Leo estos días de invierno en que
el mar y las palmeras se agitan como alacranes ardiendo en su nido, un libro
singular, Los viejos creyentes, cuya
crónica relata el descubrimiento en 1978 en la taiga soviética de una familia
que llevaba desde 1945 aislada del mundo en una región casi inaccesible y a más
de 250 kilómetros de cualquier núcleo habitado. Habían vivido una vida en completa
soledad y no eran conscientes ni de la evolución de su país ni del mundo. Su
nivel de vida era de absoluta autosuficiencia dependiendo de las semillas que
tenían, las patatas y lo que la taiga les podía aportar en cuanto a caza o
pesca. Carecían de animales domésticos. El invierno duraba de septiembre a mayo
con temperaturas de entre -30º y -50º. Su huida de la civilización era motivada
por temas religiosos pues eran cristianos que seguían sus ritos sumidos en conflictos
del siglo XVII. Era una familia de cinco miembros, el patriarca y líder, su mujer y tres hijos que
sobrevivieron insólitamente en el aislamiento más extremo hasta que los
supervivientes fueron encontrados por una expedición geológica en 1978.
Relato fascinante que nos
presenta una historia singular de unos seres, aislados de la civilización y de
la historia. Nadie podría unir a esta familia con los hábitos burgueses pues
desconocían totalmente el dinero, ni las apetencias del consumo pues no tenían
nada más allá de sus semillas –incluso hacían el fuego con eslabón y pedernal-.
No eran burgueses, pues. No sabían que el hombre había llegado a la luna ni de
los avatares políticos de su país, la patria soviética, de la que huyeron, como
he dicho, por motivos religiosos, a la
más profunda Siberia.
Su historia me ha resultado muy
significativa y potente, casi un privilegio fascinante. Vivir totalmente aislados
de la civilización, sin noticias, sin conflictos, sin otra motivación que vivir
en inviernos terribles en una choza apenas aislada del frío.
No acabo de concluir este relato
que me cautiva. En mi fuero interno busco vivir aislado del mundo, sin leer
noticias, sin enterarme de los conflictos de mi país ni de la patria de Trump,
caminando por el bosque, leyendo libros de hace décadas o que me aíslan de los
parámetros de mi tiempo. Sé que no es posible pero cuando me sumerjo en los
minutos de meditación siento esa pulsión de alejarme de la concreción de la
realidad política o social que me parece sórdida, triste, abominable. Ahora
llueve y hace frío, siento mis dedos helados cuando tecleo. La aventura de esta
familia es muy aleccionadora y, a pesar
de su distancia, la siento próxima. No me hubiera gustado estar allí,
pero en alguna forma los acompaño.