Una visita a una ciudad como Viena durante cuatro días apresurados no da tiempo de comprender demasiado acerca de la vida de esa ciudad, pero intentaré expresar cuáles han sido mis impresiones al respecto.
Viena es una ciudad Imperial, como San Petersburgo o Londres, refleja un pasado histórico esplendoroso en el que se miran los habitantes. Recuérdese que Viena era la capital del Imperio Austrohúngaro, hasta 1918, que comprendía los territorios aproximados de Austria, Hungría, Checoslovaquia, buena parte de los Balcanes y se adentraba en Italia, llegando incluso a Venecia en algún momento. Era un mundo de unos sesenta millones de habitantes, que, tras la derrota de Alemania, el Imperio Austrohúngaro y el Imperio Otomano, perdió el noventa por ciento del territorio y pasó a ser una pequeña nación de apenas seis millones de habitantes que tuvo que rehacerse y crear nuevos mitos para sobrevivir. Esos mitos venían del brillo de la época imperial, y en esto juega un papel sobresaliente la figura de la enigmática y sombría emperatriz Sissi que murió asesinada en Ginebra en 1898. Todo en Viena recuerda ese pasado y los guías no se adentran en la etapa más controvertida de Austria como cuando fue anexionada por la Alemania nazi en 1938, el Anchsluss, ante el entusiasmo de la mayoría de los austriacos que se desataron en violencia contra la población judía en la noche de los cristales rotos en 1938. La nueva derrota les llevó a crear la ficción ante sí mismos y ante las demás naciones de que habían sido la primera víctima de Hitler y esta visión les hizo no llevar a cabo un reajuste de conciencia por su papel de cómplices del nazismo. Recordemos que el 9 por ciento de la población de Viena eran judíos que se sentían profundamente vieneses a pesar de que el resto de la población los miraba con resquemor. De los 192000 judíos que vivían en Austria, 65000 fueron asesinados y el resto tuvieron que emigrar a Estados Unidos, Israel o Inglaterra, tal como hizo, muy enfermo, Sigmund Freud en 1938, cuatro de cuyas hermanas fueron deportadas a campos de exterminio donde murieron.
Solo a partir de 1990, Austria comenzó a aceptar su responsabilidad en este tema. Recordemos que anteriormente el presidente de Austria había sido un antiguo nazi, Kurt Waldheim, que había ocultado su pasado, y había llegado incluso a ser Secretario General de las Naciones Unidas.
Viena es una ciudad en que la música y la pintura y la literatura tiene y han tenido un peso extraordinario. Solo citemos a Mozart, Johan Strauss –padre e hijo- o más recientemente a Mahler. Como pintores citemos a Gustav Klimt, Egon Schiele y Oskar Kokoschka, que chocaron con el conservadurismo de la sociedad vienesa por su erotismo y radicalismo artístico. Como escritores, recordemos a Robert Musil, a Stefan Sweig y más recientemente el cáustico y corrosivo Thomas Bernhard, debelador de la alianza entre nacional-socialismo y catolicismo.
Y no podemos olvidar a una de las mentes más privilegiadas del siglo XX, el psicoanalista Sigmund Freud, cuyas teorías transformaron el campo de la psicología profunda y el inconsciente, y que creó la escuela vienesa, en un campo que revolucionó no solo la psicología sino el conjunto de las artes –literatura, pintura, cine-. Se puede decir que el alma del siglo XX ha sido una mezcla de surrealismo, por un lado y existencialismo por el otro.
Así que a la vida de Viena no le falta aliciente artístico-intelectual, unido a una mentalidad profundamente conservadora con la cual tienen que pugnar los artistas que nacen en su seno, como ha demostrado la historia, pero de esta tensión, entre el autoritarismo y la libertad, nace el arte y la cultura.
Tuve ocasión de visitar la Viena turística, la que sale en las guías, de pasar horas y horas en cafés vieneses –todo un lujo en que el cliente es tratado como un caballero de otros tiempo-, subir a la noria del Prater donde se filmó una escena de El tercer hombre de Orson Welles, visitar el museo de arte Moderno (Contemporáneo) Mumok poco visitado por el público en general y menos turistas –pero yo soy un adicto a los museos de arte moderno que repelen a la gente: los encuentro sumamente divertidos, me río mucho en ellos por las ocurrencias ácratas de los artistas-, visitar el Belvedere donde me reencontré con Egon Schiele, Oskar Kokoschka y Gustav Klimt, mi visita al edificio biomórfico y multicolor, diseñado por Friedenreich Hundertwasser pero también recuerdo mis trayectos en tranvía y en metro con auténticos vieneses –que fotografié- y mi estancia dos horas en un café de la periferia cuyos dueños eran rumanos en que la atmósfera estaba llena de humo porque en Austria no está prohibido fumar en los cafés, al menos en algunas zonas. Aquello fue una inmersión en los otros vieneses, los que no salen en las postales de Viena. Pasé un buen rato bebiendo cerveza mala y oyendo las risas de la concurrencia, fuera del refinamiento de los cafés del centro, la radio puesta, la tele solo en imagen y la atmósfera turbia de un ambiente que no veía desde hace mucho tiempo en un bar. Luego mis ropas olían a tabaco, algo que no recordaba.
Viena es una ciudad con fondo psicoanalítico, dividida entre su pasado imperial, su soberbia congénita, su pasado nacionalsocialista, y las tendencias que pugnan por abrirse y salir de ese contexto conservador y supremacista, como cualquier sociedad moderna. Yo me terminé sintiendo a gusto, especialmente leyendo simultáneamente al cáustico y ácido Thomas Bernhard que no creo que sea muy apreciado por los austriacos y sus sueños imperiales.