Philip K. Dick
La idea ampliamente difundida –y no carente de fundamento- de que se debe leer por placer, para pasárselo bien y disfrutar, en algún sentido me resulta sospechosa e inexacta a la hora de enfrentarse a muchas obras literarias de cierto nivel. No se lee solo por disfrutar, el libro no es una máquina de producir placer primario –directo y simple-; en muchas ocasiones el placer es secundario y fruto del esfuerzo y la constancia que te lleva a entrar en una historia, o en un mundo, o en un modo de concebir las cosas que no es necesariamente sencillo. Hay libros con los que se trenza una lucha denodada para penetrar en su sentido, y solo, tras perseverar en ellos se logra desentrañar claves que no son accesibles en un nivel elemental. La idea de luchar con un texto es imprescindible y lógica si queremos acercarnos a la buena literatura.
Por eso, todos esos relatos que se venden como apasionantes y fascinantes, que se leen de un tirón por lo absorbentes que son por sus historias llenas de sentimiento y emoción, pienso que son objeto de fórmulas narrativas que pretenden captar al lector de un modo muchas veces tramposo. No digo que no sean hábiles historias, bien dosificadas, y plenas de avatares sorprendentes en los que hay sensacionales giros de guion que terminan por llevar al lector al asombro. Son libros que se leen como el agua y a los que uno se adhiere emocionalmente de principio a final. Están bien diseñados comercialmente para satisfacer el gusto de buenas masas de lectores. Son las novelas que triunfan en el mundo editorial, dentro de un país en que se lee no lo suficiente –soy prudente porque más bien se lee poco, muy poco-. Está bien que existan estos libros, son los que atraen a la mayor parte de los lectores.
En el mundo educativo las editoriales publican libros trepidantes para adolescentes, y así captarlos para la lectura. Son libros que pretenden arrastrar por su dinamismo, su nivel de juego, los temas cercanos a los alumnos y su actualidad. Parece que no hay opción al respecto. Venerados profesores de secundaria recomiendan lecturas sencillas para así atraer a los lectores a otros niveles más complejos, pero esto, a mi juicio, no es así. Vivimos un tiempo de fórmulas esquemáticas, de fast food en todos los sentidos. Las ideas complejas asustan y amedrentan, y de este modo no creo que funcione el sistema de alimentar a los adolescentes de mala literatura, de antiliteratura, para luego, más adelante, que lleguen a Shakespeare. Esto no funciona así. Los libros primarios y sencillos no crean lectores complejos, además en una sociedad que rechaza esa complejidad como la peor de las condenas. No sé cuál es la vía para crear buenos lectores. En cierta manera, pienso que es una guerra perdida. El contexto no ayuda por muchas razones. El buen lector es una rara avis. En el mundo de los blogs hay excelentes que hablan de buena literatura por parte de lectores con gusto y sentido de la profundidad. En mi blogroll hay bastantes de estos, pero es una falsa impresión. La sociedad no es así. Se esgrime como argumento principal para no leer la falta de tiempo. He vivido en el mundo de los profesores varias décadas y advertí que la mayoría, incluso por parte de profesores de lengua y literatura, no eran lectores. No había tiempo. Quizás en verano –decían-. Ser buen lector es una actividad que requiere de disciplina y no dejarse atrapar siempre por el nivel primario de los libros. No significa que el disfrutar surja de modo sencillo porque nos enfrentamos a la plurisignificación y a ideas elaboradas, muy elaboradas. La buena literatura no es sencilla, requiere de tesón y una abierta aceptación del desafío.
Yo viví un tiempo en que a los adolescentes les gustaba leer buena literatura, de gran complejidad. Yo utilizaba la literatura como un arma para fomentar su rebeldía juvenil y ellos entraban en el juego. Pero eso pasó y cuando lo cuento es difícil de creer en un momento como el de nuestra época, líquida y banal, esencialmente epidérmica. Solo los salvajes siguen enamorados de la buena literatura.