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jueves, 3 de septiembre de 2020

Los españoles y el poder



Se afirma con frecuencia que los ciudadanos –en concreto los españoles- son sumisos ante el poder como los peces que nadan a favor de la corriente. “No hay pan para tanto rebaño”, escriben los anarquistas en las paredes calificando a la masa social que es para ellos dócil y manipulable por el poder. Se presupone que hay una minoría concienciada frente a una mayoría amorfa y preocupada solo de tomar birras y pescadito frito. ¿Son así los españoles? Yo no tengo exactamente esta concepción, sobre todo porque frecuento los bares y oigo las conversaciones de la gente tomando cañas, especialmente si son hombres. Creo más bien que no hay español que no tenga su propia concepción crítica acerca del poder, no hay español que no tenga claro que el gobierno, sea cual sea, es inepto y chapucero, que no está a la altura, que no gobierna con visión de futuro. Especialmente en estos últimos meses con la pandemia no hay ciudadano que no posea una gran lista de agravios, fallos o meteduras de pata del gobierno, desde el parroquiano que se jama unos boquerones fritos, al que se come una ración de pulpo presuntamente gallego. No hay sociedad más anarquista y sospechosa del poder que la nuestra. Odiamos a los gobernantes y creemos tener las claves críticas para poder enjuiciar la situación por compleja que sea. Sea la forma de estado o las formas particulares de gobierno ninguna nos satisface, nos definimos por ser anti lo que sea. Criticaremos acremente cualquier gesto del poder político o financiero. 


Durante la república, España tenía el movimiento anarquista más potente del mundo. La CNT y la FAI contaban con tres millones de afiliados. No existía equivalente en occidente de una influencia ácrata parecida. Pienso que este poso anarquista es consustancial al pueblo español en sus posiciones más extremas. Puede que en realidad no hagamos nada, pero nuestras palabras son ácidas y disolventes respecto a las jerarquías. Franco era también un anarquista, pero de derechas que comprendió bien la idiosincrasia del pueblo español al que le sientan bien los palos para ponerlo firme. Fue el mediocre más exitoso de la historia moderna porque entendió bien a los españoles. De ahí en adelante, todos los que nos gobernaron son igualmente mediocres, pensemos en el fullero Suárez, en el socio de los magnates sudamericanos, González, en el sórdido Aznar, en el especialista en política del espectáculo Zapatero, en el Tancredo de Rajoy, en el inepto Sánchez. El poder nos repele, desde A hasta B. Odiamos la política, aunque de vez en cuando algún movimiento nos seduce ocasionalmente y nos hacemos fans de alguien o de algo, pero dura poco tiempo. 


En el siglo XVII, había una figura que representa bien a los españoles, los arbitristas. Todo español era un arbitrista que consideraba el naufragio y fracaso de España y tenía su propia teoría política para resolver en dos plumazos los problemas del estado. Pienso en esto mismo cuando considero la cantidad de perspectivas que hay ante el tema de la pandemia, todas críticas con el poder. No, los españoles no somos dóciles y sumisos. No hay pueblo más insumiso que el español, pueblo más anarquista que el español, pueblo que no cuente en su haber con la mayor cantidad de teóricos y especialistas en todo. De ahí nuestra frescura para los chistes negros y a la vez de nuestra incapacidad para el esfuerzo colectivo, salvo en las representaciones políticas regionales que despiertan tantas adhesiones como las de nuestras vírgenes y nuestra comida, la mejor del mundo, de eso estamos convencidos. Más allá de eso, no creemos en nada. Nadie nos representa y nos sentimos frente al mundo exterior simultáneamente altivos y a la vez terriblemente acomplejados y pesimistas.  

sábado, 7 de marzo de 2020

La amargura como motor existencial.



No sé bien qué es la amargura, pero pienso que es un sentimiento que vertebra la humanidad. La amargura es fundamentalmente dolor o resentimiento por lo que pudiera haber sido y no es, como si el universo, la vida, se hubieran confabulado para desahuciarnos de la felicidad.  De nuestras expectativas, de nuestros horizontes.  El talento mueve el mundo, una décima parte de la humanidad es la que transforma nuestras condiciones de vida, quienes tienen la inteligencia para crear algo nuevo.  La inmensa mayor parte de la humanidad es solo acompañante de los verdaderos motores del cambio universales que provienen del talento. Pero el talento lo poseen solo algunos pocos. Muy pocos. ¿Cómo no rebelarse contra la arbitrariedad del talento? ¿Cómo no rebelarse contra la injusta distribución de los dones? ¿De la riqueza? ¿De la suerte? ¿Del azar?

De ahí proviene esencialmente la amargura. Un sentimiento de injusticia de lo que uno ha recibido y de lo que podría haber sido en otra distribución del azar, porque en definitiva lo que depende de nosotros es bien poco.  Somos genética, ambiente social, fortuna económica, carácter, salud, evolución azarosa y, sobre todo, incertidumbre.

Hay quien sospecha que estamos hechos ya en el momento de nacer, y que, en cierta manera, vivimos determinados por nuestros condicionamientos que escapan a nuestra capacidad de decidir. Estamos así abocados a la suerte o a la desgracia, a la felicidad o al infortunio. 

La amargura surge de una falta de sintonía entre la realidad y las expectativas. Para ser feliz hay que vivir acorde con el destino aunque sea radicalmente injusto. La necedad es un paliativo. Pero no siempre es capaz de ocultar la realidad.

Sin embargo, ha habido grandes hombres -de esos que recordamos- que han terminado poseídos por la amargura. 

Sí, sin duda la amargura es una condición existencial que es más común de lo que parece. Lleva al suicidio, al dolor, a la tristeza, no sé bien pero no la condenaría solo como un fracaso. Es profundamente humana. 

sábado, 22 de febrero de 2020

Curiosidad, mucha curiosidad



Desde que yo recuerdo me veo en perspectiva pesimista, es lo que me sale de dentro, es como una forma de estar en el mundo alejada de la insensatez del optimismo que tanto se ha impuesto en nuestra cultura contemporánea, especialmente en el terreno de las ideas y del marketing. Hay, sin ir más lejos, una colección de agendas, en colores vistosos y tipografía llamativa, con frases positivas sobre que este es el viaje más maravilloso, de que cada día es un gran día, de que el camino es luminoso. Cuando veo a alguna de mis hijas con una agenda de estas, regalada por sus padrinos, me digo que no hay muchas ideas interesantes que provengan de mentes optimistas, que vean la vida como un sendero de luz que solo tenemos que encender para iluminar nuestro camino. El pesimismo reclama sus derechos y también habrían de comercializarse agendas menos reconfortantes. 

Pero la gracia no está en ser un personaje amargado y negativista que lo ve todo negro, eso tampoco me atrae. Cualquier sistema de pensamiento organizado lleno de dogmas y conceptos me repele. No soporto a los ideólogos negativistas que crean un corpus horrísono sobre la vida, como tampoco a los bobos positivistas que se encandilan con lo bonita que es. Miro mejor las cosas desde el escepticismo, partiendo de una conciencia oscura de nuestra propia vida. La vida es nefasta, de eso no me cabe duda. Hay muchos más momentos de displacer que de placer. Prácticamente nadie repetiría su vida de nuevo. Los momentos malos se nos quedan grabados especialmente, son la mayoría. Claro que hay personas que genéticamente están orientadas a la alegría. No tienen ningún mérito, es algo que no han elegido, pero tampoco volverían a repetir su vida del mismo modo que la han vivido.

Hay un pensamiento que siempre me ha intrigado: que a cada momento de placer le corresponde uno de dolor, que la vida es un equilibro de momentos buenos y momentos amargos. Y había una antigua superstición de evitar la felicidad para no atraer la infelicidad.

La lucidez es, además,  dolorosa, como cualquier avance en el propio pensamiento. las personas más lúcidas son más conscientes de los abismos en que nos encontramos. Las simas de la existencia. Lo mejor es no ser demasiado consciente, a los simples le son dados momentos de dicha que los más profundos no tienen. El conocimiento aporta dolor. Un buen libro al respecto es El árbol de la ciencia de Pío Baroja. 

Pero queda otra postura que me atrae: considerar filosóficamente el desastre que es la vida mediante el escepticismo que conduce a la serenidad. Mirar conscientes la realidad profunda de las cosas y ser capaces de hacerlo irónicamente, distanciados, hasta divertidos, viéndonos tan perdidos en una vida abocada al fracaso, que presentándosenos abiertamente, nos produce un ataque de risa que no podemos contener.  

Deploro el progreso y a los progresistas, la historia no avanza necesariamente hacia una mayor felicidad y consciencia. En el tiempo de mi niñez yo sentía que la gente era mucho más solidaria, los vecinos se apoyaban entre sí con una naturalidad que hoy desconocemos sino en los pueblos más pequeños –aun llenos de odios ancestrales-. Hay muchos valores del pasado que se han perdido. Hay quien piensa que cada vez somos más zafios y estúpidos, menos inteligentes por más tecnológicos que seamos.  La cultura contemporánea, difundida  por redes sociales, es una caricatura de lo que fue, por ejemplo,  el conocimiento en la Grecia clásica o el pensamiento latino. Marco Aurelio, el emperador menos emperador de todos, nos sigue iluminando. Han pasado muchos siglos desde él pero sus pensamientos son mucho más profundos que todo lo que vemos hoy día en un tiempo de superficialidad demente. Nuestro tiempo es pródigo en posibilidades pero esencialmente banal. Descreo en el mito del progreso, la humanidad es una estirpe proscrita que avanza hacia su disolución y tal vez su autodestrucción. Me gustaría tener la ironía necesaria para escribir esto con una divertida sonrisa. El ser humano produce risa además de compasión. Sin embargo, este pesimista que soy no deja de considerar la belleza de los amaneceres… y la buena literatura y el arte en general, así que cada día puede ser abordado con curiosidad, mucha curiosidad por ver cómo sigue la historia. 

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