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sábado, 9 de enero de 2021

Los viejos creyentes

 


    Leo estos días de invierno en que el mar y las palmeras se agitan como alacranes ardiendo en su nido, un libro singular, Los viejos creyentes, cuya crónica relata el descubrimiento en 1978 en la taiga soviética de una familia que llevaba desde 1945 aislada del mundo en una región casi inaccesible y a más de 250 kilómetros de cualquier núcleo habitado. Habían vivido una vida en completa soledad y no eran conscientes ni de la evolución de su país ni del mundo. Su nivel de vida era de absoluta autosuficiencia dependiendo de las semillas que tenían, las patatas y lo que la taiga les podía aportar en cuanto a caza o pesca. Carecían de animales domésticos. El invierno duraba de septiembre a mayo con temperaturas de entre -30º y -50º. Su huida de la civilización era motivada por temas religiosos pues eran cristianos que seguían sus ritos sumidos en conflictos del siglo XVII.  Era una familia de cinco miembros, el patriarca y líder, su mujer y tres hijos que sobrevivieron insólitamente en el aislamiento más extremo hasta que los supervivientes fueron encontrados por una expedición geológica en 1978.


    Relato fascinante que nos presenta una historia singular de unos seres, aislados de la civilización y de la historia. Nadie podría unir a esta familia con los hábitos burgueses pues desconocían totalmente el dinero, ni las apetencias del consumo pues no tenían nada más allá de sus semillas –incluso hacían el fuego con eslabón y pedernal-. No eran burgueses, pues. No sabían que el hombre había llegado a la luna ni de los avatares políticos de su país, la patria soviética, de la que huyeron, como he dicho,  por motivos religiosos, a la más profunda Siberia.


    Su historia me ha resultado muy significativa y potente, casi un privilegio fascinante. Vivir totalmente aislados de la civilización, sin noticias, sin conflictos, sin otra motivación que vivir en inviernos terribles en una choza apenas aislada del frío.


    No acabo de concluir este relato que me cautiva. En mi fuero interno busco vivir aislado del mundo, sin leer noticias, sin enterarme de los conflictos de mi país ni de la patria de Trump, caminando por el bosque, leyendo libros de hace décadas o que me aíslan de los parámetros de mi tiempo. Sé que no es posible pero cuando me sumerjo en los minutos de meditación siento esa pulsión de alejarme de la concreción de la realidad política o social que me parece sórdida, triste, abominable. Ahora llueve y hace frío, siento mis dedos helados cuando tecleo. La aventura de esta familia es muy aleccionadora y,  a pesar de su distancia, la siento próxima. No me hubiera gustado estar allí, pero en alguna forma los acompaño.

domingo, 23 de febrero de 2020

Cartas de odio a un monstruo de tinta



El último año en que fui profesor de literatura -¡con qué nostalgia escribo esto!- tuve en bachillerato un grupo de once alumnos a los que recuerdo bien. A la mayoría la literatura les interesaba tanto como a los coyotes las aventuras de los pingüinos en la Antártida, es decir, no mucho. La literatura ha dado sentido a mi vida como lector y como profesor. Esto es una declaración de amor. Pues bien, en aquel grupo de despistados literarios había una alumna con la cabeza medio rapada que era la discreción en persona pero sus ojos durante las explicaciones brillaban. No lo entendía porque sus notas fueron medianas y en alguna evaluación suspendió. El promedio, no obstante, fue suficiente para pasar el curso con un 6.42. Al final, en las clases de preparación de las Pruebas de Acceso a la Universidad desapareció para mi desolación. Echaba en falta aquella mirada que ardía en las clases.


Volví a saber de ella por su perfil en Instagram. Mi exalumna era una mujer con un fuerte espíritu pero devorada por una lucha interior, lo que es lo mismo que decir que tenía un yo conflictivo, sujeto de fuertes tormentas íntimas. De hecho, firmaba sus escritos con el pseudónimo de “Tormenta literaria”. Leyéndola sin opinar –ahora era yo quien se mantenía en la sombra como cuando ella era alumna mía- tuve conciencia de sus desgarradores conflictos íntimos. Escribía poesía militante transgénero y era radicalmente feminista declarándose abiertamente, en conflicto con el contexto en el que se movía, como bisexual. Sus poemas cuando no eran militantes me gustaban, pero no los entendía cuando pugnaban por una identidad sexual que para mí era escasamente significativa, aunque me diera cuenta de que su poesía era pura sangre de su sangre –no sé si de su menstruación o de su torrente sanguíneo-. Andrea eligió Filología Hispánica y ahora está en cuarto curso tras algún hundimiento anímico que le hizo abandonar los estudios un año para recluirse desnortada y sola.

Hay artistas que lo son sin esfuerzo, son serenos y equilibrados, pero hay otros que lo son en medio de dramas internos potentísimos y extraordinariamente perturbadores. Andrea es de estos últimos. Su poesía es puro detritus de su alma convulsa y desafiante que se mueve entre profundas cavernas interiores. Pertenece a la estirpe de los malditos en literatura. No hago una valoración crítica de lo que escribe, solo tengo intuiciones y me interesa más lo no militante que lo abiertamente combativo. La poesía de combate raramente alcanza frutos destacables. Su poesía es turbia, sucia, ácida, violenta, como las aguas oscuras de un drama no resuelto.

Andrea me ha escrito –para mi sorpresa- y me da cuenta de la publicación de su primer libro de poesía, un poemario con nombre abiertamente oscuro, Cartas de odio a un monstruo de tinta. Me lo quería regalar dedicado, pero yo he preferido comprarlo por mi cuenta y que sea luego ella quien me lo firme y dedique en algún momento y así hablar con ella. Probablemente yo tuve algo que ver con su vocación filológica  y su amor por la literatura–algo que me admira y me inquieta dado mi escepticismo al respecto-. Su libro está en Amazon sin ningún problema, firmado por Tormenta literaria.

Muchas veces he fantaseado con la imagen de un exalumno/a novelista, pero ahora he encontrado algo que no me esperaba, una poeta que lucha por encontrar su lugar en el mundo inserta en ese conflicto insoluble del artista con la realidad que le rodea. Y eso no es lo más grave necesariamente porque el drama más hondo es con nosotros mismos. Con ella misma.

lunes, 11 de febrero de 2019

¿Acaso modernidad rima con soledad?



Recientemente, un blog amigo realizó una reflexión sobre algunas figuras significativas en la delimitación de un racismo teórico que planteaba que las razas eran esencialmente desiguales y que había algunas, las arias, superiores a otras, y estas, lo eran respecto a otras para llegar a las razas más inferiores que serían los primitivos, los aborígenes, los africanos que habrían nacido para ser dominados y esclavizados. 

Hoy nadie se atreve a hacer una manifestación de tal calibre y ya intelectualmente no se alude a la raza como un concepto que divida a los seres humanos en superiores o inferiores. Los resultados del racismo científico fueron tan aberrantes y criminales que quedó totalmente desprestigiado, así que no vamos a darle mayor relieve. 

No obstante, actualmente no hablamos de razas pero sí de culturas. El mundo está compuesto de culturas diferentes en sus manifestaciones materiales e inmateriales. El término “cultura” nos parece mucho más aceptable porque no hace alusión a características físicas mensurables (color, forma del cráneo, nariz, estatura, conformación ósea…). La diferenciación cultural es mucho menos agresiva y más acorde con nuestro modo de ver el mundo. Hay culturas distintas con aportaciones distintas todas igualmente valiosas. Esta es la fundamentación oficial. Pero, saliéndome del guion políticamente correcto, comenté a mi amigo que por qué había culturas propias de países ricos y otras propias de países subdesarrollados. ¿Por qué Haití es el país más pobre de América? ¿Por qué la América Latina padece problemas de desarrollo endémico y corrupción que no tienen otros países de América del Norte que son un polo de riqueza hacia el que muchísimos quieren emigrar? ¿Por qué los países africanos están entre los más pobres del mundo? ¿Por qué los países asiáticos como Japón, Corea del Sur, Singapur, China están en las escalas de desarrollo más destacadas de nuestro tiempo? ¿Por qué sus índices educativos son de los más altos del mundo? ¿Por qué los países de Escandinavia figuran entre los más desarrollados, socialmente progresistas –a pesar de ser monarquías, excepto Islandia- y con mayor nivel de satisfacción política colectiva y menor corrupción? ¿Por qué los países mediterráneos tenemos colgado el calificativo de poco confiables respecto a nuestros socios de la Unión Europea? ¿Por qué el mundo islámico se caracteriza por su atraso a nivel general y su falta de aportación a la cultura universal a nivel cultural y científico? ¿Por qué los judíos reúnen en su escaso número, las mayores realizaciones intelectuales, artísticas y científicas del mundo? 

Yo planteé estas dudas razonables pero políticamente incorrectas. Ya veo el pelotón de arqueros dispuestos a ajusticiarme. Mi amigo, sinceramente, intentó contestar con sensatez, porque podría haber llegado a la conclusión inadmisible de que hay culturas superiores y culturas inferiores. En el caso de España, curiosamente, siempre nos emulamos con países del norte de Europa y no con otros más al sur. Esto lo hacemos inconscientemente y espontáneamente. Todas las culturas son equivalentes en su valor pero nosotros nos miramos en unas y no en otras. ¿Por qué? ¿Por qué tomamos a Finlandia como referencia en el terreno educativo y no a Nigeria cuyos logros pueden ser ciertamente interesantes si los conociéramos? ¿Por qué nos comparamos con los salarios de Alemania, Francia, Holanda, Suiza o Dinamarca, por poner un ejemplo? ¿Es una especie de racismo involuntario, es una suerte de creencia subliminal de que hay culturas y países más confiables, mejores y más desarrollados? ¿Por qué son los que marcan los modelos de nuestro país y no los del norte de África por ejemplo? ¿O los del este de Europa por no salirnos del ámbito europeo? ¿Por qué no pensamos en Polonia, Hungría, Bulgaria o Rumanía para compararnos? 

Sé que estoy metiendo la mano en un avispero al que no se puede dar una respuesta sincera y clara, pero quiero alentar una posible interpretación. En el mundo hay culturas –sí, culturas- que se adaptan mejor o peor a la modernidad, modernidad definida históricamente por el desarrollo de los países anglosajones en el siglo XIX y XX y cuyo origen viene determinado por los pensadores ilustrados y el racionalismo que estableció países e ideologías más avanzadas que otras. Así La Enciclopedia francesa censuraba el oscurantismo y la superstición de la cultura española a la que veía como retrógrada y reaccionaria. Francia, Inglaterra, Alemania eran claramente ejemplos de países avanzados y España y otros países lo eran de países reaccionarios, en manos de los curas y de las creencias mágicas. De allí, nuestro intento de modernización con los Borbones en el siglo XVIII. Podíamos haber reivindicado nuestra propia visión de la realidad y de la historia, nuestra y peculiar, pero nos apuntamos al llamado tren del progreso y quisimos ser también modernos. Pues esa modernidad es la que divide esencialmente al mundo. Los países que se adaptan a una mentalidad abierta, emprendedora, dinámica, progresista, económicamente liberal, culturalmente sin tabúes, y que tienen un mayor nivel de moralidad pública (¿protestante?) son los más destacados del mundo en la escala de valores del desarrollo económico. Los que viven en las rémoras de la tradición, del tribalismo político y cultural, los que no piensan en términos de futuro y siguen viviendo en mentalidades del pasado como la religión, las creencias mágicas, los ligámenes familiares, con natalidad desenfrenada, con sistemas que propenden a la corrupción sistémica, o están en terrenos intermedios como los países latinos, europeos pero peculiares culturalmente, no acaban de lanzarse claramente al grupo de cabeza de desarrollo liberal del mundo. 

Sin embargo, vi una película “La teoría sueca del amor” en que se mostraba la sociedad sueca como amputada emocionalmente, solitaria, con vejeces tristes, donde el estado ha sustituido a la familia, en la que muchas veces se muere en el anonimato, y un médico sueco, harto de su modelo individualista de vida, se fue a trabajar a Etiopía que representa un modelo que no tiene nada que ver con el sueco pero cada ser humano está protegido por la familia desde que nace hasta que muere, y en el que nadie está solo nunca. Allí encontró nuestro médico el valor a su profesión y al término solidaridad emocional. Allí se sintió acompañado y querido. 

¿Acaso modernidad rima con soledad?

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