“La mayoría de las personas de una cierta edad probablemente lo notaron al sumarse a su primera organización. Facebook animaba a sus usuarios a que les «gustaran» las cosas y, como es la plataforma donde se presentaron por primera vez en la web social, su impulso fue el de seguir el dictado de Facebook y ofrecer un retrato idealizado de su persona, de un ser más agradable, amistoso, más aburrido. Fue entonces cuando nacieron la pareja de gemelos «gustar» e «identificarse», que, juntos, comenzaron a reducirnos a todos, en última instancia, a una naranja mecánica castrada, esclavizados por una nueva versión corporativa del statu quo. Para ser aceptados teníamos que acatar un código moral optimista conforme al cual todo tenía que gustar y debía respetarse la voz de todo el mundo y cualquiera que sostuviera opiniones negativas o impopulares que no se considerasen inclusivas—en otras palabras, un simple «no me gusta»—sería expulsado de la conversación y avergonzado sin piedad. A menudo se arrojaban dosis absurdas de invectivas contra el supuesto trol, hasta el extremo de que, en comparación, la «ofensa», «transgresión», «burla insensible» o «idea» original parecía insignificante. En la nueva era digital del Postimperio estamos acostumbrados a puntuar programas de televisión, restaurantes, videojuegos, libros, incluso médicos, y mayoritariamente hacemos valoraciones positivas porque nadie quiere parecer un hater. E incluso aunque no lo seas, es el calificativo que te colgarán si te apartas del rebaño.”
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