Tampoco desconocemos que nuestros móviles
y su coltán ha producido masacres y terribles explotaciones humanas en África
para surtirnos de tan preciado elemento. Ni desconocemos que la ropa barata que
está en las tiendas en que compramos está producida por la sangre y la falta de
derechos laborales en países donde estos derechos son inexistentes. Ni
desconocemos que cada día se arrasan centenares o miles de hectáreas de selva –incluidas
las poblaciones indígenas- para producir alimentos para nuestro mundo como la
soja, tan apreciada en las comidas alternativas. O los biocombustibles. ¿Qué
decir de la sobrexplotación pesquera, la desaparición de especies marinas para
surtirnos en los supermercados y que tengamos todo a punto en nuestra cena?
¿Qué decir –añado yo- del tráfico de armas que engrasa las economías de muchos
países incluido el nuestro?
No podemos ser inocentes. Todo nuestro
bienestar está basado en situaciones siniestras que sostienen nuestro mundo,
aplastando naciones y continentes enteros, así como especies animales que solo
existen en campos de concentración para surtirnos de variada y rica
alimentación.
¿Cómo ser ético en un mundo sin ilusiones, en el que cada acto implica la tortura y el sacrificio de otro?
En Matrix se podía tomar la píldora azul
y vivir en la ilusión. Nosotros solo podemos abstraernos con el cinismo. Saber
y decir que es inevitable. Que las cosas son así y no pueden ser de otra
manera. Con la boca chiquita nos solidarizamos con los refugiados que están
llegando a centenares de miles a Europa pero no imaginamos que esos centenares
de miles vinieran a nuestro país como están llegando a Alemania. Nos horrorizamos con las fotos de los refugiados pero
pronto nos acostumbramos a ello. Nada nos quita una buena digestión. Cuesta tan
poco ser solidario sin más compromiso...
Pasé este artículo de Eliane Brum, que os aconsejo leer, a
una compañera sensible y generosa de mi instituto. El artículo llega a decir
que tomarse un croissant con mantequilla implica una cadena de horrores difícil
de imaginar. Mi compañera se sintió indignada con el artículo y reaccionó
visceralmente en contra de él. Se sintió señalada y rechazó su culpabilidad en
el horror del mundo. La culpa es de las
empresas, de las grandes empresas –dijo-. Yo no soy responsable de que destruyan la Amazonia. Son otros, más
arriba los que crean un mundo atroz. Yo
no voy a sentirme culpable por tomarme un croissant con mantequilla. La culpa
la tienen los gobiernos –arguyó-.
Planteé en clase de bachillerato el
problema de la ropa barata y la explotación laboral que supone en países como Bangla Desh. Mis alumnas, que compran
en Primark donde se hallan chollos
inigualables, se indignaron y dijeron que Zara y todas las cadenas de ropa
también producen en Asia, que todo
es igual, y ¿qué vamos a hacer? ¿No comprar ropa? Además añadieron que eran
pobres y no tenían dinero.
La ignorancia es maravillosa.
En definitiva, el cinismo nos lleva al
mismo efecto que la píldora azul. Sabemos pero no sabemos. Lo sabemos pero no
nos importa o pensamos que el mundo es así. Que no tenemos la culpa, que la
culpa la tienen otros que están arriba, los gobiernos, Estados Unidos, los siete mil millones de seres que somos en el
planeta, nosotros no somos responsables de nada, ni del cambio climático ni de
la desaparición de las selvas tropicales. Ni del maltrato animal en los circuitos
industriales de producción o en los zoos, ni de la cotización en bolsa de las
materias primas que llevan a países a la pobreza por la manipulación de dicha
cotización. Nosotros somos inocentes y nos horroriza todo eso que nos dices o
que nos dice Eliane Brum, pero ¿qué quieres? ¿que nos suicidemos? –me
decía mi compañera indignada-. Yo no pude argumentarle porque el problema no
era sentirse culpable por lo que supone nuestro mundo y nuestro modo de vida.
No culpables, tal vez, pero sí conscientes. Pero ¿cómo vivir siendo conscientes
de ello?
¿Dónde están las píldoras azules?