Hemos empezado mayo y siento en el
ambiente compartido de alumnos y profesores síntomas de fatiga. Es el noveno
mes de curso, la primavera arrecia, y los corazones van basculando poco a poco
hacia otras dimensiones menos galácticas. Es la hora del esfuerzo final, el
sprint de los campeones, la última cuesta, la más empinada, la que lleva al
reino académico de Ávalon. Un curso es corto o largo, depende de si lo estás
viviendo o lo recuerdas en perspectiva.
En perspectiva es un latido, un tic del
reloj, un vistazo a derecha o izquierda y poco más. Pero es largo si lo vives
día a día, clase a clase, unos como profesor y otros como alumno. ¡Qué de
conocimiento esparcido en las mentes! ¡Qué de letanías y homilías piadosas que
llevan poco o nada al esfuerzo supremo! Un curso académico es una ceremonia
metódica que corresponde al tiempo cíclico. Circular. Una vuelta más sobre el
eje. Un giro más en torno al sol.
Y en medio, el crecimiento de estos muchachos
que andan por aquí. Llegaron con doce años, casi niños, y salen ya con ansias
de mayores, de querer revertir el curso del cosmos a su imagen y semejanza. En
definitiva eso es la vida. Una lucha entre el yo y el mundo. Entre ese universo
pequeño en que nos despertamos cada día y la comprensión de todo lo que nos rodea.
Un cruce a veces dulce o dramático. Doloroso siempre. Porque vivir es aprender
a llevarnos con el dolor. Hacerlo nuestro. Y trascenderlo. Un instituto con su
trajín frenético de centenares de adolescentes que luchan y crecen para
comprender dónde están en relación a sí mismos y a los demás. Suben y bajan por
las escaleras, gritan, se pelean, se aman, sienten la amistad como nunca mas se
vuelve a percibir, la traición, la burla, el sinsentido...
No han leído a Shakespeare pero no hace falta, forma
parte de la cultura inconsciente de nuestro mundo. La vida es una pasión ciega,
una obra de teatro donde unos personajes se agitan y no entienden que están
representando ora una comedia, ora una tragedia. La máscara de la risa y la del
llanto no están tan alejadas. Yo los veo y siento sus vidas palpitantes,
lujuriosas de vitalidad, de esperanza, de fe en sus propias existencias a pesar
de las dificultades. Y yo estoy dentro de ese caudal tormentoso de sentimientos
que son como torrentes que hay que amansar. Hoy un alumno me preguntaba qué
significaba temperar y yo le he dicho
que lo que hacemos los profesores cuando entramos en el aula. Calmarles,
llevarles a algo que centre su atención, un ejercicio, un tema, una lectura ...
Su inercia latina los lleva a la dispersión. No son muchachos finlandeses, no.
No viven cerca de la Laponia que los enfría. No. No son chinos ni coreanos
dóciles y disciplinados. No, son pasionales e indóciles, llevan en su genética
el ADN del Mediterráneo. Una propensión al grito y a la hoguera. El profesor
paladea cada instante de ese fluir vital a lo largo de diez meses cada año.
Y
cuando llega mayo, y la calor, la fatiga hace su aparición. Igual que historias
de sensualidad y de deseo. Hoy pasándoles la película La casa de Bernarda Alba dirigida por Mario Camus en 1987, han sentido el prodigio de la obra en total
silencio, solo roto por la masturbación con su sombra de Martirio, la mujer más interesante de la obra de Lorca. No es Adela ni Bernarda Alba.
No. Esa casa cerrada entre sombras y luto donde solo hay silencio y pasiones
sexuales desatadas. Como este instituto mezcla de casa de Bernarda Alba y el patio de Monipodio
cervantino. Un azar, un caos incierto en que nos agitamos representando una
obra en que nosotros somos magos del conocimiento del siglo XXI y ellos seres
más sedientos de vida que de otra cosa. Y llegan valoraciones de lo enseñado y
lo aprendido, y los profesores se quedan siempre con un gesto que si alguien
pudiera fotografiarlo se haría de oro. La cara de un profesor cuando corrige un
examen de sintaxis es digna de un retrato psicológico. Se resume en ella toda
la realidad del proceso, y el mes de mayo, en sazón, y sus alumnos más
preocupados de sus sentimientos que de las oraciones subordinadas sustantivas.
Evohé.
El profesor no siente pesadumbre. No. El es parte de la obra y no es
precisamente Pepe el Romano. No. Él
otea el horizonte y clama por que llegue el mes de junio y el fin de la
travesía una vez más. Entre el sentimiento y la razón ¿quién duda que nos posee
el sentimiento a nosotros y a ellos? Y podemos comprenderlo. Nosotros tampoco
aceptaríamos estar encerrados seis horas diarias recibiendo infinidad de datos
y llevar tareas para varias horas en casa. Todo para comprender la cultura de
nuestro mundo. Tantos años, tantos. Cuando anhelarían estar corriendo por las
praderas viendo copular a los leones y bañándose en cataratas de aguas
cristalinas. Pretendemos hacer crecer el intelecto, pero el río que nos lleva
nos muestra nuestros límites, nuestra incerteza también. El mundo no hay quien
lo entienda. Nunca ha podido entenderlo nadie. Solo se vive. Como se pueda.
Danzando a veces, cantando otras, arrastrándose ... o desnudándose cuando pasa Pepe el Romano.
Hoy he visto a dos
alumnas besarse en la boca tiernamente. Son ya novias. Y una cuida de que la
otra haga los deberes. Nada puede parar la vida en un edificio donde se juntan
tantos sentimientos desatados. El conocimiento es parte de lo que pasa aquí. Y
eso cansa. Solo falta la recta final. El último repecho. No es cuestión de
quedarse en Babia lamentando cómo la sintaxis no es el lenguaje preferido por
nuestros alumnos. Las palabras hacen el amor, explico en clase. Pero ni aun
así. Me falta la genialidad de un Lorca
para expresarlo con palabras y revelar un mundo que para ellos ya será
inolvidable. ¡Bernarda! grita María Josefa, que se quiere casar a la
orillita del mar...