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jueves, 28 de enero de 2021
martes, 26 de enero de 2021
El mundo perdido del Kalahari: En busca de los bosquimanos
—Pero... ¿y los ancianos? ¿Cómo se las ingeniarán?—pregunté señalando a la pareja que conocí en aquella primera mañana, y que ahora seguían despacio a los demás. —Llegarán tan lejos como puedan—respondió Ben—. Pero un buen día ya no podrán seguir adelante. Llorando con amargura, todos se reunirán en torno a ellos. Les darán todo el alimento y el agua de que puedan desprenderse. Construirán un recio refugio de espinos para protegerlos de los animales salvajes. Sin dejar de llorar, el resto del grupo, tal como les exige la vida misma, seguirá su camino. Tarde o temprano, seguramente antes de que se les terminen las provisiones de agua y de alimento, un leopardo, o seguramente una hiena, entrará en el refugio y los devorará. Siempre ha sido así, según me dicen, en el caso de aquellos que sobreviven a los peligros del desierto y llegan a ser muy viejos. Pero aceptarán su destino sin un solo sollozo. Al recordar la calma que se reflejaba en sus rostros sarmentosos y arrugados por la edad, aquellas palabras casi fueron más de lo que pude soportar. —¿Y saben lo que les espera, Ben? —Por supuesto que lo saben. En su juventud, ellos mismos tuvieron que obrar de modo parecido con otros—respondió, y se volvió sobre los talones camino de la hoguera, como si en las tinieblas hubiera visto una sombra a la que no deseaba mirar a la cara.
Van Der Post, Laurens. El mundo perdido del Kalahari (Spanish Edition) . Grupo Planeta. Edición de Kindle.
lunes, 25 de enero de 2021
Condicionar a los niños como voluntad
Los niños son páginas aparentemente en blanco y desde bebés, nosotros los padres, insertamos un montón de cosas que los condicionarán: canciones, humor, emociones, aficiones deportivas –la pasión por un equipo-, lenguas que los habitarán, una forma de ver el mundo, ideologías nacionales –el amor por una patria y no por otra-, odios y resentimientos, concepciones sociales y políticas, pasiones fracasadas, experiencias vitales, sabores –esto es fundamental-, cuentos, poemas, su propio nombre es un mensaje sobre su vida…
Lamento a estas alturas –mis hijas tienen veintiún y veintitrés años- no haberlas condicionado ideológicamente en muchos sentidos como se acostumbra a hacer por aquí donde se les educa en amores y odios nacionales, políticos y deportivos –lo que tiene una enorme eficacia, lo puedo asegurar-. Un niño es un ser para ser ideologizado, pero yo no lo entendí así y dejé que mis hijas crecieran en libertad a la que añadí en lo que pude la literatura, los cuentos, los poemas…
Dicen que los hijos salen como salen y que los condicionamientos son inseguros porque todo da la vuelta, pero alguien que desde bebé lleva la camiseta del Atleti o del Betis o del Barça, un niño que desde casi bebé se le imbuye de ser un miembro de una comunidad nacional oprimida por un estado genocida, crece de acuerdo a ello y es muy difícil que pueda liberarse de ello por más que su inteligencia le lleve a cuestionar el condicionamiento ideológico, deportivo o político.
Yo elegí no hacerlo. Tal vez porque mis convicciones eran tan inseguras que no lo pretendí. Ahora no sé si lamentarlo, me tendría que haber esforzado más en darles una identidad en muchos sentidos. Han sido ellas las que tienen que buscarla.
viernes, 22 de enero de 2021
La España de charanga y pandereta
Ayer comentaba una noticia sobre
las vacunas contra el Covid con mis hijas y una de ellas de poco más de veinte
años exclamó “país de pandereta”. Me
sorprendió y me dolió, yo nunca he hablado en casa en ese sentido sobre España.
Pero está en el ambiente, está en la cultura popular, en las expresiones
coloquiales, en la literatura, en nuestro inconsciente. Antonio Machado
escribió una frase que nos ha calado “país
de charanga y pandereta” y Cervantes ubicó su Rinconete y Cortadillo en el patio de Monipodio donde eran habituales
las triquiñuelas, los engaños, las estafas, las falsas apariencias por parte de
los miembros del hampa que allí se reunían. En todo caso, esa expresión también
ha pasado a formar parte de los lugares comunes que expresan lo que es la
política, la administración… un patio de Monipodio.
Hay países que creen en sí mismos
y países que no creen. El otro día oyendo, emocionado, a Lady Gaga cantando el
himno americano en la toma de posesión del nuevo presidente, tras una
presidencia chusca de Trump, percibí que Estados Unidos es un país que cree en
sí mismo y que se respeta, que se creen capaces de grandes cosas a pesar de su
expresidente. España es un país que no
cree en sí mismo, eso nos permea y ya desde muy pequeños aprendemos que este no
es un país serio, toda la cultura, todos los blogs, la cultura popular habla de
lo mismo: no somos un país serio, somos una caricatura, una deformación de la
civilización europea como escribió Valle Inclán en su agrio esperpento Luces de bohemia. Hay países que creen
en sí mismos, pese a que su historia haya sido devastadora y destructora de
otras culturas. Todos los países europeos importantes tienen una historia negra
detrás, todos. Pero los españoles la hemos interiorizado de un modo profundo.
Ni nos sentimos orgullosos de nuestra historia, ni de nuestra bandera, ni de nuestro
himno, ni de lo que somos. Hay quienes, en cambio, se pasan de revoluciones y
alardean de espíritu nacional, de bandera, de himno, de historia.
No me convencen ni unos ni otros.
Pienso que en la pugna contra la dictadura de Franco emergió una España cívica
que se tomó en seria a sí misma y sacó lo mejor. Pienso en los poetas y
escritores de los años cincuenta y sesenta, pienso en una generación de
políticos seria, pienso en prensa política seria, pienso en una juventud que
luchó seriamente por un país mejor que reuniera todos nuestros valores del
pasado, toda nuestra tradición literaria de la mejor estirpe. Poetas como
Antonio Machado se convirtieron en un símbolo decisivo, la España del exilio se
tomó en serio a sí misma, los jóvenes de los años setenta nos tomábamos en
serio a nosotros mismos cuando pretendíamos construir algo mejor a medida de
que éramos conscientes de nuestra realidad política y social. Éramos idealistas
y nos hicimos militantes por un destino digno heredando lo mejor de nuestro
pasado.
Todo eso se ha perdido. Pocos
creen en este país y los políticos que encarnan el liderazgo de los partidos
parecen adolescentes crecidos, sin ninguna dimensión ni cultura. Me conturba esta falta de
fe en nosotros mismos, un país que no cree en sí mismo no es capaz de nada sino
de ser protagonista de un tablado de marionetas, de una patulea de fantoches
que, de entrada, se consideran a sí mismo ridículos e incapaces de ser
protagonistas. La única visión de nosotros mismos es autodestructiva, macabra,
negra, de personajes de opereta, de peleles. Y eso no me gusta, no me gusta
haber escuchado a mi hija la expresión de país
de pandereta porque eso quiere decir que ese concepto está ya interiorizado
y asumido. Me duele.
miércoles, 20 de enero de 2021
El libertinaje sexual tras la pandemia
Pronto llevaremos un año bajo el impacto del Sars-CoV-2 que ha cambiado nuestras vidas en todo el mundo. Todos los países han tomado medidas de contención para frenar la expansión del virus: distanciamiento social, confinamientos, restricciones en los viajes y los desplazamientos, cierre de bares y restaurantes, higiene de manos, toques de queda, uso masivo de mascarillas… Estamos en eso y la sociedad se contrae en un hondo pesimismo y se critica a los gobiernos por su ineficacia. Estamos ante una pandemia, es la primera vez para nosotros, pero no es la primera vez en la historia que ha ido unida a ellas. Las pandemias han acompañado a la humanidad durante milenios… Y cuando estas dominan, la sociedad se atemoriza, vuelve la religiosidad, disminuye el gasto y las inversiones, nos encerramos, se practica menos sexo y todos nos volvemos prudentes, cautos y miedosos. Todo se contrae y se congela la alegría de vivir porque es peligrosa. Pero las pandemias igual que empiezan, acaban. Esta vez no será de forma solo natural sino que vacunas van a intentar frenar los contagios de un modo que no ha habido parangón en la historia. Estos próximos años serán los de vacunación masiva de los ciudadanos para alcanzar el 75% necesario de inmunes para poder dar por superada la pandemia. Hasta ahora ha habido millón y medio de muertes en todo el mundo. Estamos en una fase álgida que nos lleva a encerrarnos y asumir medidas restrictivas que nunca habríamos aceptado en otras circunstancias. Nos hemos hecho obedientes por nuestro bien.
Nicholas Christakis, epidemiólogo de prestigio, ha publicado su libro Apollo’s Arrow: The profound and Enduring Impact of Coronavirus on the Way We live, en el que predice que estos van a ser años duros por las dificultades de extensión de la vacuna para llegar a una inmunización colectiva, que habría llegado de todas formas, aun sin vacunas. Habrá graves dificultades y rebrotes en los años siguientes, es lo que estamos viviendo, pero augura que en 2024 habrá acabado todo y viviremos una época pospandémica en que la sociedad se desatará eufórica de las restricciones de cuatro o cinco terribles años y se expandirá socialmente. Volverán las multitudes a juntarse como si fuera la primera vez, estallará la economía, se desatará un libertinaje sexual inaudito, gastaremos más y abandonaremos la religiosidad. Serán de nuevo unos felices años veinte como los del siglo pasado tras la Gran Guerra y la espantosa epidemia de gripe de 1918-1919. Todos liberaremos nuestra alegría y ganas de vivir tras las restricciones y miedos pasados. Esta reacción no es anómala y sí muy lógica, lo vemos en cuanto hay ocasión de que la gente se junte y vemos las ganas que tienen de estar otra vez próximos.
Todo se acaba, el Sars-CoV-2 también se superará y entonces, ah, entonces, será como si nos soltaran enloquecidos de alegría y beberemos, cantaremos, nos tocaremos, besaremos, volverán las multitudes y follaremos como locos y gastaremos e invertiremos como si fuera la primera vez en nuestra vida.
lunes, 18 de enero de 2021
El fin de la infancia
Hace unos años que acabó mi carrera como profesor de secundaria y bachillerato. En el comienzo de mi profesión daba clase a alumnos a partir de los dieciséis años hasta su entrada en la universidad. Para mí eran adultos en la plena consideración de la palabra. Y los trataba como adultos en todos los sentidos. Sin embargo, ahora veo que a los alumnos de secundaria y bachillerato se los califica en general como "niños". Los niños de bachillerato -se dice- y se los trata con asistencia psicológica adaptada porque necesitan acompañamiento. Yo soy antiguo y no puedo aceptar esto. Esos niños llevan encima miles y miles de horas, desde que tenían pocos años, colgados de internet viendo de todo, desde vídeos sobre tonterías a pornografía pura y dura. Son niños distintos a los que había antes. Han perdido su inocencia pero son niños de diecisiete años que han visto todo pero son tremendamente inmaduros y frágiles. Así comienza la adulescencia que dura hasta que se tienen hijos, pero "tener hijos" es algo que no entra dentro en los parámetros de jóvenes hedonistas que no quieren sacrificar su vida de un modo tan atroz. Sin duda, la entrada en la adultez es cuando eres padre o madre, antes se hacía pronto, ahora o no se hace o se pospone hasta casi cuando entras en los cuarenta y, claro, no gusta dejar de ir de vacaciones, balnearios o cenitas. Ciertamente, se ha trastocado el sentido de las edades. Yo fui niño hasta los seis años y medio cuando hice la primera comunión, luego te daban de hostias hasta en el carné de identidad y crecías, ya lo creo que crecías.
(Esto es un comentario que he dejado en un blog, pero que me ha parecido interesante traer a mi espacio aun sabiendo lo peligroso que va a resultar).
sábado, 16 de enero de 2021
Los relojes Patek miden nuestras vidas
Me gusta escribir cartas al estilo antiguo aunque con medios modernos, me refiero al email. Me carteo con diferentes personas y nos intercambiamos largos textos totalmente anacrónicos con las tendencias de este tiempo de tuits y mensajes cortos con emoticonos. En las cartas, expresamos lo que pasa por nuestras vidas, esas vidas tan anodinas como el bacon ahumado en la comida de un prisionero condenado a muerte. No hay vida grande, me doy cuenta. Todas nuestras vidas están constituidas por hechos normales y sin mayor dimensión. Simplemente vivimos como los cocodrilos del Nilo se zampaban a exploradores británicos. Es así de sencillo. No hay mayor importancia en lo que vivimos salvo la perspectiva con la cual lo contemplemos. Uno de mis corresponsales me cuenta cómo se le averió la banda magnética de su libreta de banco y tuvo que esperar un largo rato para que se la sustituyeran, y luego tuvo que ir a otra sucursal para que le entregaran, por primera vez en su vida, una tarjeta de débito. Piensa que no tiene nada que contar como si hubiera grandes epopeyas en la vida cotidiana salvo las que nuestra imaginación es capaz de crear. No hay vidas interesantes sino mentes interesantes. Es nuestra forma de ver el mundo lo que hace que una vida sea apasionante. Cualquier hecho es susceptible de ser convertido en épico con una mente juguetona y corrosiva. El mundo es un cruce de perspectivas de modo absolutamente absurdo. Los personajes que aparecen en la televisión no tienen vidas más jugosas que la mía, de caminante inquieto que ignora totalmente lo que pasa en el mundo, salvo los mensajes de varias ONG’s con las que suelo colaborar. La vida es tan incierta como un plato de garbanzos en la mesa de un objetor de conciencia. Nada es importante, todo es nada. No somos nada, todo lo que podamos decir de nosotros es literatura, pero me gusta la literatura, sobre todo cuando es chispeante como el pedo de una vieja durante la misa de Año Nuevo. Vivir es divertido, especialmente cuando haces caminatas y llegas a una ciudad que se llama Molins de Rei y todas las pintadas son contra el rey. Nadie sabrá lo que he escrito al respecto, queda en el diario secreto, tan secreto como la noche en que hice por primera vez el amor, ¡qué desastre!
Escribo cartas y me gusta leer lo que me escriben otras personas que sienten que sus vidas no son apasionantes, como si hubiera vidas apasionantes. La mía es tan apasionante como un desfile de travestis en plena jungla africana. Pero es lo que hay. No hay más que palabras, las palabras son el alma de todo, eso para los enamorados de la la literatura. Si no hubiera literatura, el mundo sería definitivamente tan gris como las estaciones de tren que no tienen taquilla, ni servicios para ir a mear ni bar para tomarte un daiquiri. Esa es la vida cotidiana, tan precisa como un reloj Patek en tiempos de pandemia.
miércoles, 13 de enero de 2021
La dignidad del gorila
"Cuanto más aprendes sobre la dignidad del gorila, más quieres evitar a las personas". - Dian Fossey
lunes, 11 de enero de 2021
sábado, 9 de enero de 2021
Los viejos creyentes
Leo estos días de invierno en que
el mar y las palmeras se agitan como alacranes ardiendo en su nido, un libro
singular, Los viejos creyentes, cuya
crónica relata el descubrimiento en 1978 en la taiga soviética de una familia
que llevaba desde 1945 aislada del mundo en una región casi inaccesible y a más
de 250 kilómetros de cualquier núcleo habitado. Habían vivido una vida en completa
soledad y no eran conscientes ni de la evolución de su país ni del mundo. Su
nivel de vida era de absoluta autosuficiencia dependiendo de las semillas que
tenían, las patatas y lo que la taiga les podía aportar en cuanto a caza o
pesca. Carecían de animales domésticos. El invierno duraba de septiembre a mayo
con temperaturas de entre -30º y -50º. Su huida de la civilización era motivada
por temas religiosos pues eran cristianos que seguían sus ritos sumidos en conflictos
del siglo XVII. Era una familia de cinco miembros, el patriarca y líder, su mujer y tres hijos que
sobrevivieron insólitamente en el aislamiento más extremo hasta que los
supervivientes fueron encontrados por una expedición geológica en 1978.
Relato fascinante que nos
presenta una historia singular de unos seres, aislados de la civilización y de
la historia. Nadie podría unir a esta familia con los hábitos burgueses pues
desconocían totalmente el dinero, ni las apetencias del consumo pues no tenían
nada más allá de sus semillas –incluso hacían el fuego con eslabón y pedernal-.
No eran burgueses, pues. No sabían que el hombre había llegado a la luna ni de
los avatares políticos de su país, la patria soviética, de la que huyeron, como
he dicho, por motivos religiosos, a la
más profunda Siberia.
Su historia me ha resultado muy
significativa y potente, casi un privilegio fascinante. Vivir totalmente aislados
de la civilización, sin noticias, sin conflictos, sin otra motivación que vivir
en inviernos terribles en una choza apenas aislada del frío.
No acabo de concluir este relato
que me cautiva. En mi fuero interno busco vivir aislado del mundo, sin leer
noticias, sin enterarme de los conflictos de mi país ni de la patria de Trump,
caminando por el bosque, leyendo libros de hace décadas o que me aíslan de los
parámetros de mi tiempo. Sé que no es posible pero cuando me sumerjo en los
minutos de meditación siento esa pulsión de alejarme de la concreción de la
realidad política o social que me parece sórdida, triste, abominable. Ahora
llueve y hace frío, siento mis dedos helados cuando tecleo. La aventura de esta
familia es muy aleccionadora y, a pesar
de su distancia, la siento próxima. No me hubiera gustado estar allí,
pero en alguna forma los acompaño.