Suelo leer varias horas cada día, sea literatura, prensa, revistas, blogs, comentarios, críticas, etc. Ha sido algo progresivo el darme cuenta de que todo texto más que referirse a la naturaleza del mundo o de la realidad -que en parte sí- lo que hace es hablar del autor de este. Todos, cuando escribimos, nos describimos, nos presentamos, nos evidenciamos, nos manifestamos por más que lo que pretendamos aparentemente es analizar o comentar un aspecto de la realidad sea el que sea. El autor de un texto tiene necesariamente una cierta concepción de sí mismo -unas creencias, convicciones, ideas, conceptos, ideología- y la proyecta inequívocamente sobre lo que escribe. Es la idea que tiene de sí mismo la que se transparenta en su creación por más objetivo que pretenda ser en su análisis o comentario. Así, la gente, todos, hablan de sí mismos creyendo que hay algo dentro del sí mismo. Pero ¿y si no lo hubiera y toda nuestra identidad social, moral, política, sexual, profesional y existencial fuera una ilusión? Nos pasamos toda la vida buscando nuestra identidad, saber quiénes somos y a medida que nos hacemos mayores esa supuesta identidad se hace más consistente, más rígida, más inequívoca, más irrevocable, somos nosotros mismos más que nunca. Entendemos ya que no hay nadie que nos pueda dar lecciones, entendemos que ya no tenemos que explicarnos ni justificarnos, es como si, por fin, tuviéramos todo claro y ya no hubiera muchas cosas que añadir a nuestro bagaje. Hemos encontrado definitivamente nuestra identidad y comprendido nuestra perspectiva en todos los sentidos. Es como si se creyera firmemente en la identidad. ¿No decía el templo de Delfos el famoso “conócete a ti mismo”? Y llega, intempestivamente ese estado en que ya lo hemos hecho. Nos conocemos a nosotros mismos, ya sabemos quiénes somos y qué pensamos acerca de las cosas y la realidad. Así nos hacemos rígidos, sosteniendo como un tótem nuestro ego, el eje que nos permite enjuiciar y comprender de una vez la vida. Cioran sostenía que todas las religiones pretenden disolver nuestro ego cuando ese pobre yo es lo único que tenemos. He leído a Cioran con atención y con diversión. Me parece un humorista genial y yo me sentí cerca de esa consideración y sentí mi pobre ego como mi única posesión, mi única riqueza desde la que contemplar el mundo. Desafortunadamente, Cioran en los últimos años de su vida padeció alzhéimer y su complejo, sofisticado, divertido y pesimista ego desapareció, se disolvió misteriosamente por esa enfermedad que tanto tememos todos y que nos enfrenta a perder nuestro ego, nuestra amada identidad.
Esa apoteosis de la identidad, ese implacable cultivo del ego, me divierte cada vez más porque siento que es una ficción, una ilusión, un constructo de nuestra mente a la que se le ha programado para creer que tiene necesidad de ello. Y ahora más bien me acerco a sentir -no pensar- que la identidad es como una llama de una vela, existe pero está en perpetuo cambio y transformación, carece de un núcleo y es como un sueño, fascinante, pero sueño en definitiva. Y el universo que nos rodea, los egos que nos rodean también tienen la misma densidad, o sea, ninguna. La realidad está vacía. Me divierte cada vez más cuando algún ego se cree fuerte como para manifestar su lugar en el mundo y puede enjuiciar sin ningún tipo de dudas todo el universo mental que lo rodea y lo llena de etiquetas sociales, políticas, morales, históricas, y no duda en emitir homilías sobre lo que ha logrado discriminar a partir de su ego y así calificar en base a su perspectiva suprema lo que entiende por realidad.
Es curioso que en grandes genios de la literatura y del arte no podamos definir su ego, interpretarlos, acotarlos, etiquetarlos -siempre hay algún botarate que lo intenta- porque su identidad es difusa y no reductible a las fórmulas. Ahí tenemos a Shakespeare del que no sabemos prácticamente nada. Solo tenemos sus obras, pero a partir de ellas no logramos conocer su pensamiento o reconstruir su identidad. Sus personajes se sostienen en el aire, son misteriosos, no son recetas ideológicas que sirvan para conocerlos a ellos ni a su autor. Igualmente el personaje de Don Quijote es profundamente enigmático, intentamos acercarnos a él, pero todo crítico que lo intenta solo hace que proyectarse sobre la supuesta identidad del buen Alonso Quijano. Por más que intentemos acercarnos a él, más se nos escapa porque no encarna nada sólido y definitivo. Es el misterio de la identidad humana -y no descarto que también en los animales-. Solo es un foco de conciencia cambiante que cree ser algo para así poder definir el mundo que lo rodea, pero ambos son ilusiones. Cuando comprendemos esto, podemos estar a un lado y a otro simultáneamente, dar saltos, ser flexibles y no duros, sentir que todo está conectado misteriosamente, que el dualismo que tanto estimamos es una ficción y que solo existe en nuestra mente dialécticamente dualista que divide entre bien y mal, entre hermoso y feo, entre vulgar y exquisito... Todo es más divertido y más libre.