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lunes, 16 de septiembre de 2019

Vivir en el presente


La transformación es el estado continuo de la vida. Nada permanece, todo está en continuo estado de cambio y fluencia. Nada está fijo, y cuando algo parece que lo está, es que algo falla. Hay personas que se enorgullecen de ser idénticas a los cuarenta y tantos años a cómo eran a los dieciséis. Probablemente lo serán en su perspectiva cuando tengan sesenta, lo que es una evidencia de un enorme fracaso o una ridícula confusión. No se puede vivir sin transformarnos, cada instante, cada día, cada año, cada época. Sin embargo, hay a veces adolescentes o adulescentes que escriben en sus dedicatorias “no cambies nunca” como anhelo de búsqueda de la permanencia en la personalidad de un amigo. Querríamos que las cosas siguieran siendo iguales a una cierta etapa dorada de nuestra vida, y nos duele que no sea así. La vida y sus etapas son palmarias en este sentido. De niño a hombre, de hombre a anciano, de anciano a la nada… Pero este cambio trágico que se da en nuestras vidas es invisible a nuestra mirada, no lo percibimos de lo acostumbrado que estamos a vernos cada día en el espejo en el que van apareciendo pequeños cambios que se hacen evidentes al cabo de un tiempo en que no habíamos reparado en ellos. La transformación produce dolor, no es fácil asistir a esta deriva sin sentirnos acongojados, inquietos, angustiados… No hay nada fijo. Cambia nuestro físico pero también cambian nuestras ideas, nuestro modo de ver el mundo, de estar en él, de sentirnos, de contemplarnos, de contemplar a los demás, sean nuestros hijos o nuestra pareja o nuestros amigos… Todos estamos en cambio incesante. Es difícil asirse a algo que nos dé estabilidad. El gran problema de la vida es asumir los cambios propios y el de las personas que tenemos cerca… pero también asumir los cambios sociales, políticos, tecnológicos, filosóficos, ideológicos… Uno envejece cuando ya no es capaz de adaptarse a esta transformación existencial, histórica y social del universo, que late, se expande y se transforma segundo a segundo.

De ahí la extensión de los pensamientos que intentan vivir el presente en su íntimo latir en cada instante, como único y esencial, una especie de “metafísica del presente” para evitar la angustia del pasado o del futuro.  Ya que no podemos aferrarnos a nada firme, se plantea fluir con la vida, vivir el aquí y el ahora como fundamento existencial. Es el tema del budismo y ciertas religiones, además de la degradada autoayuda. Como si eso fuera posible solo con desearlo, como si pudiéramos aferrarnos decididamente a ese instante preciso y precioso del presente en su proceso de transformación. Pienso que nuestro modo de vida de hombres en la historia no está preparado para ello. Es una ficción pensar que podemos vivir de modo permanente en el presente. Estoy seguro de que el uso de drogas, el mismo alcohol, tienen como eje la angustia de esa transformación incesante y el anhelo de detener el tiempo y tal vez estas sustancias proveen a sus usuarios de una cierta ilusión de que eso es posible en una suerte de iluminación interior. No es el vicio lo que impulsa a los seres humanos a la drogadicción, no, es el afán de fijarnos ilusoriamente en el presente inmanente. Pero solo es un sueño porque “no somos capaces de presente, ni como pensantes ni como vivientes, ni en el sentido de que estuviéramos completamente en el ser, ni en el de que el ser estuviera completamente en nosotros. La presencia plena no representa por ahora una opción real para seres mortales”, según escribe Peter Sloterdijk en su libro ¿Qué sucedió en el siglo XX? La obra magna de Heidegger es Ser y Tiempo, una obra de enorme complejidad en que se anuda inexorablemente al Ser con el Tiempo, somos tiempo, esa es nuestra íntima entraña. Esa es nuestra dimensión trágica y que puede ser contemplada también con una mueca irónica y suscitarnos por lo absurdo que es todo, una enorme carcajada. La máscara de la comedia y de la tragedia son las dos caras del ser. Solo hace falta un pequeño cambio de perspectiva para convertir lo esencialmente trágico en demoledoramente cómico. No somos inmanentes, solo somos seres que juegan a creerse serios cuando no lo somos en absoluto. Toda la historia del arte y de la cultura tiene como eje esta constatación, la del cambio incesante y el sentimiento concomitante de que es ilusorio cualquier intento de trascendencia, así que en tal caso, lo único que queda es la risa. Afortunados los que ríen porque de ellos será el reino del presente… 



lunes, 11 de febrero de 2019

¿Acaso modernidad rima con soledad?



Recientemente, un blog amigo realizó una reflexión sobre algunas figuras significativas en la delimitación de un racismo teórico que planteaba que las razas eran esencialmente desiguales y que había algunas, las arias, superiores a otras, y estas, lo eran respecto a otras para llegar a las razas más inferiores que serían los primitivos, los aborígenes, los africanos que habrían nacido para ser dominados y esclavizados. 

Hoy nadie se atreve a hacer una manifestación de tal calibre y ya intelectualmente no se alude a la raza como un concepto que divida a los seres humanos en superiores o inferiores. Los resultados del racismo científico fueron tan aberrantes y criminales que quedó totalmente desprestigiado, así que no vamos a darle mayor relieve. 

No obstante, actualmente no hablamos de razas pero sí de culturas. El mundo está compuesto de culturas diferentes en sus manifestaciones materiales e inmateriales. El término “cultura” nos parece mucho más aceptable porque no hace alusión a características físicas mensurables (color, forma del cráneo, nariz, estatura, conformación ósea…). La diferenciación cultural es mucho menos agresiva y más acorde con nuestro modo de ver el mundo. Hay culturas distintas con aportaciones distintas todas igualmente valiosas. Esta es la fundamentación oficial. Pero, saliéndome del guion políticamente correcto, comenté a mi amigo que por qué había culturas propias de países ricos y otras propias de países subdesarrollados. ¿Por qué Haití es el país más pobre de América? ¿Por qué la América Latina padece problemas de desarrollo endémico y corrupción que no tienen otros países de América del Norte que son un polo de riqueza hacia el que muchísimos quieren emigrar? ¿Por qué los países africanos están entre los más pobres del mundo? ¿Por qué los países asiáticos como Japón, Corea del Sur, Singapur, China están en las escalas de desarrollo más destacadas de nuestro tiempo? ¿Por qué sus índices educativos son de los más altos del mundo? ¿Por qué los países de Escandinavia figuran entre los más desarrollados, socialmente progresistas –a pesar de ser monarquías, excepto Islandia- y con mayor nivel de satisfacción política colectiva y menor corrupción? ¿Por qué los países mediterráneos tenemos colgado el calificativo de poco confiables respecto a nuestros socios de la Unión Europea? ¿Por qué el mundo islámico se caracteriza por su atraso a nivel general y su falta de aportación a la cultura universal a nivel cultural y científico? ¿Por qué los judíos reúnen en su escaso número, las mayores realizaciones intelectuales, artísticas y científicas del mundo? 

Yo planteé estas dudas razonables pero políticamente incorrectas. Ya veo el pelotón de arqueros dispuestos a ajusticiarme. Mi amigo, sinceramente, intentó contestar con sensatez, porque podría haber llegado a la conclusión inadmisible de que hay culturas superiores y culturas inferiores. En el caso de España, curiosamente, siempre nos emulamos con países del norte de Europa y no con otros más al sur. Esto lo hacemos inconscientemente y espontáneamente. Todas las culturas son equivalentes en su valor pero nosotros nos miramos en unas y no en otras. ¿Por qué? ¿Por qué tomamos a Finlandia como referencia en el terreno educativo y no a Nigeria cuyos logros pueden ser ciertamente interesantes si los conociéramos? ¿Por qué nos comparamos con los salarios de Alemania, Francia, Holanda, Suiza o Dinamarca, por poner un ejemplo? ¿Es una especie de racismo involuntario, es una suerte de creencia subliminal de que hay culturas y países más confiables, mejores y más desarrollados? ¿Por qué son los que marcan los modelos de nuestro país y no los del norte de África por ejemplo? ¿O los del este de Europa por no salirnos del ámbito europeo? ¿Por qué no pensamos en Polonia, Hungría, Bulgaria o Rumanía para compararnos? 

Sé que estoy metiendo la mano en un avispero al que no se puede dar una respuesta sincera y clara, pero quiero alentar una posible interpretación. En el mundo hay culturas –sí, culturas- que se adaptan mejor o peor a la modernidad, modernidad definida históricamente por el desarrollo de los países anglosajones en el siglo XIX y XX y cuyo origen viene determinado por los pensadores ilustrados y el racionalismo que estableció países e ideologías más avanzadas que otras. Así La Enciclopedia francesa censuraba el oscurantismo y la superstición de la cultura española a la que veía como retrógrada y reaccionaria. Francia, Inglaterra, Alemania eran claramente ejemplos de países avanzados y España y otros países lo eran de países reaccionarios, en manos de los curas y de las creencias mágicas. De allí, nuestro intento de modernización con los Borbones en el siglo XVIII. Podíamos haber reivindicado nuestra propia visión de la realidad y de la historia, nuestra y peculiar, pero nos apuntamos al llamado tren del progreso y quisimos ser también modernos. Pues esa modernidad es la que divide esencialmente al mundo. Los países que se adaptan a una mentalidad abierta, emprendedora, dinámica, progresista, económicamente liberal, culturalmente sin tabúes, y que tienen un mayor nivel de moralidad pública (¿protestante?) son los más destacados del mundo en la escala de valores del desarrollo económico. Los que viven en las rémoras de la tradición, del tribalismo político y cultural, los que no piensan en términos de futuro y siguen viviendo en mentalidades del pasado como la religión, las creencias mágicas, los ligámenes familiares, con natalidad desenfrenada, con sistemas que propenden a la corrupción sistémica, o están en terrenos intermedios como los países latinos, europeos pero peculiares culturalmente, no acaban de lanzarse claramente al grupo de cabeza de desarrollo liberal del mundo. 

Sin embargo, vi una película “La teoría sueca del amor” en que se mostraba la sociedad sueca como amputada emocionalmente, solitaria, con vejeces tristes, donde el estado ha sustituido a la familia, en la que muchas veces se muere en el anonimato, y un médico sueco, harto de su modelo individualista de vida, se fue a trabajar a Etiopía que representa un modelo que no tiene nada que ver con el sueco pero cada ser humano está protegido por la familia desde que nace hasta que muere, y en el que nadie está solo nunca. Allí encontró nuestro médico el valor a su profesión y al término solidaridad emocional. Allí se sintió acompañado y querido. 

¿Acaso modernidad rima con soledad?

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