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lunes, 4 de abril de 2016

¿Somos unos farsantes los que embellecemos el aula?


¿Embellecemos los resultados los profesores que hacemos la crónica de las aulas? ¿Contamos como en un cuento multicolor la vida y rendimiento de nuestros alumnos cuando aplicamos didácticas novedosas? ¿Queremos expresar al mundo educativo una realidad de color de rosa cuando esta, la mayor parte de las veces, no lo es tanto? ¿Realmente nuestras aulas son tan maravillosas como queremos hacer creer?

Profesor en la secundaria lleva once años en la red. Creo que no debe haber blog que haya relatado con tanta plasticidad experiencias de fracaso y de desastre. A veces he rozado la pornografía emocional narrando la interioridad de un profesor al borde de estados sumamente oscuros que he vivido realmente en mi carne. Entonces en este blog predominaba un estado dolorosamente triste. A veces prefería escribir de otros temas que no fueran pedagógicos para no dar salida a ese río de oscuridad.

¿Entonces? ¿Cómo es posible que relate en este curso las cosas con tanta ilusión y expectativas positivas? ¿Es realmente la Flipped Classroom una didáctica tan extraordinaria que pueda dar realmente la vuelta a la clase? ¿Sus resultados son prodigiosos?

Por simplona que parezca esta metáfora, manida y gastada, hay dos formas de ver el vaso, medio vacío y medio lleno. Si lo ves medio vacío, tus expectativas son menores, das mayor relieve a los problemas, a las disfunciones, a las horas que no han salido como pensabas, eres más consciente del lado problemático de las cosas. Esperas menos de los chavales, relativizas los resultados, ves los aspectos más angulosos de la realidad, se apodera de ti una sensación de cansancio y aflicción que te impulsa menos a pedir lo imposible. Eres más consciente de la grisura de la realidad.

En cambio, si puedes ver el vaso medio lleno – no es una elección- tiendes a aumentar tus niveles de dopamina y trasformas con un cristal de colores la realidad. Ello te conduce a pensar de otro modo, a amplificar, a tener expectativas probablemente elevadas, a esperar muchísimo de tus alumnos y ellos –curiosamente- tienden a intentar equipararse a tu nivel de expectativas. Predomina más la euforia en tu estado de ánimo. Los problemas los ves como coyunturales y no les ves más recorrido que el que tienen. La dopamina es una sustancia legal, no está prohibida de momento. Se genera espontáneamente el que puede hacerlo. No siempre es posible. Y cuando cuentas, con altos niveles de dopamina, tus experiencias tiendes a verlas desde ángulos favorecedores. Y se nota cuando escribes en el blog. Claro que no todo es bueno, pero este estado eufórico se proyecta sobre los chavales y ayuda al encuentro con ellos a pesar de la grisura inevitable del curso que se hace largo y en el que realmente todo el mundo hace lo que puede. Mis experiencias en otros cursos han sido insatisfactorias. Pues en este curso anhelo que sean extraordinarias. Veo alegría en el aula, lucha por conseguir mínimos, trabajo bien hecho, no por todos pero sí por un sector interesante.

Se me dirá que habría otra perspectiva que sería la realista, ni eufórica ni depresiva. Puede ser. Sin duda debe haber excelentes profesionales de esa visión intermedia seguramente provechosa. Y probablemente la más fructífera. Aunque en el medio en que me muevo los profesores no intercambiamos experiencias. Nadie parece estar muy satisfecho. Mi instituto es un centro de máxima complejidad y nuestros resultados no son brillantes. No pueden serlos. Estamos en otra liga. Supongo que entre mis compañeros debe haber simplemente profesores realistas, adaptados a los niveles medios de realidad. Que dan un valor relativo al aula, que no esperan resultados demasiado sorprendentes. Son personas sensatas y perfectamente equilibradas. No creen demasiado en el nivel de cambio que puede suponer la escuela. Los comprendo y respeto, claro está.

Pero la escuela parece llevar implícita una especie de fe en lo imposible. Las teorías pedagógicas que han llevado a la reformulación del aula, del sentido de la escuela, son siempre utópicas. Los grandes pedagogos han sido primero visionarios y han planteado una clara concepción del ser humano aprendiendo cuando todavía las neuronas son salvajes. Sin un alto grado de idealismo que nos lleva a interpretar sesgadamente la realidad no es posible formarse expectativas elevadas. En la pedagogía se define una nítida concepción de la personalidad. Digamos que en mi caso, en dos terceras partes de mi experiencia me he movido en el terreno de la utopía y he apuntado a lo imposible, logrando así, los resultados más brillantes que cupiera imaginar. Algún día los contaré. Pero ciertamente en una tercera parte de mi vida académica, he vivido como Dostoievski a nivel de subsuelo experimentando un dolor difícil de describir. Esa sí que fue la noche oscura del alma del profesor.


Así que he visto las cosas en su intrincada dualidad. Y me quedo con la evidencia de que el que no es capaz de soñar nunca hará grandes cosas en esta profesión. Pero eso no se elige. Uno es el que es.

viernes, 18 de marzo de 2016

Mis alumnos son decididamente imperfectos


De la información a que exponemos a nuestros alumnos durante un curso ¿cuánta se retiene? ¿Un ochenta por ciento? ¿Un sesenta? ¿Un treinta? ¿Un diez? ¿Un cinco por ciento? ¿Nada? Multipliquemos la información que damos por ocho o diez materias todas importantísimas. ¿Se puede procesar toda la información, incluso siendo un alumno ideal que estudiara seis horas diarias después de las clases? ¿Qué tipo de alumno sería este? ¿Tendría tiempo para leer, para pensar, para ser, si se dedicara con ahínco a estudiar sin límite cumpliendo a la perfección con todas las tareas encomendadas? Pero nuestros alumnos no son así, al menos los míos no lo son. Reconozco su imperfección para ajustarse al modelo que anhelamos todos los profesores, como una especie de superhéroe de los docentes pero, a la vez, profundamente insatisfactorio. Lo habitual es que tengamos alumnos con circunstancias distintas, con procesos mentales que provienen de una evolución intelectiva peculiar, con mayor o menor memoria, con mayor o menor capacidad comprensiva, con más o menos interés, con mejor o peor disposición emocional, con problemas personales o familiares, económicos, anímicos. El resultado es que nuestros alumnos son imperfectos, no responden a un canon de ningún tipo. Pero lo fascinante es que son interesantes en su imperfección. Y con esa imperfección, unida a la nuestra propia, es con la que debemos trabajar.

Estoy convencido de que el profesor que fui en otro tiempo que quería embutir cada día cien unidades de conocimiento a ritmo acelerado para cumplir el programa, para satisfacer mi ego y sentirme exigente, hoy no tiene sentido para mí. He oído hablar del Slow Learning pero hasta ahora no me daba cuenta de que yo lo estoy practicando al desarrollar la lengua y literatura, no en cantidad de unidades de conocimiento sino en profundidad. Crecimiento hacia abajo y hacia arriba y no en número de kilómetros alcanzados por decirlo en alguna manera. No seremos maratonianos sino alpinistas y espeleólogos. Me gusta esta idea que lleva a ahondar o escalar. El conocimiento es infinito. Su vastedad inabarcable. Pero si conseguimos que un porcentaje significativo de jóvenes se enamoren del conocimiento como mecanismo para comprender sus propias vidas, eso será un hito irrenunciable. Y esto es lo que me interesa. Quiero que se hagan preguntas, quiero que vivan experiencias únicas. Quiero que mediante un ritmo pausado, lento tal vez, utilicen el lenguaje como medio de autoconocimiento. Quiero que la literatura con mayúscula entre en sus vidas. No busco violentarles, ni forzarles a aprender. Mi clase más que un gimnasio o una pista de pruebas es un parque con glorietas, con jardines, con estanques, con fuentes, con rincones, con bancos para charlar donde se expresa la fuerza de su adolescencia impetuosa y el profesor es un visionario que mira lejos y hacia dentro. Sabe que no importa la cantidad sino la hondura y el ritmo es incierto. Cada uno tiene su ritmo. No puede forzarse algo que es fruto de la evolución individual. Pero hay que aderezar el proceso con gotitas de magia y un aprendizaje en espiral o tal vez concéntrico. Los centros de aprendizaje hay que estimularlos. Se aprende por intuición no por repetir sin saber qué se dice. Hay un momento en que uno se da cuenta de que las cosas adquieren sentido. Hay un momento en que se unen el significante y el significado, y ese instante es iluminador. Si no, recuerden la escena de la película El milagro de Anna Sullivan. Tras una lucha denodada de la maestra Anna Sullivan con su alumna sorda, muda y ciega para enseñarle un método de lectura, y cuando todo parecía caminar al fracaso, Helen Keller une el significante A-G-U-A al líquido que tiene entre las manos. Pocos momentos hay más maravillosos que ese para un profesor. Pero para ello debe haber una maduración que puede ser inducida, pero nunca está garantizada. Anna Sullivan estimula la disciplina de su alumna, perdida en la condescendencia de su familia. En cierta manera la violenta y hasta le da alguna sonora bofetada, pero eso no es suficiente. Como bien saben mis alumnos, taumaturgo es un hombre (o mujer) que hace milagros. Ese milagro del conocimiento es un proceso inducido, pero no hay marcas que cumplir. Es rápido o lento. O tal vez no se produce. Pero es rigurosamente individual. Nada hay que me reconforte más que ver alumnos siguiendo su propio camino, intuyendo que detrás de sus palabras hay densidad y progresiva hondura. Leo sus textos intuyendo ese despertar a la conciencia para la que necesitarán las palabras y la búsqueda de una suerte de armonía consigo mismos. El profesor les ofrece algo que es fruto de su propio aprendizaje. No les está ofreciendo algo externo a su vida. Es su propia vida, estilizada, depurada, como en un proceso alquímico. No se trata de vivir en el exterior del conocimiento sino en su interior. Es a lo que he llamado como concepto la Ex-fluencia como alternativa a la In-fluencia.

Hay centros de conocimiento que deben ser subrayados. Como un gong que hiciera vibrar los espíritus, repetida, rítmicamente. Soy profesor de lengua y literatura. Y hablo de lengua y literatura, pero como mecanismos fundamentales del ser humano para comprender. Y comprenderse. De ahí proyectos como el Odradek y la novela que deben escribir de más de veinte páginas. De ahí la lectura de relatos de Kafka, culminando en La metamorfosis que hemos empezado a leer hoy. En esa transformación de Gregorio Samsa está expresada la suya propia. La de una adolescencia, que es una de las etapas más dolorosas de la vida –si no, recuerden la suya propia-, en que se están transformando en algo que no comprenden, en una especie de insecto –muchas veces se sienten así- que goza y sufre alternativamente.

Lentitud, ¡qué bella intuición! Un largo recorrido se comienza con un paso, y otro, y otro, hasta que adquieren sentido y ese instante es el que profesor y alumno se miran y se sonríen con satisfacción compartida.

Pero entonces es la despedida.



martes, 15 de marzo de 2016

Tras una tarde de evaluaciones


Mi humor no es bueno tras una maratoniana tarde con tres sesiones de evaluación seguidas. No sé si es mi perspectiva divergente o que, en cierta manera, me despido, pero no me he sentido muy cómodo entre mis compañeros durante el desarrollo de las citadas sesiones. Tengo la impresión de una constante futilidad en los juicios acerca de los muchachos. No trabaja, no se esfuerza, no presenta el dossier, parece en la luna de Valencia, tiene novia, no me hace los deberes, podría hacer más, no estudia, suspende los exámenes... Así repetido indefinidamente en un tono monocorde y cansino. Estudiar es un pasaje al que se accede con sufrimiento y la visión de los profesores alienta sobre todo la rutina, el cumplimiento de tareas monótonas, la memoria para el examen, y la presentación dichosa del dossier. Nadie ha mencionado ni valorado la creatividad ni la imaginación, ni el lado crítico de nuestros alumnos. De hecho estos son valores ajenos a la evaluación. Ese cedazo de la evaluación convierte en una masa homogénea y grisácea al conjunto de los alumnos. Es como si un tribunal compuesto por diez profesores grises juzgara con cierto afán de venganza la fuerza y el colorido de veinticinco alumnos, sus capacidades y su ímpetu adolescente. Me asombro de la grisura de una sesión de evaluación en que no hay ningún contenido que tenga un ápice de idealismo y sí un contenido escéptico que premia, sin excesiva alegría, el sometimiento, la burocracia y la mediocridad. Profesores grises resabiados premian a alumnos grises que presentan el dossier, hacen los deberes y estudian para el examen. Esta es la cuestión. La generación de una casta de burócratas cumplidores pero sin el más mínimo toque personal.

Por algún conducto tengo acceso a la opinión de diversos alumnos inteligentes que no se centran en las notas del instituto. Es como si no les concedieran valor excesivo salvo para ir pasando discretamente o incluso quedándoles varias materias. Y son los más creativos y lúcidos. La opinión de los profesores es sumamente negativa acerca de ellos. Yo no hago exámenes de memorización ni pido dossier y promuevo la imaginación y la creatividad. Hay alumnos poco escolares o nada académicos que tienen mucho que aportar pero que son arrollados por el sistema. Uno de ellos suspendía todo menos mi materia en la que sacaba muy buena nota. La impresión sobre él era demoledora. Sus dossieres son desastrosos, la letra es ilegible, no hace los deberes, está que no se entera de nada, es la pasividad en persona, la apatía total, está pero no está ... Yo no suelo hablar pero ahí he reaccionado ante la opinión unánime de la Junta de Evaluación. Para mí –he dicho- es un alumno muy imaginativo, que tiene una memoria excelente, que tiene una capacidad lingüística espléndida y que tiene un mundo personal muy rico que está descubriendo en medio de una resistencia tremenda frente al medio. Quiero dejar constancia de que no concuerdo con la opinión mayoritaria y que pienso que es un alumno que puede ser superdotado con un perfil de fracaso muy fuerte porque no le interesa lo que oye en clase. Para mi sorpresa no lo han negado. Era para ellos un alumno enigmático que no se adaptaba a la criba burocrática. No se han reído ante mi sospecha de que pueda ser superdotado, y a continuación han pasado a otro tema. No les ha importado nada esa posibilidad ni que tal vez haya que tratarlo de otra manera. O descubrir sus resortes.

Mi silencio durante el desarrollo de las Juntas era ostensible. No tenía mucho que decir. Veo a los chavales de modo distinto. Valoro en ellos sobre todo su creatividad que está siendo aplastada por el sistema que quiere individuos hábiles para la repetición y la copia, y sobre todo totalmente amaestrados para sacar excelentes repitiendo y repitiendo. Me gusta plantearles desafíos creativos y no los someto a exámenes de memorización que sé que no sirven para mucho sino para mostrar aquello que han podido recordar durante la duración del examen. No me interesa este tipo de memoria. Quiero memoria creativa, incorporada a sus instrumentos de trabajo y sus habilidades. No les examino de lo que recuerdan en un momento determinado (o que copian). Les someto a desafíos en que han de relacionar conceptos, conectar ideas, establecer nexos, generar ideas, dar saltos imaginativos, los introduzco en el pensamiento complejo. No quiero de ellos lo que les haga iguales sino lo que los haga profundamente distintos. Su reflexión íntima, su propuesta singular.

Eso no quiere decir que no tenga notas de ellos. Para realizar la evaluación tengo entre sesenta y setenta calificaciones que sumo dando un resultado final que me sirve de referencia. Ellos opinan que no es difícil aprobar mi materia trabajando pero yo no les presiono. Trabaja el que quiere y así suma puntos, y el que no quiere no lo hace. Lo sorprendente es que la media de trabajo es alta, el visionado de los vídeos de lengua y literatura es constante. No les penalizo, solo sumo lo que ellos aportan y doy un gran valor a las cuestiones creativas que se salen fuera de la rutina. Los veo contentos. El nivel de excelentes y notables es alto. No los obligo a trabajar ni a memorizar, pero el ritmo de trabajo es constante. Me comunico con ellos mediante el correo o el blog. Les mando información suplementaria. Estoy encima de ellos valorando lo que tienen de especial, sea su mundo el que sea. Y ellos se dan cuenta de que en las notas no hay ningún truco ni sorpresa. Tienen la nota que han generado, sin presiones. La nota no es fruto de un azar sino de una lógica congruente. Y no les pido el maldito dossier, algo que debe ser muy importante por la pasión que tienen mis compañeros  por el mismo.


Me he dicho que tenía que escribir sobre ello. He salido abrumado por tres horas tan escasamente imaginativas que no me extraña que corra por Facebook y Twitter un esquema de lo que decimos los profesores en las Juntas de Evaluación en forma de caricatura, pero es que es así. Hoy he ido a escuchar y nadie se ha salido del guion. Parecíamos siluetas esperpénticas en un trance que no revelaba ninguna ilusión.

viernes, 4 de marzo de 2016

La muerte del profesor


Es tanto lo que se puede hacer en un aula que en cierta manera ser profesor es un oficio de alquimista en proceso de búsqueda de la piedra filosofal. No descarto ningún método y abrazo toda dinámica que nos lleve a caminos inéditos. Entiendo la labor del profesor como la de un constructor de un mecano cognitivo con infinidad de piezas que pueden dar lugar a artefactos dispares. No hay dos ingenieros iguales, ni las piezas son las mismas ni los métodos y estrategias pueden ser idénticas nunca. Además tenemos el factor tiempo. Toda enseñanza se sitúa en un momento histórico, un fragmento del tiempo, el externo, el que da el calendario, y, por otro lado, un tiempo interno, el que viven los protagonistas que están en el aula. El profesor tiene un reloj biológico interno y los alumnos –cada uno- otro. El resultado de este ensamblaje pedagógico-existencial es altamente interesante. El profesor va cambiando a lo largo de su historia. Pasa procesos, asume riesgos y fracasos, alcanza éxitos y va aprendiendo generalmente solo. Este es un oficio muy solitario, aunque sea una soledad extraordinariamente acompañada.

Se mezcla todo en una coctelera utópica y ucrónica: tiempo, método, existencia, conocimiento, estrategia, procesos paralelos... se le añade un catalizador y he ahí  un resultado, como podría haber sido otro. 

He vivido algunos cursos anodinos. No podría controlar el proceso. Me faltaban ingredientes intelectuales. Y el resultado era realmente deplorable. Lo había intentado pero todo había sido un fracaso. El profesor en tal caso, pasa momentos malos en el aula y sale del curso con un sabor de boca amargo. Una mezcla de espíritu de supervivencia anímica, una dosis de olvido, un par de meses de vacaciones, y vuelta a empezar. Algunos han criticado estas largas vacaciones de los profesores comparadas con el resto de los trabajadores, pero esto quiere decir que no se es consciente del proceso que vive el profesor a lo largo de un curso normalmente agotador y extenuante. Un curso es un viaje en el que se parte a alguna parte, se recorre una larga senda, y termina en una muerte simbólica. El profesor muere a final de curso. No solo es la extenuación anímica, es también un grado de postración en que se cae sin fuerzas. Hace falta un tiempo de transición para renacer de nuevo, un bar-do en la filosofía hinduista y budista.

Un tiempo de reconstrucción intelectual y existencial. Esto es lo que viví este verano pasado. Acabado el curso, comencé a idear el curso siguiente. Indagué en internet, busqué experiencias, vi vídeos de TED, releí textos que tenía olvidados, leí otros que me abrieron el planteamiento de la neuroeducación y fui consciente de que en mi trayectoria más fructífera había aplicado lo esencial de esta disciplina: la presencia de la emoción en el aula, la búsqueda continua de novedad en mis planteamientos educativos, y la idea de juego como elemento constructor de la clase. Descubrí así el Flipped Classroom o clase invertida, una idea realmente operativa si uno está dispuesto a indagar y experimentar. La clase se hace en casa por medio de vídeos y la duración de la clase queda totalmente libre para profundizar en la materia. Los vídeos son una herramienta espléndida. Los grabo yo mismo. Llevan vistos unos treinta y tres. Comenzamos a dos por semana y cubrimos la totalidad del programa de historia de la literatura. Luego iniciamos la sintaxis. Experimentamos intensamente con el léxico por medio de aplicaciones formidables. Surgió sobre la marcha el proyecto de escribir una novela que les ha entusiasmado. Y posteriormente el proyecto Kafka en el cual llevamos unos dos meses metidos, y todavía nos falta la lectura de La transformación (La metamorfosis). Si el tiempo lo permite, quiero hacer una cala en el mundo de Julio Cortázar como derivación conceptual del mundo de Kafka.

Nada de esto es posible si el profesor no se renueva profundamente, si no muere y vuelve a nacer. Si no investiga, si no indaga en líneas de pensamiento y de didáctica que pongan en cuestión lo supuestamente sabido. Necesité una historia personal, bastante accidentada, con luces y sombras, y un verano en que me dediqué a pensar y a hacer senderismo por los Pirineos. Volví en agosto repleto de energía. Y logré ensamblar las piezas intelectivas de una transformación personal que se proyectaría en el aula. Lo que llevo de curso ha servido para levantar un castillo de piezas que gozosamente, según lo observo, van tomando su lugar. Hoy en un examen sobre Franz Kafka, en que podían tener todos los apuntes delante que hubieran tomado ellos personalmente, he visto cómo el edificio alcanzaba sentido y dimensión. Ha sido un examen en que han estado volcados intensamente. No dependía el resultado del azar en absoluto. No habían tenido que estudiar. Solo tenían que construir un texto de una cara de un folio en que presentaran coherentemente su visión del escritor de Praga en que podían utilizar todo lo que hubieran elaborado ellos. El problema para muchos era seleccionar y sintetizar para articular un texto coherente que tuviera sentido. Hemos leído diversos textos y los hemos comentado durante estos meses. Este tipo de examen con material abre un proceso muy interesante puesto que la información que tenían era fruto de sus apuntes y, por tanto, de su trabajo, de su comprensión y de su capacidad de expresarlo ordenadamente. Creo que es un nivel de examen mucho más interesante que el memorístico. Lo que he visto me ha puesto contento.

El curso va a velocidad de crucero, pero todavía falta el clímax dramático del mismo. Va a ser una pena llegar al final del año escolar. El profesor habrá recorrido con sus alumnos un largo viaje y todos conjuntamente se habrán abierto a los descubrimientos y a las sorpresas. La emoción es fundamental. La emoción unida al ansia de conocimiento. Cuando llegue junio y termine el periplo, el profesor morirá metafóricamente (espero) y esos alumnos habrán de seguir adelante tras vivir una experiencia vital creo que significativa. El profesor ha estado pensando delante de ellos y ellos han asistido al surgimiento de una idea poderosa, intelectualmente potente. Si el profesor piensa, ellos sienten necesidad también de pensar.

Esta es la microhistoria de un curso, un pequeño relato parcial y emocional de un profesor que siente la alegría de la creación compartida.



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