el centro de todo sean los tópicos y nada más que tópicos. Las redes sociales son una exposición universal del tópico. Las mutlitudes funcionan con tópicos que se van repitiendo inexorablemente. Los clásicos no encajan en una visión universalista del ser humano del siglo XXI. Y si alguien los lee con aprovechamiento, tendrá que ocultarlo para no ser segado por la maquinaria totalitaria del common sense al que hay que adaptarse con esfuerzo. La idea de que la escuela sea crítica y generadora de pensamiento autónomo no sé si se ajusta demasiado a la realidad porque hay que asentir a la Weltanschauung de nuestro tiempo y eso es lo que expresan los libros que las editoriales nos hacen llegar como juveniles, relevantes como lectura y solaz. El lector de clásicos en la escuela no será un individuo demasiado socializable. Una comentarista anterior pone como ejemplo que no deben darse libros que interesen solo a dos sino que hay que hacer que la mayoría disfrute. Esos dos quedan huérfanos y deben amoldarse a la mayoría y "disfrutar" con ella. Pero en mi fuero interno, siento que cultivar a esos dos es esencial, distinguirlos y apreciar su soledad en medio de la muchedumbre.


(Este es un comentario que dejé en el blog de Toni Solano, Re(paso) de Lengua, que he querido rescatar para mi blog)

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