El acto de leer es una experiencia fascinante. Supone el encuentro de dos universos: el del que lee (o intenta leer) y el del escritor. Cada uno está condicionado por sus circunstancias. El lector tiene un estado de ánimo y una edad. Lee desde su presente, que es ahora. El escritor escribió en otro tiempo que fue presente pero ahora es pasado, y de alguna manera se proyectaba en el futuro cuando sería leído tiempo después. El texto escrito funciona como una especie de espejo en que el lector proyecta su mundo interior buscando alguna seña de identidad, alguna conexión. Necesitamos sentirnos reconocidos en ese mundo escrito y que nos diga algo sobre nosotros mismos. Cuando leemos nos buscamos a nosotros mismos. El diálogo principal no es sólo entre el lector y el escritor sino que plantea un diálogo en que el lector se desdobla y se observa a sí mismo. El lector quiere encontrarse. Para ello es necesaria cierta predisposición, unida a la experiencia de la soledad y al silencio interior, digo interior porque a veces no es imprescindible el silencio físico (yo suelo concentrarme profundamente en los bares, en los autobuses llenos de pasajeros que charlan). El mundo de lector se abre a otro mundo y lo encuentra en el subtexto que le reclama y le comunica deseos, fantasías, sueños, fracasos, angustias, sufrimiento, impotencia, miedo, tal vez felicidad…
El lector ha de estar en una actitud de escucha activa, de apertura al otro, para poderse sumir en el éxtasis que nos sustrae de la realidad donde estamos inmersos. Nos abrimos a lo extraño y en ello tenemos la posibilidad de formarnos y de transformarnos. La lectura nos cambia, es una suerte de iluminación de nuestro mundo interior. Dos extraños se encuentran y siguen siendo extraños pero no del todo. El otro viene a habitarme y yo lo recibo como un invitado que llega a mi casa. Abro mi mundo para que él lo habite, y me reencuentro paradójicamente conmigo mismo.
Para disfrutar de la experiencia-espejo de la lectura es necesaria la atención de modo prioritario. Pero la atención es una capacidad que se desarrolla. El ruido la perturba. Y el ruido son los pensamientos que nos asaltan vertiginosamente impidiendo sumirnos en ese universo mágico que es el texto. Éste debe atraernos poderosamente para que nos sintamos ligados magnéticamente a él. Debe decirnos algo que ya sabemos o intuimos, debemos sentirnos reconocidos. Por eso tantos lectores aman libros que les recuerdan la vida misma. Son tan reales que parecen verdad. O atraen historias que se convierten en símbolos inconscientes de nuestra psike. Así atraen de igual modo narraciones fantásticas de vampiros. El vampiro forma parte de nuestro inconsciente. Los adolescentes se sienten reflejados en esos seres ambiguos, que forman parte de un conjunto de personajes en transición, entre la sombra y la luz.
La literatura con mayúscula –y no meros artefactos de entretenimiento que fomentan la autosatisfacción- requiere de mundos lectores complejos, abiertos a la extrañeza… No quiero decir que sean mejores o peores. No se trata de eso, sino de capacidad de apertura ante el misterio. Como el texto es un espejo, sólo podrán penetrar en él aquellos que hayan participado de paisajes semejantes. Algunos escritores, no obstante, tienen un mundo tan abierto que permite ser habitado por muchos. Pienso en la poesía de Mario Benedetti, en la de Bécquer que proponen mis alumnos, en la de Pablo Neruda. Es un hito alcanzar la transparencia y ser capaz de comunicar poderosamente. Es una labor de genio y de síntesis literaria y existencial. La alcanzan pocos.
Los bestsellers, los libros juveniles que venden las editoriales a los adolescentes, no proponen experiencias complejas. Saben que el mundo imaginativo del lector de la sociedad de masas busca lo fácil, lo conocido, lo tópico… No plantean aventuras que lleven a la extrañeza. Se alimentan de lugares comunes, de fórmulas que aparentemente funcionan o se supone que lo hacen. Pero dicha fórmula es un misterio. Se publican centenares de títulos al año que se sumen en el olvido. Pocos libros superan la prueba de sobrevivir unos años en la lista de lecturas necesarias.
Cada uno buscamos algo diferente en lo que leemos. Depende de nuestro universo íntimo que es el que está buscando algo en que reconocerse y verse reflejado. Cuando esto se consigue, por azar, la luz que entra por la ventana nos ilumina el libro, pero también nuestro rostro resplandece por el encuentro que se ha producido. El libro nos está iluminando y nosotros ensimismados nos sumergimos en la lectura viéndonos allí presentes, dentro y fuera.