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viernes, 6 de noviembre de 2020

Mi única salvación es que lo sé


 21 de septiembre de 1905. YÁSNAIA POLIANA

"Después, durante la noche, pensé mucho en mí mismo. Soy un hombre excepcionalmente malo, lleno de defectos. 

En mí hay todos los defectos, y en un grado muy alto: envidia, codicia, avaricia, vanidad, ambición, orgullo y maldad. No, maldad no, pero sí malevolencia, falsedad e hipocresía. Los tengo todos, todos, y en un grado mucho mayor que la mayor parte de la gente. Mi única salvación es que lo sé y lucho, toda la vida lucho, Por eso me llaman psicólogo... "

LEV TOLSTOI, Diarios (1895-1910)

martes, 3 de noviembre de 2020

Elogio de la fragilidad II

                                              Rineke Dijkstra

Escribí un post en febrero de 2010 que tenía este mismo título tomado de un libro de Gustavo Martín Garzo y que yo convertí en una creación personal. Hoy, diez años y medio después siento el deseo de volver a elogiar la fragilidad como parte esencial de nuestra vida. Lo frágil es algo que puede romperse fácilmente. Nuestra vida es devenir incierto. Nadie está vacunado contra el infortunio que puede llegar en cualquier momento. No nos debemos enorgullecer de nuestro bien, si es que así lo sentimos, cuando hay tantas vidas que pueden no tener la suerte de la nuestra. En estos días he recibido una carta, un correo, que me ha hecho pensar mucho y que me ha mostrado la inestabilidad del bien, el dolor de existir, los avatares de la suerte que puede girarse en cualquier momento hacia mares de pesadumbre. 

 

En aquel post de 2010 reflexionaba sobre la delicadeza de la vida, sobre las raíces que nunca tuve, sobre las islas que había recorrido para intentar encontrar una patria en la que poder ser parte de ella. Reconocía que mi única patria visible era la literatura y diez años después, cientos de libros después, reincido en ello. Y eso precisamente me une al remitente de la hermosa carta que recibí ayer que me mostró un lado desconocido para mí en el que se podía ver el infortunio y a la vez la resistencia frente a la adversidad forjada en mil y una pruebas deportivas donde el sufrimiento extremo formaba parte de ello. 

 

El hombre –incluyo en ello a la mujer- es ese ser que resiste frente a los elementos. Nuestra tarea fundamental en la vida es resistir –ello no niega las inmensas posibilidades de gozar- y enfrentarse al destino, a los mares turbulentos de la vida. Es indiferente que la vida nos guste o no. He conocido a grandes vitalistas que no se han encontrado a gusto en la vida, pero han aprendido a estar erguidos frente a los vientos contrarios. Y ese estar erguidos determina esencialmente la actitud cenital de los hombres que navegan en busca de una isla personal. Da igual si las cosas tienen sentido o no. A las alturas de la historia en que estamos, pienso que la cuestión del sentido no es tan esencial pues intuimos que las cosas pueden no tenerlo y que probablemente no lo tengan. No sabemos si vivimos en un parauniverso entre miríadas de universos, no sabemos si estamos solos en la magnitud de los mundos, no sabemos –a veces- si tendremos siempre ese cuerpo amado que nos calienta el alma. Solo sabemos que nuestra nave partió un día definido en busca del sol poniente, y que tarde o temprano, solos, llegaremos a algún sitio –ese instante mágico de la transición- a la nada o al bardo donde esperaremos retornar a vivir y recuperar de nuevo nuestra condición frágil y ligera de eternos viajeros

viernes, 30 de octubre de 2020

Saldremos no mejores sino más obedientes

 


Han sido dos días intensos de caminata. El primer día fueron cuarenta kilómetros y el segundo veinticuatro. De Cornellà a Calafell atravesando la sierra del Garraf, llegar a Sitges, dormir en un hotel barato y a la mañana siguiente seguir por la costa hasta mi destino incumpliendo la ley de confinamiento en el municipio según fue publicada después de que yo hubiera salido cruzando las montañas.

En un recorrido tan extenuante, da tiempo de todo. El cuerpo se pone a prueba y afronta el cansancio, si no extremo, sí muy elevado. Me gusta sentir el cansancio, derrota el pensamiento sombrío de mi mente. Tras treinta kilómetros ya no quedan pensamientos en tu cabeza. Solo piensas en el siguiente paso que vas a dar. Y el día va avanzando. Has salido recién salido el sol y llegas cuando se ha puesto. Eres testigo del ocaso. No solo es el cuerpo el que se pone a prueba sino tu mente. El cansancio es espiritual. En el hotel no hay jabón para ducharme, solo una cama y un viejo armario. Tengo frío y las piernas están doloridas. Salgo en busca de un helado. Lo pido para llevar y me lo como en el escalón de la misma heladería. De café y leche merengada. Y qué quieren que les diga, no sienta un helado igual tras cuarenta kilómetros, es otra dimensión la que se abre de disfrute del aquí y el ahora. Paladeo durante unos minutos el helado y me vuelvo a la cama. Tengo frío, no son las nueve de la noche pero ya me pongo a dormir aguantando el ruido de la cisterna y la televisión de una habitación aledaña hasta las dos de la madrugada. Mi cansancio me induce un estado diferente al habitual, estoy como más dentro de mí mismo, me uno al frío que siento y me acurruco en la cama que solo tiene una fina colcha. No recuerdo los sueños de la noche.

A la mañana siguiente, salgo a las ocho. El día anterior fue solitario, en la sierra del Garraf no hay nadie, pero hoy voy por la costa, saliendo de Sitges, y hay bastante gente. Escucho conversaciones y todas son sobre el confinamiento, el virus y las medidas que se han implantado. Tengo veinticuatro kilómetros hasta el destino. Paso por Vilanova, Cubelles, Cunit, Segur de Calafell y por fin, Calafell. Todo, salvo el trazado de Sitges a Vilanova y de Vilanova a Cubelles, es paseo marítimo. Todo está cerrado, todos los bares y arrocerías cerrados. Pienso en la pandemia que nos aflige. Y no entiendo. Todas las pandemias de la historia han tenido un ciclo de desarrollo y han acabado tras dos o tres años. Se extinguen no sé si porque se ha llegado a la inmunidad de rebaño que se dice. Pero esta vez es la primera pandemia de la era de internet e intentamos hacer algo que no se había hecho nunca en la historia: impedir su desarrollo. Entiendo las razones pero pienso que esto va a alargar su extensión. Se quiere una vacuna, algo que no hubo nunca frente a otras pandemias, incluida la de la gripe de 1918-1919. Es un tiempo nuevo pero no quiere decir que lo que estamos haciendo sea lo mejor. Como he dicho, todas las conversaciones que he escuchado, sin excepción hablaban de dicho tema. Alguna mujer decía que había que hacer como en Alemania, todo cerrado salvo colegios y empresas. Me temo que llegaremos a eso y se cerrarán colegios y empresas. Moriremos de violencia en los hogares y de tristeza por el confinamiento pero no por el virus. Pero hay que obedecer. Cuando llego a casa, tras un cansancio muy elevado, por la tarde leo una entrevista a una psicoterapeuta, Adriana Royo, que dice que de esta pandemia no saldremos mejores sino más obedientes. Esto es algo que se me impone. Las sociedades han reaccionado con miedo inducido y los ciudadanos se convierten en policías para denunciar cualquier incumplimiento  con las medidas impuestas. Ya somos más obedientes que nunca. La pregunta del millón es que quién se aprovechará de la sumisión de la sociedad. La pandemia pasará –si la dejamos- pero la obediencia que se ha impuesto y que hemos acatado quedará como modelo que alguien sabrá utilizar. Nunca una sociedad ha sido tan dócil como ahora. El miedo es capaz de conseguir cualquier cosa. Siempre ha habido pandemias, mucho peores que esta, pero los seres humanos no eran dóciles, todavía no vivían atemorizados por el devenir de la vida.

domingo, 25 de octubre de 2020

El juego de la literatura

 


Estoy leyendo El cuarto de Giovanni de James Baldwin. No voy a hablar de esta excelente novela escrita por un negro norteamericano en 1956 donde desarrolla, mucho antes que nadie, las contradicciones del amor homosexual en una sociedad que lo persigue. La acción sucede en París, el de la posguerra. Cuando la estoy leyendo vivo intensamente las escenas que suceden en los bares de gays de la capital francesa, en sus calles, en su ambiente y comprendo las contradicciones de David, el personaje central. Siento que hay unas vivencias mías que se proyectan sobre la novela y la llenan de densidad y pienso que el lector cuando lee lo que hace es eso precisamente: conectar su mundo emocional y existencial sobre lo que está leyendo, algo así como nos enseñaba el método Stanislavski para construir dramáticamente los personajes en un escenario. Utilizar tu mundo emocional para llenar de verosimilitud el personaje que interpretas, y, de ese modo, resultaba creíble y auténtico.  

Recuerdo mis paseos por París junto al Sena, los cafés, alguna experiencia de mi juventud, el deseo en estado puro, mis conflictos agudos sobre la vida, la traición, la amistad, el alcohol en noches interminables, recorrer la ciudad en coche,  por la noche, estando borracho…

Esto es lógico, me refiero a utilizar el mundo emocional para dar cuerpo a una novela. Pero ¿qué pasa cuando no tienes referencias personales para hacerlo, como una narración que no tenga relación con tu vida y tus experiencias? Entonces acudes inconscientemente a tus lecturas previas y a tu imaginación; cuanto más potente y rica sea esta, más colorida y poderosa será la  lectura porque la literatura es un arte exigente como decía Harold Bloom. Siento cierto escepticismo sobre esas novelas que se publicitan y que se leen como el agua, que enredan al lector que se siente atrapado por la trama llena de emociones y aventuras fascinantes. Mi experiencia con la buena literatura es que esta no es sencilla y exige un gran esfuerzo adaptativo al mundo del escritor que nos propone un juego en que hay que descubrir las reglas, a veces, endiabladamente complejas.

Para ser escritor, a su vez, puede darse una doble tipología: el escritor aventurero, que utiliza su experiencia vital, llena de avatares emocionantes, de vivencias de todo tipo, fruto de una vida en movimiento de la que nutre sus relatos al estilo de Jack London o en nuestras letras, al estilo de Pérez Reverte que fue corresponsal de guerra en diferentes escenarios bélicos, lo que aparece en cierta medida en la concepción de sus trepidantes aventuras en la España del siglo de Oro o en su último libro La línea de fuego. Son escritores en esencia externos y sus personajes se nutren de su existencia accidentada y aventurera. Otro tipo de escritor es el  que fondea en su mundo interior explorándolo y descubriendo las galerías de su alma para conocerse a sí mismo y luego llenar de profundidad a sus personajes o a su poesía. No es necesario vivir una vida llena de grandes y accidentadas vivencias para crear un potente mundo literario. Pienso en Emily Dickinson, poeta norteamericana que apenas salió de las cuatro paredes de su casa pero que creo un sugerente y profundo universo poético lleno de complejidad y sutileza, producto de su exploración de lo circundante por mínimo que sea -¿aunque hay algo que sea mínimo?-, el canto de un pájaro, una flor, el sol que llega a su jardín, el susurro del viento, y todo ello captado por su espíritu atento que queda deslumbrado por la experiencia de lo real.

Claro que hay escritores que combinan ambas estrategias: la exploración exterior y la interior. Son maestros en el desarrollo de mundos interiores y exteriores. Pienso en Tolstoi, pienso en Vasili Grossman, el autor de Vida y destino, en Galdós, en Balzac… Dostoievski está más atento a la vida interior de sus personajes, aunque también lo está  al paisaje social de su tiempo y los sueños.

Este fascinante juego es la literatura en que se combinan un escritor con sus mundos y el lector, a su vez con sus mundos. Hay a veces lectores con una vida rica en circunstancias o, por el contrario, pobre en ellas, pero ambos mundos se alimentan mutuamente y se enriquecen. Cada lector es único porque parte de su propio mundo para comprender el mundo que se le propone desde las páginas de un libro, y, no solo eso: cada lectura es única y evoluciona si se enfrenta a ella en momentos diferentes de su vida. Acabo de leer una novela extraordinaria, Bajo el volcán de Malcolm Lowry. La había leído hace unos cuarenta años en una noche alucinante bajo el efecto de las anfetaminas cuando yo era comunista, y la he vuelto a leer ahora cuando mis circunstancias lectoras son totalmente diferentes y antitéticas de aquel joven que se despertaba a la literatura. Mi universo íntimo ha cambiado, se ha transformado totalmente, no soy el que era y la novela es otra, radicalmente otra por efecto de que la vida avanza y nosotros cambiamos, la historia cambia, todo se transforma. He ahí el juego doloroso y potente de la literatura.


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