Es el comienzo de un nuevo curso, un
curso muy especial para mí. Ya hablaremos de ello. Hemos hecho los exámenes de
septiembre en que he comprobado que nuestros alumnos no han aprendido nada de
lo que les intenté enseñar el año pasado. Creo que la sensación es general. Las
evaluaciones compensan este fracaso con una benevolencia que es síntoma de
nuestra contradicción. Nuestros alumnos no han aprendido nada pero nosotros
seguimos funcionando como si el sistema lo hiciera coherentemente. Esto me hace
pensar. Lo que hago en el aula en buena parte es inútil, totalmente
prescindible. No suscita las ganas de aprender de estos adolescentes que se
aburren hora tras hora dentro de las jaulas que son las aulas. Nada de lo que
les enseñamos es significativo para ellos. No lo necesitan o sienten que no lo
necesitan. Es algo ajeno a ellos. Lo aguantan más o menos, se rebelan con su
desinterés, sus alteraciones del orden, sus actitudes disruptivas. Las clases
son una farsa. No excitan su curiosidad ni sus inquietudes durante la ESO. Nos
empeñamos en meter información que ellos ni la retienen ni la memorizan. De
hecho creo que ni siquiera la oyen salvo como un sonido molesto de fondo que
recuerda a las letanías de los monjes medievales: los profesores en la pizarra
explicando. Cuando lo hago sé que hay muy pocos que me presten atención. Mirar el aula es desolador. Sé que no les estoy reteniendo para nada por más que
intente ser expresivo y pedagógico. Es mi voz, son mis gestos, es mi estilo el
que les resulta distante, y espontáneamente deciden que no les interesa nada de
lo que les pueda explicar. Solo funcionan cuando les planteo ejercicios
prácticos y concretos. Cuando diseño actividades un tanto mecánicas y cuando
introduzco el juego en el aula. Necesitan estar activos. Escuchar a un profesor
les resulta patético. Juegan, se miran, se observan, se evaden, charlan,
observan por la ventana el patio, se insultan, se levantan. El profesor pide
atención, pero es inútil, no están allí. Están en su mundo adolescente, lejos
de la clase que ha imaginado el profesor. El resultado es que no aprenden nada
y el nivel de fracaso escolar es elevadísimo, solo compensado con nuestra
generosidad sin límites para aceptar que ellos no aprenden pero nosotros
seguimos cobrando el sueldo y haciendo como que enseñamos. Pero nada sirve para
despertar su curiosidad, ni para promover preguntas. Saben que lo único que
cuenta es que respondan con la respuesta correcta y eso les importa muy poco.
Tal vez sea conveniente copiar si se puede. La escuela ha conseguido convertir
a adolescentes en la época de mayor potencia personal de su vida en objetores
del conocimiento que nosotros les ofrecemos para convertirlos en pasivos
receptores del saber.
Todo esto me ha hecho reflexionar. Yo
había pensado que el fracaso era el de una escuela lasa que ha permitido el
declive del conocimiento y la puerilización del sistema. Pero ahora soy
consciente de que hay que cambiar la escuela, muy seriamente. Al menos la
escuela pública en que yo estoy en circunstancias sociales muy difíciles. No me
resigno a continuar con esta ficción de cobrar a cambio de una comedia en que
ni enseño nada ni ellos aprenden nada.
Este año –el último de mi vida docente-
será el más arriesgado de mi vida como profesor. Quiero dinamitar todo lo que
he hecho en los últimos años. Quiero hacer clases que los impliquen, que les
hagan pensar, que les hagan cuestionar todo. Que les hagan aprender con placer.
Quiero hacer de ellos el centro de la escuela y no yo. He de cambiar todo lo
que he creído importante en otros momentos propiciando mi aburrimiento y el
suyo. Quiero subirme al barco y estar en el mismo bando que ellos disfrutando
aprendiendo. Tiene que haber alguna forma de hacerlo.
Llevo varias semanas reflexionando,
investigando las últimas tendencias educativas en los países más avanzados.
Todo me hace reconocer que la escuela tal como la conocemos está muerta. Solo
el cinismo de unos, la comodidad de la mayoría, la resignación de otros permite
que el edificio se mantenga. Hay instrumentos intelectuales para idear otras
formas de enseñar, pero hemos de dar un giro copernicano a nuestro modo de
entender la escuela y el conocimiento para lograr hacer de la educación algo
que esté en consonancia con el tiempo en que vivimos. Como dice Ken Robinson,
la escuela actual está concebida para la realidad del siglo XIX y no para la
época en que estamos. Hacer examen de conciencia como profesores es esencial
para preguntarse después como Lenin ¿qué hacer?
Este Profesor en la secundaria es un
intento desesperado y gozoso de contestar a ese ¿qué hacer? Pero quiero
responder con la praxis de una nueva dimensión del profesor en relación con sus
alumnos a los que he de convencer emocionalmente, esto es básico, para que se
suban al barco en que yo no seré el capitán sino un primus inter pares que orientará, que promoverá preguntas, que no
exigirá respuestas, que no sancionará los errores, que pretenderá convertir el
aula, ese lugar terriblemente aburrido, en un lugar apasionante con música de
fondo.
He tenido un par de conversaciones con la
nueva directora del centro y me ha dicho que adelante. Tengo miedo pero más me
horroriza irme de aquí con la sensación de ser un impostor, un farsante, un
cínico que solo espera que pasen los días para llegar a puerto y cobrar el
sueldo de cada mes.
Este será el tema de Profesor en la Secundaria
este año. El propósito de cambiar todo de arriba abajo. Vale.