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miércoles, 19 de febrero de 2020

Cioran, el humorista intrascendente.



Los que habéis seguido la publicación de algunos pensamientos de Cioran, habréis podido observar, aunque muy parcialmente, la ruptura de la lógica común y un sistema contracorriente que al lector le ha dejado totalmente conmocionado. Del inconveniente de haber nacido es un libro que se expresa a base de aforismos o reflexiones complejas acerca del sentimiento de la vida absolutamente pesimista del autor. La mayor catástrofe es haber nacido, de ahí viene nuestra caída en un mundo en que el dolor no cesa de afligirnos, y cuando intentamos comprender el sentido que tiene esto, limitado absolutamente por la muerte, advertimos que no lo tiene. Es inútil buscar un sentido a la vida, este es el descubrimiento cenital que el ser humano adquiere para su desesperación si ansiaba encontrar alguno. El dios cristiano vino a sustituir trágicamente a los antiguos dioses paganos capaces aún de la ironía. El dios cristiano no tiene sentido del humor y su religión se tiñó de sangre y venganza hecha a medida de hombres que se creían poseídos por la voz de Dios. No hay esperanza en ese Dios, pero en noches de insomnio, Cioran habla con un dios hecho a la medida de su sufrimiento. Se acerca a la visión budista sin identificarse con ella. Tampoco va a seguir a Buda, el Iluminado, pero le atrae la idea del Nirvana y la intuición esencial de que es el deseo la causa de todos nuestros males, incluido el deseo de hallar un sentido a la vida. Solo extinguiendo el deseo puede aparecer una cierta serenidad, pero ¿acaso un ser humano sin deseo puede existir? El yo debe ser trascendido, es absolutamente irreal, y la vida es también ilusoria, pero ¿acaso no es lo único que tenemos, nuestro pobre yo? La extinción del yo, el desvanecimiento del yo, es capital en las religiones orientales pero para Cioran, ese pobre yo, es nuestra única posesión, ese yo que sufre, que padece insomnio –como él sufrió toda su vida-, que envejece, le afligen las enfermedades y le llega la muerte, ese momento esencial en la vida porque volvemos gozosamente a la nada que era antes de nuestro nacimiento. La muerte no es una tragedia, no, es la vuelta al Nirvana en que estábamos antes de la catástrofe de nacer.

El lector ha vivido unos días absolutamente fascinado por el pensamiento coherente y sistemático de Cioran que posee una claridad meridiana. Incluso ha incorporado muchas de sus reflexiones que las entiende próximas. Cuando lo leía, sentía que Cioran hablaba para mí, la sensación era poderosísima. Y entendiéndolo me invadían unas enormes ganas de reírme. Cioran es divertido, es un humorista siniestro, de una inteligencia prodigiosa. Llegó incluso a convencerme de que los cuentistas, los farsantes que son conscientes de su doble juego, están más cerca del conocimiento que los seres humanos hechos de una sola pieza, de que no creer en uno mismo es una suerte porque nos acerca al conocimiento, que una infancia desdichada es un prodigio, frente al aburrimiento de una infancia feliz. Cioran es cálido y cercano. Sus contradicciones, sus dilemas, sus tormentos, los sentimos próximos porque también son los nuestros. Claro que hay mucha gente, la mayoría, que no se preocupa por el sentido de la vida, ignora la muerte, y vive relativamente feliz, si eso es posible porque pocos, muy pocos, estarían dispuestos a repetir su vida con todo lo que ha conllevado. Cuando se llega a la vejez, se ve todo como una construcción irreal que solo se mantiene por la pasión y por el engaño en que vivimos. El engaño es preciso para vivir. La conciencia es dolorosa. La mayoría de seres humanos se mienten a sí mismos y tienen una idea totalmente falsa de lo que son en realidad. Pero hay que vivir. No hay verdad ni con mayúscula ni con minúscula, nuestra actividad pretende llenar de sentido lo que no tiene porque no merece la pena hacer nada, ni levantarse de la cama muchos días, pero nos engañamos y seguimos engañándonos. Este es el juego. Ser un hombre que ha descubierto el juego es terrible y abominable, no descansaremos jamás, porque nos hemos despojado de todas las ilusiones, no queda ni una: ni la vida tiene sentido, ni nosotros lo tenemos, y el propio dios tampoco lo tiene. Vivir con esta lucidez la carencia de significado, si uno es un hombre sensible, lo lleva a sufrir, aunque el pensamiento oriental y los antiguos filósofos anteriores al declive del cristianismo poseen algo de lenitivo y consuelo. No hay salvación. Esta es la salvación, ser consciente de que no la hay. No merecen la pena los gritos porque no hay un Creador que los escuche, pero la oración en momentos de abatimiento nos tienta y nos reclama.

Divertidísimo, créanme, me he reído en estos días más con Cioran que con los más famosos libros humorísticos que vienen recomendados como tales.

lunes, 17 de febrero de 2020

Un cambio gramatical



El otro día escribí en un título de mi post y en el posterior desarrollo del mismo:

La vida es ilusoria pero me gusta. No tengo otra. 

He pensado que este pensamiento no es exacto y cabe corregirlo. Yo diría que:

La vida es ilusoria, no sé si me gusta pero no tengo otra. 

sábado, 28 de septiembre de 2019

Nuestro sagrado estilo de vida



Hace trece años abordé en mi blog el tema del cambio climático. Era profesor y quería llevar a mis alumnos a ver la película Una verdad incómoda basada en la interpretación de Al Gore –expresidente de los Estados Unidos- que nos alertaba dramáticamente sobre las consecuencias ya irreparables de las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera y que iban a producir la transformación de la vida humana en el planeta con los resultados que hoy ya todos conocemos y que no vale la pena volver a enumerar porque lo constatamos diariamente en nuestras propias vidas con el ascenso gradual imparable de la temperatura. No quiero ponerme pesado sobre ello porque es inútil. El que quiera saber puede hacerlo fácilmente buscando en la Wikipedia el término Cambio climático. No voy a insistir.

En 2006 se daba el plazo de diez años para revertir parcialmente los efectos del cambio climático. Han pasado trece y no se ha hecho nada. Los últimos años la jovencísima activista sueca Greta Thunberg se ha convertido en un símbolo mundial entre los jóvenes para luchar contra el cambio climático. Promovió los Viernes por el futuro que se celebran en multitud de países del mundo reuniendo a jóvenes que protestan ante la inacción de los gobiernos de todo el planeta, en especial los de los países más ricos.

Greta Thunberg ha sido objeto por su protagonismo en diferentes cumbres mundiales de feroces ataques por parte de los que la caracterizan como enferma mental y desequilibrada por padecer el síndrome de Asperger. Personalmente, he visto varios vídeos de ella hablando y me he sentido conmocionado por su valor y su desgaste personal al encabezar un movimiento de los jóvenes contra lo que va a suponer el futuro, en el presente siglo.

Mi primera reacción hace trece años fue la rabia ante esta inacción climática de los gobiernos del planeta. Hoy soy consciente de que la clave no está en los gobiernos –aunque sí, claro- sino en nosotros mismos como ciudadanos del mundo. Cada uno de nosotros gastamos recursos de modo inconsciente que contribuyen al calentamiento del planeta. Consumimos demasiada carne, viajamos en avión demasiado, utilizamos el aire acondicionado demasiado, utilizamos demasiado la calefacción innecesariamente, consumimos demasiada tecnología, utilizamos demasiado los vehículos individuales o familiares, reciclamos mal y de modo chapucero, estamos conectados continuamente y eso también hace crecer las emisiones de dióxido de carbono, nuestro modo de estar en el mundo es el consumo, de tecnología, de ropa, de alimentos… Nuestro estilo de vida es la causa esencial de dicho crecimiento, y no estamos dispuestos a cambiarlo. Para hacer algo habría que modificar esencialmente nuestro modo de vida y ya nos hemos acostumbrado a una sociedad que consume y gasta de modo frenético. Como consumidores individuales somos insaciables, nada nos colma. Moda, imágenes, comida, viajes, artefactos tecnológicos, gasto de energía… No hay ningún gobierno que se atreva a decirnos la verdad porque no la aceptaríamos…

Así que en nuestra pasividad y nuestra pasión por el consumo tenemos nuestra falta fundamental, no quiero llamarlo pecado. Admiro a Greta Thunberg y a todos los activistas que luchan por conseguir un decrecimiento global. No quiero ponerme siquiera como ejemplo porque yo también estoy contribuyendo al desastre creciente en nuestro mundo. De hecho, me he rendido hace tiempo tras mi estallido de ira inicial. Rendición y resignación a un mundo que vivirán mis hijas en que se fundirán los polos, aumentará el nivel mundial de los mares, se desertificará el planeta, aumentarán las catástrofes climáticas en forma de inundaciones, ciclones, gotas frías, crecerán las migraciones humanas hacia el norte de modo imparable porque buena parte del planeta se está convirtiendo en inhabitable, se modificarán los ciclos de la naturaleza, desaparecerán especies animales y de toda la biosfera, se extinguirá la vida en los mares, desaparecerán los corales, las selvas tropicales…  

No sigo, todo esto es evidente, pero yo en mi círculo cercano no veo a nadie concienciado a pesar de que tal vez cientos de miles de jóvenes están despiertos y alertas por su futuro, pero es como querer mover una pesada máquina de millones de toneladas y poner a tirar de ella a una pareja de burros. No le veo solución. Solo hay que ver las tonterías que se dirimen en las campañas políticas que eluden totalmente el tema climático, las tonterías y banalidades que centran nuestras pasiones colectivas, nuestra evasión continua en nuestros móviles, las series, todo nuestro inercial y trivial modo de vida. Admiro a estos activistas que luchan contra el cambio climático, a las organizaciones que también lo hacen, a Greta Thunberg la respeto profundamente, pero me temo que no estamos maduros. La humanidad está ciega y solo quiere crecer, moverse rápidamente, consumir –los que pueden, claro-, comer carne… a pesar de que nuestros pequeños actos son la clave de que no puedan cambiar las cosas. Personalmente me siento avergonzado de mí mismo y mi modo de vida, pero es tan difícil cambiar y luchar contra las pulsiones consumistas…



viernes, 15 de febrero de 2019

El llanto inconsolable de Fernando Savater



Fernando Savater ha sido uno de mis iconos intelectuales durante muchos años. Luego ya no, pero lo fue desde que en 1978, a sus 31 años, lo escuché en un colegio mayor jesuita de Zaragoza hablando de Nietzsche en casa de Circe. Desde entonces seguí su trayectoria y leí varios de sus libros que me marcaron como La infancia recuperada en que descubrí que Savater y yo habíamos tenido como anarquista preferido a Guillermo Brown, el genial personaje de Richmal Crompton. Yo también hubiera querido ser miembro de la banda de Los proscritos. Si no lo conocieron cuando eran niños, no se molesten ahora en leerlo. Hay que hacerlo a los trece años cuando yo tuve el privilegio inolvidable de haberlo conocido. 

Para Fernando Savater son días de luto. Su compañera, Sara Torres, murió de un tumor cerebral a los 58 años ahora hace cuatro años. Desde entonces Savater no hace sino llorar cada día, se duerme pensando en ella y se despierta pensando en ella. Era el amor de su vida, su aliciente, su inspiradora, su acicate político e intelectual, su primera lectora. De hecho, Savater reconoce que escribía para que Sara lo leyera. La vida ha dejado de tener sabor para Savater y reconoce que si fuera creyente y pensara que tras la muerte se reencontraría con ella, ya no estaría aquí. Su último libro es uno sobre ella, para que los lectores también nos enamoremos de ella, de esta mujer, diez años más joven que Savater, de origen humildísimo pero que adquirió con esfuerzo una gran cultura. 

Ni siquiera escribir mitiga su dolor que siempre está ahí, lacerante, inconsolable. Savater es el guardián del recuerdo de Sara, y solo vive para recordarla. 

Leer la entrevista que publicó recientemente ABC, con un titular oportunista y malintencionado, me sumió en una gran tristeza. No podía concebir esta suerte de enterramiento en vida, esta orfandad absoluta de un escritor, tan profundo, tan humano, como limitado en su capacidad de renovación intelectual. Esto fue una convicción que me fue invadiendo siguiendo su carrera como escritor. De Savater ya no podíamos esperar grandes hallazgos ni giros intelectuales que nos sorprendieran y nos iluminaran. Hace más de treinta años que Savater –el admirable escritor al que he amado- desapareció del panorama de ideas revulsivas y no hizo sino repetirse –con inmenso valor en el caso del País Vasco en su lucha contra el nacionalismo obligatorio y la vesania criminal de ETA-. Savater reiteraba su discurso cívico-ético, las ideas de responsabilidad, de ciudadanía, totalmente admirables, pero dejó de renovarse, había entrado en un bucle decepcionante, algo que no hizo uno de sus maestros, Cioran –filósofo del nihilismo-. Es curioso que Savater fuera un hombre esencialmente optimista, lleno de vida –imagino que feliz por estar al lado de Sara- y que, perdida esta, se haya sumido en un pesimismo radical pero que no le estimula a ir más allá. Hace más de treinta años, quizá más, que Savater, dejó de tener un pensamiento fresco e inspirador. No puedo entender que un miembro honorario de la banda de los proscritos se rindiera a una cierta y segura comodidad intelectual que no le llevó a cuestionar sus cimientos ideológicos y filosóficos. Chocó con sus límites, como hacemos todos, y nos dejó a nosotros huérfanos de un pensador del que habíamos esperado muchísimo cuando era un filósofo radical nietzscheano y anarquista. Recuerdo que Agustín García Calvo (1926-2012) siguió siendo inspirador durante toda su vida, incluso en sus años de vejez. Savater tiene ahora 71 años y está consumido, a pesar de que le quedarían quince años de madurez intelectual. 

La noticia de su último libro sobre su compañera Sara Torres, me ha producido una tristeza enorme, tal vez porque veo que Savater es un muerto viviente arrastrando su duelo y sin capacidad de salir de él a pesar de ser relativamente joven, pero más todavía porque me muestra la condición muy limitada de un hombre del que esperé mucho. Llegó un momento en que se rindió intelectualmente, o no pudo llegar más allá –esto lo temo más todavía-. Su figura me es enormemente querida pero no deja de abrirme un abismo de amargura porque tal vez en su limitación esté la mía también, salvando las distancias, claro, y de muchos otros porque llega un momento en que la mente deja de asumir riesgos, se reorienta por territorios ya transitados y no puede ir más allá. Tal vez para ir más allá, haya que ser algo o muy malvado, tal vez para ser capaz de renovarte, haya que dejar cosas atrás, ser capaz de olvidar, ser algo oportunista, o radicalmente histriónico. Temo que en la humanidad y limitación de Savater haya mucho de bondad y amor recompensado. Para mí es un fracaso que me duele, la decepción que me produce me lleva a pensar en la mía propia. 

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