Durante este trimestre pasado hemos leído Platero y yo en
clase. Tenemos catorce ejemplares de una hermosa edición ilustrada en que la
obra es sometida a una selección de capítulos bastante oportuna. Cada capítulo
es leído en voz alta por un alumno y sobre ello, como son breves, voy haciendo
preguntas que indagan en la comprensión lectora y buscan la ampliación de vocabulario. En
alguna ocasión también han habido de aprenderse algún fragmento de memoria y
recitarlo delante de sus compañeros. El burro Platero se ha convertido en un
amigo de la clase, y la belleza poética de su prosa maravillosa nos ha
acompañado aunque probablemente no hayan entendido los chicos en su totalidad la textura y
riqueza lingüística del texto.
Las andanzas del poeta con su burro en su Moguer natal
probablemente sean apócrifas. Seguro que sí. No me imagino a Juan Ramón Jiménez a lomos de un burro, tan tierno y tan duro como Platero. Es todo el relato un
conjunto de secuencias poéticas que extraen hálitos de belleza y eternidad de
cada situación en que el poeta se queda en un estado de ensoñación y éxtasis
vital contemplando el fluir del tiempo, los objetos, la naturaleza, los
personajes, las calles, la luna, y la consideración de la muerte como presencia
continua en el relato. Es un libro escrito en estado de gracia que puede ser
leído con aprovechamiento en diferentes momentos de la vida. Algún lector del
blog ha sugerido en alguna ocasión que es un libro que hay que leer a partir de
los cincuenta años para entender la densidad estética y vital que supone esta
propuesta tan aparentemente ingenua, pero que tiene como trasunto la muerte de
las cosas hermosas, la muerte de todo lo que existe tras un tránsito de
hermosura vital y su pervivencia espiritual de alguna forma.
Es un libro hecho de remansos en que el ser percibe la
gracia y la belleza, así como el palpitar de una ternura singular expresada por
esa relación intensa que mantienen el burro y su amo. El libro está preñado de
tensión contenida en que es esencial la capacidad contemplativa del poeta, que
mira a través de sus ojos pero también de los seres ingenuos y buenos que
pueblan el texto. Este libro solo pudo ser compuesto por una persona buena, que
tenía una mirada limpia y profunda, habituada a la soledad de su jardín, a la
ensoñación frente a la realidad de lo natural o lo humano. Cuentan que Juan
Ramón Jiménez pasó buena parte de su niñez en soledad. Padecía lo que se llamó
hiperestesia o lo que es lo mismo que una intensísima percepción, casi
hipnóptica, a través de los sentidos. Se quedaba extasiado ante el reflejo del
sol en las hojas de los árboles, ante los sonidos de las campanas del pueblo
desde la lejanía, en los ladridos lejanos de algún perro, en la melodía de
algún piano, en la visión del pozo donde una golondrina tenía su nido o en el
agua profunda que reflejaba las estrellas de la noche. También se sentía
fascinado por las tumbas de los niños en el cementerio de Moguer.
Platero y yo es un diálogo fructífero del poeta con el burro acerca del mundo
en el que el alma del poeta se revela y nos revela fundamentalmente sus tres
ejes: conocimiento, belleza y eternidad.
Estos días en que leo a Proust, también de una época
semejante, recuerdo lo que decía Luis de Falla a Federico García Lorca en uno
de los cármenes de Granada a propósito de los ruidos que empezaban a invadir
todo, perjudicando su concentración musical. Este mundo de Juan Ramón Jiménez
todavía permitía el silencio y los sonidos naturales: las campanas, los trinos
de los pájaros, el sonido del cubo cayendo al pozo, los ladridos de los perros,
la voces humanas…
Nuestra civilización avanzada ha conquistado muchas cosas, todas irrenunciables, incluida esta maravillosa comunicación a través de internet, los antibióticos, la televisión, la lavadora, los anticonceptivos, las comunicaciones… Sí, eso es cierto, pero hemos perdido en el trayecto la posibilidad de estar en silencio concentrándonos en los sonidos naturales, la hondura poética, la percepción de la belleza y el ansia de conocimiento, inmersos en una sociedad repleta de objetos y de banalidad.
Nuestra civilización avanzada ha conquistado muchas cosas, todas irrenunciables, incluida esta maravillosa comunicación a través de internet, los antibióticos, la televisión, la lavadora, los anticonceptivos, las comunicaciones… Sí, eso es cierto, pero hemos perdido en el trayecto la posibilidad de estar en silencio concentrándonos en los sonidos naturales, la hondura poética, la percepción de la belleza y el ansia de conocimiento, inmersos en una sociedad repleta de objetos y de banalidad.
Me atraen las líneas puras, esenciales, hermosas, de estos
fragmentos de vida en que discurre Platero y yo. Y para mi gozo y maravilla,
mis alumnos adolescentes, muchos de ellos inmigrantes con un precario
conocimiento del idioma, también han experimentado esa cercanía y querencia por
lo poético que expresa el libro de Juan Ramón. Les he hablado de otros libros
del poeta, incluido Diario de un poeta reciencasado, y han manifestado interés
por conocerlo, pero desafortunadamente, no hay una edición escolar, tan bien
seleccionada e ilustrada como la de Platero yo. Pero qué maravilla sería poder
leer con ellos textos como el de La negra y la rosa, en que en medio de la fealdad y el ruido del
metro de Nueva York, el poeta es capaz de extraer nuevamente la poesía más
delicada y esencial.
No lo dudéis, es un hermoso texto de lectura para compartir
en el aula.