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sábado, 28 de marzo de 2020

El Coronavirus amenaza con romper Europa


La crisis del COVID-19 está afectando de forma diversa a los distintos países de Europa en cuanto a afectados y a su nivel de letalidad. Los países del norte tienen menos contagios y víctimas, así como sus sistemas sanitarios parecen más eficaces que los del sur de Europa. Pero no solo es el nivel de afección lo que aquí está en juego sino cómo dar respuesta conjunta a esta crisis, la más grave de la historia de la Unión Europea, aún más que la de 2009. Hasta ahora ha habido solo enfoques nacionales al margen de las instituciones de la Unión. Cada país se ha enfrentado como ha podido a la crisis, lo que ha hecho emerger más las diferencias entre los distintos países. Puede que esto genere enfrentamientos –ya los está generando- entre países como Alemania, Holanda o Austria que rechazan solidarizarse y pagar el hundimiento de los países del sur y otros como España, Francia, Italia, Bélgica, Portugal, Irlanda, Grecia, Eslovenia y Luxemburgo que piden una acción conjunta y comunitaria frente a la crisis emitiendo Eurobonos –coronabonos- para compartir los costes.

Es la misma idea de Europa, ya gravemente resquebrajada en los últimos años, la que está en juego. Los estados del norte son los tradicionalmente partidarios de la austeridad frente a los del sur cuyas cuentas están menos saneadas. Puede que la pandemia sea el detonante final para la disolución de alguna manera de la Europa compartida.

Las recientes palabras de un ministro holandés, Wopke Hoekstra, sosteniendo que se debía investigar a España por no tener margen presupuestario para luchar contra el coronavirus, no fueron replicadas por representantes españoles sino por el ministro portugués Costa que las calificó de “repugnantes”, de absoluta inconsciencia y que “minan completamente el espíritu de la UE, siendo una amenaza para el futuro de la Unión”. Apeló a respetarnos unos a otros ante un desafío que debería ser común. Añadió que los miembros de la Unión deberían “comprender que no fue España la que creó o importó el virus”.

miércoles, 14 de agosto de 2019

El ser o no ser de Europa




Hace más de quinientos años, Europa inició la época de la globalización, llegando al continente que sería América, y dando la vuelta al globo, mostrando que la tierra era una esfera. Decenas de millones de europeos, huyendo de la pobreza, se fueron a los nuevos territorios iniciando el tiempo de los colonialismos en que Europa se hizo dueña del mundo en unos viajes que se creían en una sola dirección.

Quinientos años después, los excolonizados han encontrado el camino de vuelta y vienen a Europa, la tierra de los derechos humanos y las revoluciones. Buscan asilo político y mejores condiciones de vida. Son millones y millones, y los que vendrán.

Europa se halla en un dilema importante, trascendental. Si es fiel a sus raíces humanistas, tendrá que abrir sus fronteras y sus mares para acoger a los que huyen de la desdicha para encontrar otra vida. El camino que inició en el siglo XV es de doble recorrido y ahora estamos en el reflujo. Durante siglos se aprovechó de ese comercio humano y comercial que le abrían las tierras colonizadas.

¿Qué hacer? ¿Abrir nuestras fronteras hablando con el corazón o funcionar con el miedo de que esta marea termine por anegar a Europa y convertirla en un orbe islámico en cincuenta años confrontada nuestra tasa de natalidad con la de los que llegan?

Ser humanos o ser refractarios a la historia. Aquí se debate el ser de Europa. Y no hay tiempo para pensar.


miércoles, 27 de marzo de 2019

Los peligros de Europa



En los dos últimos años he viajado por Europa visitando ciudades que no conocía siguiendo la interpretación de Georges Steiner de Europa como casa común en su libro Europa que había leído hace años. Ha sido mi descubrimiento, todavía parcial, de la idea de Europa. Para Steiner, Europa es un café donde se escribe poesía, se conspira y filosofa; el paisaje es caminable, es una geografía hecha a medida de los pies; sus plazas llevan nombres de grandes estadistas, científicos y escritores del pasado, algo que no es común en América; desciende simultáneamente de Atenas y Jerusalem, de la razón y la fe, que desembocó en la democracia y la sociedad laica y la que produjo los místicos y la espiritualidad, pero también la censura y el dogma; por último, lo más inquietante es la pervivencia de los odios étnicos, el chovinismo nacionalista, y la resurrección del antisemitismo. Y como elemento común, actualmente, es la uniformización como consecuencia de la globalización. 

Mi conciencia de viajero europeo en solitario me ha permitido constatar dicha uniformización que hace que Cracovia o Praga, que Viena o Lisboa, que Budapest o Berlín, que Dublín o Rennes, que Estocolmo o Amsterdam, que Reykiavik o Vilnius, que San Petersburgo o Madrid, por poner unos pocos ejemplos, tiendan a asimilarse en sus tiendas, en sus paisajes humanos caracterizados por el turismo masivo, las mismas franquicias en todos los sitios, el estilo de la moda, el modo de comportarse las personas cada vez más similar, la prisa… Pero maravilla de maravillas, Europa es un continente de plazas, de cafés, de mercados, de fiestas ciudadanas, de barrios antiguos de estructura medieval o neoclásica, de ríos… que producen, una vez traspasada la evidente homogeneización, una visión más profunda de cada ciudad o país. Me he sentido a gusto, superada la realidad de ser un turista más dentro de una avalancha masiva. En casi todos los países en que estado he necesitado ayuda, y siempre ha surgido alguien que se ha interesado por mí y me ha ayudado, apoyo humano que he agradecido profundamente y que me ha hecho sentir una mayor sintonía con el país que visitaba.

Un tema insoslayable en toda Europa es la cuestión judía. Europa era un continente en que convivían millones de judíos desde siglos atrás. El antisemitismo, desatado por el nazismo y las complicidades en cada país llevaron casi a la desaparición de la población judía. En España nos hemos olvidado de este tema pues los judíos fueron expulsados a finales del siglo XV. En muchas ciudades quedan juderías medievales cuyos restos nos evocan a una Sepharad que dejó de existir para nuestra desgracia. Pero en Europa la presencia judía era significativa o muy importante. En casi cada país que he visitado, salvo Irlanda, el tema judío ha sido esencial. Recuerdo mi paseo por Budapest por las orillas del Danubio cuando descubrí el muelle de los zapatos desde que dos decenas de miles de judíos fueron tiroteados y arrojados al caudal del Danubio. O mi visita en Paneriae, a las afueras de Vilnius (Lituaniai), el bosque donde fueron asesinados casi cien mil judíos con la complicidad de nacionalistas lituanos. O en el gueto de Cracovia o el cementerio judío de Praga y ya no decir Berlín. Europa antes de la segunda guerra Mundial acogía a grandes poblaciones judías que se habían asimilado a las culturas nacionales, hasta que se desató el pogromo mayor de la historia. Esto me produce una gran desolación porque veo que el antisemitismo, sea en Francia o en Polonia, en Hungría o Lituania –o en España-, sigue vivo pese a las palabras oficiales. Mis viajes por Europa me han llevado a descubrir ,como dice Steiner, que los viejos odios antisemitas han tomado de nuevo auge en la cultura europea, igual que los nacionalismos xenófobos y supremacistas adquieren carta de naturaleza disfrazándose de lenguajes progresistas. Nadie dice que “soy nacionalista xenófobo” o “soy antisemita” pero lo son en formulaciones más ajustadas políticamente.

Viajen por Europa, inténtenla descubrir como territorio compartido, como cultura de raíces cristianas comunes (y semitas y musulmanas también). Cuanto más conozco Europa más me siento ciudadano europeo y siento el desdén que desde los distintos nacionalismos se lanza contra la idea europea.

Estoy seguro de que viajar no hace necesariamente a las personas más abiertas, ni tengo nada claro que el leer haga más generosos a los lectores, ni creo que el deporte una a la gente de los distintos países… pero son elementos que pueden ser una ayuda para que los europeos nos sintamos en un continente compartido, de Atenas a Estocolmo, de Dublín a Sofía –mi próximo destino viajero-, de San Petersburgo a Lisboa… Soy europeo, y siento orgullo de que mis hijas se educaran en una escuela que lleva por lema “escuela europea”. No escuela española o catalana, no, “escuela europea”. Esa es mi identidad junto a ciudadano del mundo. 

martes, 22 de enero de 2019

La Viena de Sissi, Mozart y Freud.


Una visita a una ciudad como Viena durante cuatro días apresurados no da tiempo de comprender demasiado acerca de la vida de esa ciudad, pero intentaré expresar cuáles han sido mis impresiones al respecto. 

Viena es una ciudad Imperial, como San Petersburgo o Londres, refleja un pasado histórico esplendoroso en el que se miran los habitantes. Recuérdese que Viena era la capital del Imperio Austrohúngaro, hasta 1918, que comprendía los territorios aproximados de Austria, Hungría, Checoslovaquia, buena parte de los Balcanes y se adentraba en Italia, llegando incluso a Venecia en algún momento. Era un mundo de unos sesenta millones de habitantes, que, tras la derrota de Alemania, el Imperio Austrohúngaro y el Imperio Otomano, perdió el noventa por ciento del territorio y pasó a ser una pequeña nación de apenas seis millones de habitantes que tuvo que rehacerse y crear nuevos mitos para sobrevivir. Esos mitos venían del brillo de la época imperial, y en esto juega un papel sobresaliente la figura de la enigmática y sombría emperatriz Sissi que murió asesinada en Ginebra en 1898. Todo en Viena recuerda ese pasado y los guías no se adentran en la etapa más controvertida de Austria como cuando fue anexionada por la Alemania nazi en 1938, el Anchsluss, ante el entusiasmo de la mayoría de los austriacos que se desataron en violencia contra la población judía en la noche de los cristales rotos en 1938. La nueva derrota les llevó a crear la ficción ante sí mismos y ante las demás naciones de que habían sido la primera víctima de Hitler y esta visión les hizo no llevar a cabo un reajuste de conciencia por su papel de cómplices del nazismo. Recordemos que el 9 por ciento de la población de Viena eran judíos que se sentían profundamente vieneses a pesar de que el resto de la población los miraba con resquemor. De los 192000 judíos que vivían en Austria, 65000 fueron asesinados y el resto tuvieron que emigrar a Estados Unidos, Israel o Inglaterra, tal como hizo, muy enfermo, Sigmund Freud en 1938, cuatro de cuyas hermanas fueron deportadas a campos de exterminio donde murieron. 

Solo a partir de 1990, Austria comenzó a aceptar su responsabilidad en este tema. Recordemos que anteriormente el presidente de Austria había sido un antiguo nazi, Kurt Waldheim, que había ocultado su pasado, y había llegado incluso a ser Secretario General de las Naciones Unidas. 

Viena es una ciudad en que la música y la pintura y la literatura tiene y han tenido un peso extraordinario. Solo citemos a Mozart, Johan Strauss –padre e hijo- o más recientemente a Mahler. Como pintores citemos a Gustav Klimt, Egon Schiele y Oskar Kokoschka, que chocaron con el conservadurismo de la sociedad vienesa por su erotismo y radicalismo artístico. Como escritores, recordemos a Robert Musil, a Stefan Sweig y más recientemente el cáustico y corrosivo Thomas Bernhard, debelador de la alianza entre nacional-socialismo y catolicismo. 

Y no podemos olvidar a una de las mentes más privilegiadas del siglo XX, el psicoanalista Sigmund Freud, cuyas teorías transformaron el campo de la psicología profunda y el inconsciente, y que creó la escuela vienesa, en un campo que revolucionó no solo la psicología sino el conjunto de las artes –literatura, pintura, cine-. Se puede decir que el alma del siglo XX ha sido una mezcla de surrealismo, por un lado y existencialismo por el otro. 

Así que a la vida de Viena no le falta aliciente artístico-intelectual, unido a una mentalidad profundamente conservadora con la cual tienen que pugnar los artistas que nacen en su seno, como ha demostrado la historia, pero de esta tensión, entre el autoritarismo y la libertad, nace el arte y la cultura. 

Tuve ocasión de visitar la Viena turística, la que sale en las guías, de pasar horas y horas en cafés vieneses –todo un lujo en que el cliente es tratado como un caballero de otros tiempo-, subir a la noria del Prater donde se filmó una escena de El tercer hombre de Orson Welles, visitar el museo de arte Moderno (Contemporáneo) Mumok poco visitado por el público en general y menos turistas –pero yo soy un adicto a los museos de arte moderno que repelen a la gente: los encuentro sumamente divertidos, me río mucho en ellos por las ocurrencias ácratas de los artistas-, visitar el Belvedere donde me reencontré con Egon Schiele, Oskar Kokoschka y Gustav Klimt, mi visita al edificio biomórfico y multicolor, diseñado por Friedenreich Hundertwasser pero también recuerdo mis trayectos en tranvía y en metro con auténticos vieneses –que fotografié- y mi estancia dos horas en un café de la periferia cuyos dueños eran rumanos en que la atmósfera estaba llena de humo porque en Austria no está prohibido fumar en los cafés, al menos en algunas zonas. Aquello fue una inmersión en los otros vieneses, los que no salen en las postales de Viena. Pasé un buen rato bebiendo cerveza mala y oyendo las risas de la concurrencia, fuera del refinamiento de los cafés del centro, la radio puesta, la tele solo en imagen y la atmósfera turbia de un ambiente que no veía desde hace mucho tiempo en un bar. Luego mis ropas olían a tabaco, algo que no recordaba. 

Viena es una ciudad con fondo psicoanalítico, dividida entre su pasado imperial, su soberbia congénita, su pasado nacionalsocialista, y las tendencias que pugnan por abrirse y salir de ese contexto conservador y supremacista, como cualquier sociedad moderna. Yo me terminé sintiendo a gusto, especialmente leyendo simultáneamente al cáustico y ácido Thomas Bernhard que no creo que sea muy apreciado por los austriacos y sus sueños imperiales. 

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