La crisis de la conciencia moderna europea
que puso en cuestión las ideologías sociales del pasado y la misma religión –como
creencia en un Dios trascendente, unido a la iglesia como representante del
mismo en la tierra- tuvo dos consecuencias políticas innegables: el socialismo
y el nacionalismo al que se ha conectado con los movimientos románticos del
siglo XIX. El socialismo marxista es una suerte de religión sin Dios que exige
fe profunda y que pone su centro en la idea de pueblo. El nacionalismo toma
también la idea de pueblo y la de destino de la nación. Así todo esto
eclosionará en el enfrentamiento tectónico de la primera guerra mundial que
derrumbará los antiguos imperios internacionales, interclasistas e interétnicos
para dar lugar a naciones emergentes. Así, el nacionalismo es una vertiente que
toma mucho de la religión como fe en la patria, la lengua, el himno, el
destino, el pueblo… Muchas de las confrontaciones más mortíferas han tenido
como eje la fe en el Volk, la patria, el Reich, unión de los iguales para defenderse
de las agresiones…
Para un residente en Cataluña –no creyente
en el nacionalismo imperante- tiene especial interés esta relación del
nacionalismo como expresión de la antigua fe religiosa reconvertida, y así,
observo con atención la vida política de este territorio y admiro la elaborada
dramaturgia de las representaciones nacionalistas que se expresan en actos,
ritos, ceremonias, manifestaciones multitudinarias, emoción ante el himno, y,
sobre todo, una fe y un sentimiento de diferencia esencial cuando enuncian con
una emoción profunda “som una nació”. Ese sentimiento compartido por la “umma”
o comunidad de creyentes sin fisuras es como una gavilla que aunara las
pasiones irredentas de centenares de miles de personas que son capaces de
manifestarse ininterrumpidamente durante años por sus objetivos políticos ante
los que no cabe ninguna duda. No tiene un fundamento racional, es puro
sentimiento religioso que se expresa en actos maravillosamente planificados en
los que centenares de miles de personas visten con el mismo atuendo, ondean
miles y miles de banderas y se apiñan unos junto a otros anhelando el calor del
volk frente a las agresiones del exterior, véase España, que en su imaginación
es una suerte de monstruo maléfico cuya única ocupación es agredir, insultar,
humillar y rebajar a Cataluña, nombre que adquiere una fuerza cósmica expresado
en cada texto docenas y docenas de veces sintiendo que cada vez que se enuncia
es una expresión de gozo, unidad y destino.
Me atraen especialmente las
ceremonias con antorchas en perfecto orden. El fuego es un elemento ancestral
desde la antigüedad. Los romanos tenían a la diosa Vesta cuyo fuego era
alimentado por las vestales, vírgenes, y que lo mantenían encendido sin
apagarse jamás. El fuego es esencial para la cosmovisión nacionalista y de ahí
la fuerza dramática de las formaciones con banderas y antorchas. No son los
primeros en esta combinación pero más vale no mencionar los antecedentes. El
fuego es un símbolo de poder, de alma y unidad. De ahí la flama del Canigó que
se expande por toda Cataluña para encender las hogueras de San Juan
simbolizando la fuerza de la cultura catalana y la unidad de la lengua. Su
relación con el solsticio de verano está clara y entronca con la cultura
mistérica ancestral. De igual modo, la llama que está en el pebetero del fossar
de las moreres en el Borne es inconfundiblemente un símbolo del pueblo
resistiendo unido como encarnación de la Nación catalana.
Las manifestaciones del nacionalismo
tienen una fuerza plástica innegable. Están hechas para mostrar la unidad pero
también para atemorizar. En cada bandera hay inequívocamente un “nosaltres”
frente a los otros, los traidores, los tibios, los botiflers, los colonialistas
a los que se busca amedrentar, como los simios se dan fuertes golpes en el
pecho para marcar su territorio que no debe ser invadido. Cada bandera es un grito
de lucha y unidad frente a lo que está fuera o traidoramente dentro. Un
espectador descreído ve en esta liturgia nacionalista una plasmación de un
inconsciente colectivo falto de fe en sí mismo y que sobreactúa para
convencerse profundamente de su fuerza.
Las playas o plazas llenas de cruces
amarillas fue otra representación que tenía una intención claramente orgullosa
frente a la agresión exterior. Pero el símbolo de la cruz es claramente de raíz
religiosa como toda expresión nacionalista y romántica. A mí, personalmente me
divertía ver centenares de cruces amarillas en las playas más significativas
del litoral catalán. Igual que ver la Cataluña interior, lejos de esa Tabarnia
odiada, universalmente llena de banderas, carteles sobre los mártires y los
considerados presos políticos; cubierta de lazos amarillos, multiplicados por
millares y millares en un ejercicio de redundancia extrema porque no es
suficiente afirmar la verdad una vez sino repetirla billones de veces, y así
hombres y mujeres se pasaban noches enteras cubriendo Cataluña de lazos y
banderas en cada montaña, en cada castillo, en cada rotonda, en cada plaza, en
cada balcón… La reiteración es una regla que subraya esa pulsión que nunca se
fatiga, que nunca se calma, que no cesa…
A mí me admira profundamente porque
soy un escéptico respecto a casi todo. Pertenecer a la “umma” tiene que ser conmovedor,
tiene que dar sentido a la propia vida, de hecho tan pequeña y destinada a la
muerte. Uno es diminuto, pero cuando ve su breve entidad unida a la de centenares
de miles, de millones de seres también necesitados de calor, uno presiente que
hay un hondo sentimiento de trascendencia de claras matrices religiosas. Y si
no, ahí está el obispo de Solsona con sus arengas y sus hojas parroquiales que
concitan la admiración del orbe nacionalista. Pertenecer a la nación significa
no estar solo, esa soledad tan destructiva y amarga. Y esa pertenencia a la
Patria, a un equipo, a una cosmovisión, a un algo que está más allá de lo
racional es algo consolador. Se tiene claro quién se es frente a la turbiedad y
oscuridad de la existencia. El compañero de al lado, que viste igual que tú, ha
venido de otro punto de Cataluña y te hermanas con él en un sentimiento de
cadena, de masa, de pueblo pacífico unido en una fe sin Dios. La llama nos une
y no hay fuerza exterior que lo pueda quebrar…