Se afirma con frecuencia que los ciudadanos –en concreto los españoles- son sumisos ante el poder como los peces que nadan a favor de la corriente. “No hay pan para tanto rebaño”, escriben los anarquistas en las paredes calificando a la masa social que es para ellos dócil y manipulable por el poder. Se presupone que hay una minoría concienciada frente a una mayoría amorfa y preocupada solo de tomar birras y pescadito frito. ¿Son así los españoles? Yo no tengo exactamente esta concepción, sobre todo porque frecuento los bares y oigo las conversaciones de la gente tomando cañas, especialmente si son hombres. Creo más bien que no hay español que no tenga su propia concepción crítica acerca del poder, no hay español que no tenga claro que el gobierno, sea cual sea, es inepto y chapucero, que no está a la altura, que no gobierna con visión de futuro. Especialmente en estos últimos meses con la pandemia no hay ciudadano que no posea una gran lista de agravios, fallos o meteduras de pata del gobierno, desde el parroquiano que se jama unos boquerones fritos, al que se come una ración de pulpo presuntamente gallego. No hay sociedad más anarquista y sospechosa del poder que la nuestra. Odiamos a los gobernantes y creemos tener las claves críticas para poder enjuiciar la situación por compleja que sea. Sea la forma de estado o las formas particulares de gobierno ninguna nos satisface, nos definimos por ser anti lo que sea. Criticaremos acremente cualquier gesto del poder político o financiero.
Durante la república, España tenía el movimiento anarquista más potente del mundo. La CNT y la FAI contaban con tres millones de afiliados. No existía equivalente en occidente de una influencia ácrata parecida. Pienso que este poso anarquista es consustancial al pueblo español en sus posiciones más extremas. Puede que en realidad no hagamos nada, pero nuestras palabras son ácidas y disolventes respecto a las jerarquías. Franco era también un anarquista, pero de derechas que comprendió bien la idiosincrasia del pueblo español al que le sientan bien los palos para ponerlo firme. Fue el mediocre más exitoso de la historia moderna porque entendió bien a los españoles. De ahí en adelante, todos los que nos gobernaron son igualmente mediocres, pensemos en el fullero Suárez, en el socio de los magnates sudamericanos, González, en el sórdido Aznar, en el especialista en política del espectáculo Zapatero, en el Tancredo de Rajoy, en el inepto Sánchez. El poder nos repele, desde A hasta B. Odiamos la política, aunque de vez en cuando algún movimiento nos seduce ocasionalmente y nos hacemos fans de alguien o de algo, pero dura poco tiempo.
En el siglo XVII, había una figura que representa bien a los españoles, los arbitristas. Todo español era un arbitrista que consideraba el naufragio y fracaso de España y tenía su propia teoría política para resolver en dos plumazos los problemas del estado. Pienso en esto mismo cuando considero la cantidad de perspectivas que hay ante el tema de la pandemia, todas críticas con el poder. No, los españoles no somos dóciles y sumisos. No hay pueblo más insumiso que el español, pueblo más anarquista que el español, pueblo que no cuente en su haber con la mayor cantidad de teóricos y especialistas en todo. De ahí nuestra frescura para los chistes negros y a la vez de nuestra incapacidad para el esfuerzo colectivo, salvo en las representaciones políticas regionales que despiertan tantas adhesiones como las de nuestras vírgenes y nuestra comida, la mejor del mundo, de eso estamos convencidos. Más allá de eso, no creemos en nada. Nadie nos representa y nos sentimos frente al mundo exterior simultáneamente altivos y a la vez terriblemente acomplejados y pesimistas.