El reciente fallecimiento de la reina Isabel II a los noventa y seis años es ocasión para plantear algunas cuestiones que suscita su figura y su relevancia en la vida británica. Para un español medio es difícil concebir tal fervor del pueblo británico -y no británico- hacia su personaje que encarna a una reina en pleno siglo XXI. Es increíble la adhesión que revela. ¿Cómo es posible que una sociedad tan pragmática como la inglesa tenga en la institución monárquica un eje vertebral de su forma de ser?
Todo el mundo ha sabido de la reina por películas tremendamente populares como The Queen dirigida por Stephen Frears e interpretada magníficamente por Helen Mirren, o más recientemente la serie británica The Crown, todavía en proceso de grabación de su última etapa, creación de Peter Morgan y dirigida por varios directores. El cine, la prensa, las revistas, han convertido la monarquía británica en un mundo lleno de glamour pese a los más disparatados escándalos que han suscitado el mundo de los Windsor. Pese a quien pese, la monarquía goza de buena salud en el imaginario popular, y la reina era muy querida por su pueblo para el que era una especie de icono histórico con toques de pop por sus multicolores vestidos y sombreros.
La pregunta es si el heredero conseguirá una mínima parte de adhesión cuando juega en su contra su actitud con la que fue otro icono, la archifamosa Lady Di. La que será reina consorte, Camila Parker de Cornualles, no suscita ningún entusiasmo entre la gente, y su marido, el nuevo rey y su personalidad son todavía una incógnita como tal. Si quiere ser original y marcar un sello personal, esto jugará en su contra pues la principal virtud de Isabel II ha sido precisamente su presencia anodina y neutra que no se ha definido en ningún caso y ha ofrecido siempre un porte gris, salvo sus trajes. Si quiere ser colorido en su personaje, pretender ser especial y creativo se hundirán él y la institución real. Lo importante es la institución y no la personalidad del monarca parece ser el mensaje que le deja Isabel II. Que se deje de ideas u ocurrencias y que se limite a ser un hombre al servicio de la institución.
Visto desde otro país monárquico como España en que la mayoría no somos ni siquiera una miaja de entusiastas hacia la corona, el caso británico nos deslumbra y desconcierta. Los republicanos jacobinos no conciben que esto pueda ser posible y piensan que es un atavismo anacrónico de la historia que contradice cualquier lógica racional. Nuestro rey Juan Carlos no ha sido ejemplar y más bien ha sido un bribón y un botarate que por él solo ha sido capaz de cargarse la institución monárquica que pende de un hilo. Él era pobre a diferencia de los Windsor cuya reina es una de las mujeres más ricas del mundo con una fortuna personal cifrada en 370 millones de libras y las propiedades de la corona en castillos, mansiones, extensos campos y joyas superan los miles de millones de libras. Juan Carlos nos deslumbró durante un tiempo, pero, desvelado el misterio de su vida, se nos reveló como un casquivano idiota y un hombre con complejo de pobre que ansiaba el dinero como si tuviera miedo de no poder comer al día siguiente.
El misterio de la corona británica es significativo porque la institución goza de un prestigio que no parece acorde con un mundo moderno para desesperación de todo tipo de progresistas, pero uno desde la distancia siente envidia de un país reconciliado en buena parte con una institución atávica pero eficaz como representación simbólica del pasado imperial del Reino Unido.
El reciente fallecimiento de la reina Isabel II a los noventa y seis años es ocasión para plantear algunas cuestiones que suscita su figura y su relevancia en la vida británica. Para un español medio es difícil concebir tal fervor del pueblo británico -y no británico- hacia su personaje que encarna a una reina en pleno siglo XXI. Es increíble la adhesión que revela. ¿Cómo es posible que una sociedad tan pragmática como la inglesa tenga en la institución monárquica un eje vertebral de su forma de ser?
Todo el mundo ha sabido de la reina por películas tremendamente populares como The Queen dirigida por Stephen Frears e interpretada magníficamente por Helen Mirren, o más recientemente la serie británica The Crown, todavía en proceso de grabación de su última etapa, creación de Peter Morgan y dirigida por varios directores. El cine, la prensa, las revistas, han convertido la monarquía británica en un mundo lleno de glamour pese a los más disparatados escándalos que han suscitado el mundo de los Windsor. Pese a quien pese, la monarquía goza de buena salud en el imaginario popular, y la reina era muy querida por su pueblo para el que era una especie de icono histórico con toques de pop por sus multicolores vestidos y sombreros.
La pregunta es si el heredero conseguirá una mínima parte de adhesión cuando juega en su contra su actitud con la que fue otro icono, la archifamosa Lady Di. La que será reina consorte, Camila Parker de Cornualles, no suscita ningún entusiasmo entre la gente, y su marido, el nuevo rey y su personalidad son todavía una incógnita como tal. Si quiere ser original y marcar un sello personal, esto jugará en su contra pues la principal virtud de Isabel II ha sido precisamente su presencia anodina y neutra que no se ha definido en ningún caso y ha ofrecido siempre un porte gris, salvo sus trajes. Si quiere ser colorido en su personaje, pretender ser especial y creativo se hundirán él y la institución real. Lo importante es la institución y no la personalidad del monarca parece ser el mensaje que le deja Isabel II. Que se deje de ideas u ocurrencias y que se limite a ser un hombre al servicio de la institución.
Visto desde otro país monárquico como España en que la mayoría no somos ni siquiera una miaja de entusiastas hacia la corona, el caso británico nos deslumbra y desconcierta. Los republicanos jacobinos no conciben que esto pueda ser posible y piensan que es un atavismo anacrónico de la historia que contradice cualquier lógica racional. Nuestro rey Juan Carlos no ha sido ejemplar y más bien ha sido un bribón y un botarate que por él solo ha sido capaz de cargarse la institución monárquica que pende de un hilo. Él era pobre a diferencia de los Windsor cuya reina es una de las mujeres más ricas del mundo con una fortuna personal cifrada en 370 millones de libras y las propiedades de la corona en castillos, mansiones, extensos campos y joyas superan los miles de millones de libras. Juan Carlos nos deslumbró durante un tiempo, pero, desvelado el misterio de su vida, se nos reveló como un casquivano idiota y un hombre con complejo de pobre que ansiaba el dinero como si tuviera miedo de no poder comer al día siguiente.
El misterio de la corona británica es significativo porque la institución goza de un prestigio que no parece acorde con un mundo moderno para desesperación de todo tipo de progresistas, pero uno desde la distancia siente envidia de un país reconciliado en buena parte con una institución atávica pero eficaz como representación simbólica del pasado imperial del Reino Unido.