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jueves, 19 de enero de 2023

Yo soy ESO

Suelo leer varias horas cada día, sea literatura, prensa, revistas, blogs, comentarios, críticas, etc. Ha sido algo progresivo el darme cuenta de que todo texto más que referirse a la naturaleza del mundo o de la realidad -que en parte sí- lo que hace es hablar del autor de este. Todos, cuando escribimos, nos describimos, nos presentamos, nos evidenciamos, nos manifestamos por más que lo que pretendamos aparentemente es analizar o comentar un aspecto de la realidad sea el que sea. El autor de un texto tiene necesariamente una cierta concepción de sí mismo -unas creencias, convicciones, ideas, conceptos, ideología- y la proyecta inequívocamente sobre lo que escribe. Es la idea que tiene de sí mismo la que se transparenta en su creación por más objetivo que pretenda ser en su análisis o comentario. Así, la gente, todos, hablan de sí mismos creyendo que hay algo dentro del sí mismo. Pero ¿y si no lo hubiera y toda nuestra identidad social, moral, política, sexual, profesional y existencial fuera una ilusión? Nos pasamos toda la vida buscando nuestra identidad, saber quiénes somos y a medida que nos hacemos mayores esa supuesta identidad se hace más consistente, más rígida, más inequívoca, más irrevocable, somos nosotros mismos más que nunca. Entendemos ya que no hay nadie que nos pueda dar lecciones, entendemos que ya no tenemos que explicarnos ni justificarnos, es como si, por fin, tuviéramos todo claro y ya no hubiera muchas cosas que añadir a nuestro bagaje. Hemos encontrado definitivamente nuestra identidad y comprendido nuestra perspectiva en todos los sentidos. Es como si se creyera firmemente en la identidad. ¿No decía el templo de Delfos el famoso “conócete a ti mismo”? Y llega, intempestivamente ese estado en que ya lo hemos hecho. Nos conocemos a nosotros mismos, ya sabemos quiénes somos y qué pensamos acerca de las cosas y la realidad. Así nos hacemos rígidos, sosteniendo como un tótem nuestro ego, el eje que nos permite enjuiciar y comprender de una vez la vida. Cioran sostenía que todas las religiones pretenden disolver nuestro ego cuando ese pobre yo es lo único que tenemos. He leído a Cioran con atención y con diversión. Me parece un humorista genial y yo me sentí cerca de esa consideración y sentí mi pobre ego como mi única posesión, mi única riqueza desde la que contemplar el mundo. Desafortunadamente, Cioran en los últimos años de su vida padeció alzhéimer y su complejo, sofisticado, divertido y pesimista ego desapareció, se disolvió misteriosamente por esa enfermedad que tanto tememos todos y que nos enfrenta a perder nuestro ego, nuestra amada identidad. 

 

Esa apoteosis de la identidad, ese implacable cultivo del ego, me divierte cada vez más porque siento que es una ficción, una ilusión, un constructo de nuestra mente a la que se le ha programado para creer que tiene necesidad de ello. Y ahora más bien me acerco a sentir -no pensar- que la identidad es como una llama de una vela, existe pero está en perpetuo cambio y transformación, carece de un núcleo y es como un sueño, fascinante, pero sueño en definitiva. Y el universo que nos rodea, los egos que nos rodean también tienen la misma densidad, o sea, ninguna. La realidad está vacía. Me divierte cada vez más cuando algún ego se cree fuerte como para manifestar su lugar en el mundo y puede enjuiciar sin ningún tipo de dudas todo el universo mental que lo rodea y lo llena de etiquetas sociales, políticas, morales, históricas, y no duda en emitir homilías sobre lo que ha logrado discriminar a partir de su ego y así calificar en base a su perspectiva suprema lo que entiende por realidad. 

 

Es curioso que en grandes genios de la literatura y del arte no podamos definir su ego, interpretarlos, acotarlos, etiquetarlos -siempre hay algún botarate que lo intenta- porque su identidad es difusa y no reductible a las fórmulas. Ahí tenemos a Shakespeare del que no sabemos prácticamente nada. Solo tenemos sus obras, pero a partir de ellas no logramos conocer su pensamiento o reconstruir su identidad. Sus personajes se sostienen en el aire, son misteriosos, no son recetas ideológicas que sirvan para conocerlos a ellos ni a su autor. Igualmente el personaje de Don Quijote es profundamente enigmático, intentamos acercarnos a él, pero todo crítico que lo intenta solo hace que proyectarse sobre la supuesta identidad del buen Alonso Quijano. Por más que intentemos acercarnos a él, más se nos escapa porque no encarna nada sólido y definitivo. Es el misterio de la identidad humana -y no descarto que también en los animales-. Solo es un foco de conciencia cambiante que cree ser algo para así poder definir el mundo que lo rodea, pero ambos son ilusiones. Cuando comprendemos esto, podemos estar a un lado y a otro simultáneamente, dar saltos, ser flexibles y no duros, sentir que todo está conectado misteriosamente, que el dualismo que tanto estimamos es una ficción y que solo existe en nuestra mente dialécticamente dualista que divide entre bien y mal, entre hermoso y feo, entre vulgar y exquisito... Todo es más divertido y más libre. 

domingo, 25 de abril de 2021

El misterio de la identidad


Ciertamente, creo con Walt Whitman que la Metafísica es el arte de desconcertarse a uno mismo. Y me explico: los seres humanos en conjunto y en particular me resultan extraños y paradójicos. Cuanto más los contemplo, cuanto más los leo, cuanto más los escucho, más conocidos me resultan, pero a la vez que se me acercan en un sentido, se me alejan en otros. Pienso que es imposible llegar a comprender a nadie por completo. Podemos llegar a acceder a algunas claves interpretativas, pero en cuanto nos seguimos acercando a esa persona, más se aleja de nosotros convirtiéndose en un misterio por transparente que pueda parecer. Los seres humanos nos resultamos opacos unos a otros en cuanto a las lógicas que nos mueven y dan sentido. No hay nada más lejano que otro ser a nuestra conciencia. Los novelistas, dramaturgos y poetas, y los artistas en general, exploran el misterio de la otredad intentando sumergirse en ella desde perspectivas subjetivas. Es la historia del arte, y en especial de la literatura como intento de rastreo y configuración de lo que nos hace ser algo esencialmente enigmático. He sido desde que recuerdo, lector voraz. Así desde que empecé a leer a mis cuatro años y algo no he dejado de leer y me siento desbordado por la extrañeza del Otro que se manifiesta en cada una de las novelas que leo. Por más que intente comprender a los personajes literarios, más se me escapan. Por más que intente acceder al hacedor de su narrativa, el autor, más se me desliza como arena entre mis dedos. Yo mismo, el eje de mi vida, soy para mí algo inaccesible por más que intente llegar al fondo de mí mismo. Ante esto hay muchas personas que lo dan por descontado y no intentan comprender más allá de lo visible, de lo accesible, de lo aparentemente real, de lo dado y sostienen que no hay que intentar penetrar en el territorio de lo confuso, de lo metafísico… Vamos, que no hay que buscar cinco pies al gato, que la vida es hermosa sin intentar comprenderla y que todo intento de darle un sentido es un proyecto condenado al fracaso, que la vida y los demás hay que vivirlos sin procurar desentrañarlos… Son estos seres de acción que no se contemplan a sí mismos y que no hacen por transgredir el fenómeno de la otredad. 

 

Volviendo a la cita de Walt Whitman, sobre el arte de desconcertarse a sí mismo como ejercicio metafísico… he de decir que me gusta ser siempre diferente a mí mismo, carecer de unas claves mecánicas y reiterativas sobre el sentido de la propia identidad, llegando incluso a sorprenderme a mí mismo como me gusta que me sorprendan los demás subvirtiendo su propia lógica constitutiva. 

 

Mis hijas se ríen conmigo y me parodian diciendo que un día pregunté a un camarero chino si tenían flan Mandarín a lo que el amable empleado me dijo que sí, que, efectivamente, lo tenían. Yo le repuse seriamente, “pues tráigame un helado”. Esto a mí no me sorprendió pero a ellas sí que les hizo mucha gracia y me lo recuerdan con frecuencia. Pudieron pasar muchas cosas en ese cambio de deseo, unas escasas décimas de segundo pueden suponer una transformación del anhelo de flan, es posible que simplemente expresándolo yo me hubiera dado cuenta de que en realidad no me apetecía. Son mecanismos ultrarrápidos del cerebro cuyo sentido desconozco. 

 

Para mí, pues, los seres humanos son como esta anécdota. Cuando he creído comprenderlos, cambian su petición y solicitan algo totalmente diferente dejándome sorprendido. No se puede reducir a nadie a una fórmula por más que muchos intenten hacerlo para lograr ser coherentes en su identidad… cuando la identidad es como intentar atrapar agua entre los dedos. Quizás ni siquiera hay dedos ni agua… Evohé. 

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