De la información a que exponemos a
nuestros alumnos durante un curso ¿cuánta se retiene? ¿Un ochenta por ciento?
¿Un sesenta? ¿Un treinta? ¿Un diez? ¿Un cinco por ciento? ¿Nada? Multipliquemos
la información que damos por ocho o diez materias todas importantísimas. ¿Se
puede procesar toda la información, incluso siendo un alumno ideal que
estudiara seis horas diarias después de las clases? ¿Qué tipo de alumno sería
este? ¿Tendría tiempo para leer, para pensar, para ser, si se dedicara con
ahínco a estudiar sin límite cumpliendo a la perfección con todas las tareas
encomendadas? Pero nuestros alumnos no son así, al menos los míos no lo son.
Reconozco su imperfección para ajustarse al modelo que anhelamos todos los
profesores, como una especie de superhéroe de los docentes pero, a la vez, profundamente insatisfactorio. Lo habitual es que tengamos alumnos con circunstancias
distintas, con procesos mentales que provienen de una evolución intelectiva
peculiar, con mayor o menor memoria, con mayor o menor capacidad comprensiva,
con más o menos interés, con mejor o peor disposición emocional, con problemas
personales o familiares, económicos, anímicos. El resultado es que nuestros
alumnos son imperfectos, no responden a un canon de ningún tipo. Pero lo
fascinante es que son interesantes en su imperfección. Y con esa imperfección,
unida a la nuestra propia, es con la que debemos trabajar.
Estoy convencido de que el profesor que
fui en otro tiempo que quería embutir cada día cien unidades de conocimiento a
ritmo acelerado para cumplir el programa, para satisfacer mi ego y sentirme
exigente, hoy no tiene sentido para mí. He oído hablar del Slow Learning pero hasta ahora no me daba cuenta de que yo lo estoy
practicando al desarrollar la lengua y literatura, no en cantidad de unidades
de conocimiento sino en profundidad. Crecimiento hacia abajo y hacia arriba y
no en número de kilómetros alcanzados por decirlo en alguna manera. No seremos
maratonianos sino alpinistas y espeleólogos. Me gusta esta idea que lleva a
ahondar o escalar. El conocimiento es infinito. Su vastedad inabarcable. Pero
si conseguimos que un porcentaje significativo de jóvenes se enamoren del
conocimiento como mecanismo para comprender sus propias vidas, eso será un hito
irrenunciable. Y esto es lo que me interesa. Quiero que se hagan preguntas,
quiero que vivan experiencias únicas. Quiero que mediante un ritmo pausado,
lento tal vez, utilicen el lenguaje como medio de autoconocimiento. Quiero que
la literatura con mayúscula entre en sus vidas. No busco violentarles, ni
forzarles a aprender. Mi clase más que un gimnasio o una pista de pruebas es un
parque con glorietas, con jardines, con estanques, con fuentes, con rincones,
con bancos para charlar donde se expresa la fuerza de su adolescencia impetuosa
y el profesor es un visionario que mira lejos y hacia dentro. Sabe que no
importa la cantidad sino la hondura y el ritmo es incierto. Cada uno tiene su
ritmo. No puede forzarse algo que es fruto de la evolución individual. Pero hay
que aderezar el proceso con gotitas de magia y un aprendizaje en espiral o tal
vez concéntrico. Los centros de aprendizaje hay que estimularlos. Se aprende
por intuición no por repetir sin saber qué se dice. Hay un momento en que uno
se da cuenta de que las cosas adquieren sentido. Hay un momento en que se unen
el significante y el significado, y ese instante es iluminador. Si no,
recuerden la escena de la película El
milagro de Anna Sullivan. Tras una lucha denodada de la maestra Anna Sullivan con su alumna sorda, muda
y ciega para enseñarle un método de lectura, y cuando todo parecía caminar al
fracaso, Helen Keller une el significante
A-G-U-A al líquido que tiene entre las manos. Pocos momentos hay más
maravillosos que ese para un profesor. Pero para ello debe haber una maduración
que puede ser inducida, pero nunca está garantizada. Anna Sullivan estimula la disciplina de su alumna, perdida en la
condescendencia de su familia. En cierta manera la violenta y hasta le da
alguna sonora bofetada, pero eso no es suficiente. Como bien saben mis alumnos,
taumaturgo es un hombre (o mujer) que hace milagros. Ese milagro del
conocimiento es un proceso inducido, pero no hay marcas que cumplir. Es rápido
o lento. O tal vez no se produce. Pero es rigurosamente individual. Nada hay
que me reconforte más que ver alumnos siguiendo su propio camino, intuyendo que
detrás de sus palabras hay densidad y progresiva hondura. Leo sus textos
intuyendo ese despertar a la conciencia para la que necesitarán las palabras y
la búsqueda de una suerte de armonía consigo mismos. El profesor les ofrece
algo que es fruto de su propio aprendizaje. No les está ofreciendo algo externo
a su vida. Es su propia vida, estilizada, depurada, como en un proceso
alquímico. No se trata de vivir en el exterior del conocimiento sino en su
interior. Es a lo que he llamado como concepto la Ex-fluencia como alternativa a la In-fluencia.
Hay centros de conocimiento que deben ser
subrayados. Como un gong que hiciera vibrar los espíritus, repetida,
rítmicamente. Soy profesor de lengua y literatura. Y hablo de lengua y
literatura, pero como mecanismos fundamentales del ser humano para comprender.
Y comprenderse. De ahí proyectos como el Odradek y la novela que deben escribir
de más de veinte páginas. De ahí la lectura de relatos de Kafka, culminando en La metamorfosis
que hemos empezado a leer hoy. En esa transformación de Gregorio Samsa está expresada la suya propia. La de una
adolescencia, que es una de las etapas más dolorosas de la vida –si no,
recuerden la suya propia-, en que se están transformando en algo que no
comprenden, en una especie de insecto –muchas veces se sienten así- que goza y
sufre alternativamente.
Lentitud, ¡qué bella intuición! Un largo
recorrido se comienza con un paso, y otro, y otro, hasta que adquieren sentido
y ese instante es el que profesor y alumno se miran y se sonríen con
satisfacción compartida.
Pero entonces es la despedida.