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jueves, 26 de marzo de 2020

El Quadern Suis de Quim Torra

En estos días de zozobra, hoy he conseguido reírme de lo lindo viendo este vídeo de Lluís Bosch, sacado de su blog "Mil demonios" que es una de las mejores empresas que hay en la red. Sinceramente me he desmochado viendo dos veces seguidas este vídeo a propósito del libro que ha publicado el Honorable Quim Torra para que nos lo descarguemos gratuitamente durante este confinamiento. Joaquim Torra no se merecía menos y el excelente ironista y escritor,  tanto en catalán como en castellano, Lluís Bosch nos ofrece una reseña inolvidable de El Quadern Suis publicado en Ediciones 62. Ahora es gratuito pero en papel serán veinte euracos. 


miércoles, 26 de junio de 2019

El fuego como expresión de un pueblo



La crisis de la conciencia moderna europea que puso en cuestión las ideologías sociales del pasado y la misma religión –como creencia en un Dios trascendente, unido a la iglesia como representante del mismo en la tierra- tuvo dos consecuencias políticas innegables: el socialismo y el nacionalismo al que se ha conectado con los movimientos románticos del siglo XIX. El socialismo marxista es una suerte de religión sin Dios que exige fe profunda y que pone su centro en la idea de pueblo. El nacionalismo toma también la idea de pueblo y la de destino de la nación. Así todo esto eclosionará en el enfrentamiento tectónico de la primera guerra mundial que derrumbará los antiguos imperios internacionales, interclasistas e interétnicos para dar lugar a naciones emergentes. Así, el nacionalismo es una vertiente que toma mucho de la religión como fe en la patria, la lengua, el himno, el destino, el pueblo… Muchas de las confrontaciones más mortíferas han tenido como eje la fe en el Volk, la patria, el Reich, unión de los iguales para defenderse de las agresiones…

Para un residente en Cataluña –no creyente en el nacionalismo imperante- tiene especial interés esta relación del nacionalismo como expresión de la antigua fe religiosa reconvertida, y así, observo con atención la vida política de este territorio y admiro la elaborada dramaturgia de las representaciones nacionalistas que se expresan en actos, ritos, ceremonias, manifestaciones multitudinarias, emoción ante el himno, y, sobre todo, una fe y un sentimiento de diferencia esencial cuando enuncian con una emoción profunda “som una nació”. Ese sentimiento compartido por la “umma” o comunidad de creyentes sin fisuras es como una gavilla que aunara las pasiones irredentas de centenares de miles de personas que son capaces de manifestarse ininterrumpidamente durante años por sus objetivos políticos ante los que no cabe ninguna duda. No tiene un fundamento racional, es puro sentimiento religioso que se expresa en actos maravillosamente planificados en los que centenares de miles de personas visten con el mismo atuendo, ondean miles y miles de banderas y se apiñan unos junto a otros anhelando el calor del volk frente a las agresiones del exterior, véase España, que en su imaginación es una suerte de monstruo maléfico cuya única ocupación es agredir, insultar, humillar y rebajar a Cataluña, nombre que adquiere una fuerza cósmica expresado en cada texto docenas y docenas de veces sintiendo que cada vez que se enuncia es una expresión de gozo, unidad y destino.

Me atraen especialmente las ceremonias con antorchas en perfecto orden. El fuego es un elemento ancestral desde la antigüedad. Los romanos tenían a la diosa Vesta cuyo fuego era alimentado por las vestales, vírgenes, y que lo mantenían encendido sin apagarse jamás. El fuego es esencial para la cosmovisión nacionalista y de ahí la fuerza dramática de las formaciones con banderas y antorchas. No son los primeros en esta combinación pero más vale no mencionar los antecedentes. El fuego es un símbolo de poder, de alma y unidad. De ahí la flama del Canigó que se expande por toda Cataluña para encender las hogueras de San Juan simbolizando la fuerza de la cultura catalana y la unidad de la lengua. Su relación con el solsticio de verano está clara y entronca con la cultura mistérica ancestral. De igual modo, la llama que está en el pebetero del fossar de las moreres en el Borne es inconfundiblemente un símbolo del pueblo resistiendo unido como encarnación de la Nación catalana.

Las manifestaciones del nacionalismo tienen una fuerza plástica innegable. Están hechas para mostrar la unidad pero también para atemorizar. En cada bandera hay inequívocamente un “nosaltres” frente a los otros, los traidores, los tibios, los botiflers, los colonialistas a los que se busca amedrentar, como los simios se dan fuertes golpes en el pecho para marcar su territorio que no debe ser invadido. Cada bandera es un grito de lucha y unidad frente a lo que está fuera o traidoramente dentro. Un espectador descreído ve en esta liturgia nacionalista una plasmación de un inconsciente colectivo falto de fe en sí mismo y que sobreactúa para convencerse profundamente de su fuerza.

Las playas o plazas llenas de cruces amarillas fue otra representación que tenía una intención claramente orgullosa frente a la agresión exterior. Pero el símbolo de la cruz es claramente de raíz religiosa como toda expresión nacionalista y romántica. A mí, personalmente me divertía ver centenares de cruces amarillas en las playas más significativas del litoral catalán. Igual que ver la Cataluña interior, lejos de esa Tabarnia odiada, universalmente llena de banderas, carteles sobre los mártires y los considerados presos políticos; cubierta de lazos amarillos, multiplicados por millares y millares en un ejercicio de redundancia extrema porque no es suficiente afirmar la verdad una vez sino repetirla billones de veces, y así hombres y mujeres se pasaban noches enteras cubriendo Cataluña de lazos y banderas en cada montaña, en cada castillo, en cada rotonda, en cada plaza, en cada balcón… La reiteración es una regla que subraya esa pulsión que nunca se fatiga, que nunca se calma, que no cesa…

A mí me admira profundamente porque soy un escéptico respecto a casi todo. Pertenecer a la “umma” tiene que ser conmovedor, tiene que dar sentido a la propia vida, de hecho tan pequeña y destinada a la muerte. Uno es diminuto, pero cuando ve su breve entidad unida a la de centenares de miles, de millones de seres también necesitados de calor, uno presiente que hay un hondo sentimiento de trascendencia de claras matrices religiosas. Y si no, ahí está el obispo de Solsona con sus arengas y sus hojas parroquiales que concitan la admiración del orbe nacionalista. Pertenecer a la nación significa no estar solo, esa soledad tan destructiva y amarga. Y esa pertenencia a la Patria, a un equipo, a una cosmovisión, a un algo que está más allá de lo racional es algo consolador. Se tiene claro quién se es frente a la turbiedad y oscuridad de la existencia. El compañero de al lado, que viste igual que tú, ha venido de otro punto de Cataluña y te hermanas con él en un sentimiento de cadena, de masa, de pueblo pacífico unido en una fe sin Dios. La llama nos une y no hay fuerza exterior que lo pueda quebrar…

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