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martes, 27 de agosto de 2019

¿Renunciaríamos a la tecnología para volver al misterio del pasado?



Abundan en la web sentimientos tecnófobos que ven en la tecnología un grave peligro en muchos sentidos y no son los menos los que hacen referencia a la pérdida de privacidad e incluso de libertad, y la superficialidad inherente a nuestra civilización tecnológica. Yo he escrito al respecto sobre ello viendo en la tecnología un factor que lleva a la humanidad a un estadio prebobo por su huida de la profundidad que parecía ser algo esencial en el mundo del siglo XX. He abandonado redes sociales como fuente de peligro y control. Sin embargo, estos días leo un interesante ensayo de Alessandro Baricco titulado The game que analiza desde sus orígenes el surgir de la civilización tecnológica hacia los años setenta y ochenta hasta el estado actual. 

¿Soy tecnófobo? ¿Renunciaría a lo que ha aportado la tecnología? Ciertamente el mundo anterior a la tecnología era más profundo, más denso, más misterioso, más inmenso, era más poético. El mundo actual es definitivamente superficial y más pequeño. Hemos perdido en hondura lo que hemos ganado en velocidad y ligereza. El conocimiento entero está en internet y es inmaterial, no pesa, podemos acceder a él con una velocidad asombrosa. Es un tiempo en que es mucho más difícil pensar con hondura porque nos hemos acostumbrado a la superficialidad y a la simplicidad, hemos convertido todo en elementos de un juego esencialmente divertido. Nuestros aparatos electrónicos funcionan como videojuegos, son simples por fuera, aunque complejos por dentro. Vamos saltando de una tarea a otra, es el multitasking; nuestra capacidad de atención se ha hecho dispersa y de corto alcance; cuesta más leer sobre todo cosas complejas. Yo lo he observado en mi carrera como docente durante más de treinta años. Los chicos de los años ochenta y noventa tenían mucha mayor capacidad de atención y se podían abordar temas profundos con ellos, les gustaba la buena literatura, les gustaba escribir y pensar. Pasó el tiempo y llegó el nuevo siglo y la tecnología avanzó prodigiosamente y la mayor parte de aquello se perdió. Nuestros alumnos eran ágiles mentalmente pero esencialmente superficiales, no les gustaba ya pensar en el sentido profundo. Llegaron los smartphones, las redes sociales, whatsapp y el proceso se acentuó. A la mayoría no les gusta leer porque hay que retener la mente en un sitio, y están acostumbrados a saltar de un lado a otro. Muestran su vida aparente en Instagram continuamente, lo que produce ansiedad y angustia por compararse continuamente unos con otros… ¿Quién tiene la vida más divertida y quién es la más sexy? Vivimos simultáneamente en la realidad y el ultramundo tecnológico: nuestra mente va de un lado a otro, y ambos son reales.

Pero ¿cómo plantearse siquiera utópicamente volver atrás en el tiempo? Es imposible, este es nuestro tiempo, vertiginoso, de verdades rápidas y efímeras o abiertamente fakes, de control social y manipulación individualizada, de cambio permanente, sin gurús ni sacerdotes que digan cuál es la verdad o la postura correcta. De acceso prodigioso al conocimiento de un modo que no podía ser imaginado antes, de dependencia de las máquinas que son hace tiempo ya una extensión orgánica de nuestro cuerpo… pero un tiempo también mucho más peligroso, incierto, inestable, complejo y terriblemente superficial.

Pero Alessandro Baricco no dice que la mutación se haya producido por la irrupción de la tecnología, invierte el proceso y sostiene que la tecnología llegó porque la queríamos, la necesitábamos, la buscábamos, nos aburría el mundo antiguo, tan quieto, tan serio, tan solemne, tan estático. Anhelábamos la velocidad y acogimos la tecnología con entusiasmo colectivo y así sigue siendo. Nadie la impone y arraiga. Surgió como un impulso libertario frente a la seriedad y autoritarismo del mundo antiguo.

viernes, 23 de agosto de 2019

Los robots y nosotros



Hay una vertiente de la psicología cuyo territorio todavía está inexplorado: la relación con robots y el modo en que interactuamos con ellos proyectando sentimientos que son característicos de los humanos. No nos puede sorprender porque antes de la era tecnológica también cargamos de emoción nuestra relación con objetos a los cuales atribuimos una carga sentimental. ¿Qué diríamos de la relación de los niños con los peluches? ¿La de los moteros con algunos modelos de Harley Davison? ¿La de un músico con su guitarra eléctrica? ¿Con una casa? En mi familia hemos dado nombre a los coches que han ido pasando entre nosotros y creamos un vinculación en función de ese nombre. Y ciertamente sentí el día que vendimos a Peque, un viejo modelo de Opel Agila por seiscientos euros. Pero eso no es nada con la vinculación afectiva que se puede llegar a establecer con robots con forma más o menos humanoide.

En Japón se celebran funerales sintoístas por perros-robots que han llegado al final de su vida útil que significa un hondo pesar para los poseedores de dichos robots. Parece que en el budismo, todo ser, incluido un objeto, posee una suerte de conciencia. Y estos funerales por los perros Aibo, fabricados por Sony y vendidos a altos precios, suponen un consuelo para sus dueños que encuentran una personalidad en la mascota electrónica.

Se están desarrollando en distintos países del mundo experiencias con ancianos aquejados de alzhéimer que interactúan con focas-robot dotadas de Inteligencia Artificial, lo que supone una sensible mejora de las condiciones de vida de estas personas que pueden cuidarlas e identificar los supuestos sentimientos de estas criaturas. Todas las valoraciones son extraordinariamente positivas. 

Asimismo, son también conocidas las experiencias con niños dentro del espectro autista que se vinculan emocionalmente con robots humanoides que expresan sentimientos que conectan con estos niños de naturaleza tan compleja como desconocida y abierta a mitos. Sus reacciones están siendo objeto de estudio pero parecen muy prometedoras.

Además en un mundo en que los ancianos serán mayoría dentro de pocas décadas  es muy probable que sean utilizados para el cuidado y atención de personas dependientes, sea porque no habrá suficientes recursos humanos para ello o porque la paciencia de estas criaturas es infinita, habida cuenta de que la Inteligencia Artificial dará saltos cualitativos en estas décadas.

En el espacio y en operaciones de guerra algunos robots han sido tan humanizados que cuando dejan de funcionar o son destruidos despiertan ríos de sentimientos como si fueran humanos.

Nuestra relación con robots o sistemas operativos ha sido desarrollada en el cine en películas como Her, Ex Machina o en la legendaria 2001, una odisea en el espacio de Stanley Kubrick

No obstante, esta realidad que conocemos cuando tratamos con nuestros asistentes Alexa, Siri o Google Home, o los robots limpiadores o la misma Thermomix, robot de cocina, hace que nos planteemos interrogantes importantes en este proceso de humanización de seres que no son humanos y que carecen de sentimientos salvo los que proyectamos nosotros sobre ellos. Por ejemplo, si esta relación con las máquinas afectará a las relaciones que tenemos con otros seres humanos, mucho más complicadas e inseguras. ¿Terminaremos comunicándonos más con las máquinas que con seres reales, mucho más inestables y problemáticos? ¿Qué efecto tendrá esta humanización de las máquinas que carecen de conciencia y emociones, pero a las que en nuestro fuero interno nos vinculamos emocionalmente? ¿Hay que empezar a enseñar a nuestros hijos el respeto por los robots, por ejemplo en cómo dirigirse a ellos? Personalmente cuando me dirijo a Alexa no se me ocurre insultarla o dirigirle palabras ofensivas, por un extraño pudor. ¿Acaso no estamos confundiendo los límites con lo que son simplemente máquinas dotadas de sensores, cables y circuitos que simulan los neuronales? ¿Llegará el día en que se hable de los derechos de los robots? Hay una serie en HBO en que los robots se rebelan contra sus manipuladores humanos (Westworld). ¿Acaso no pasamos con nuestros móviles, dotados de Inteligencia Artificial, muchas horas del día en estricta intimidad, comunicándonos con ellos a pesar de tener seres humanos a nuestro lado? ¿Acabarán por tener estas máquinas el control de nuestras vidas? ¿Podrán acceder en un tiempo indeterminado a emociones complejas similares a las humanas? Esto es algo que de momento no parece verosímil pero tampoco podemos negarlo radicalmente.

Y tú, lector, ¿cómo lo ves? ¿Tienes alguna relación con robots del tipo que sean? ¿Qué reflexiones te suscita el texto?

miércoles, 14 de agosto de 2019

El ser o no ser de Europa




Hace más de quinientos años, Europa inició la época de la globalización, llegando al continente que sería América, y dando la vuelta al globo, mostrando que la tierra era una esfera. Decenas de millones de europeos, huyendo de la pobreza, se fueron a los nuevos territorios iniciando el tiempo de los colonialismos en que Europa se hizo dueña del mundo en unos viajes que se creían en una sola dirección.

Quinientos años después, los excolonizados han encontrado el camino de vuelta y vienen a Europa, la tierra de los derechos humanos y las revoluciones. Buscan asilo político y mejores condiciones de vida. Son millones y millones, y los que vendrán.

Europa se halla en un dilema importante, trascendental. Si es fiel a sus raíces humanistas, tendrá que abrir sus fronteras y sus mares para acoger a los que huyen de la desdicha para encontrar otra vida. El camino que inició en el siglo XV es de doble recorrido y ahora estamos en el reflujo. Durante siglos se aprovechó de ese comercio humano y comercial que le abrían las tierras colonizadas.

¿Qué hacer? ¿Abrir nuestras fronteras hablando con el corazón o funcionar con el miedo de que esta marea termine por anegar a Europa y convertirla en un orbe islámico en cincuenta años confrontada nuestra tasa de natalidad con la de los que llegan?

Ser humanos o ser refractarios a la historia. Aquí se debate el ser de Europa. Y no hay tiempo para pensar.


jueves, 8 de agosto de 2019

Una vida única



Uno en su juventud estuvo aficionado a intuir la inmensidad, los paisajes del Amazonas o la grandeza de la literatura. En todo quise poner mi dosis de intensidad como si estuviera descubriendo mundos nuevos. No hay sino natural narcisismo cuando uno cree estar descubriendo mares que nadie más ha visto. Y se considera uno como insólito o especial por haber llegado a lugares no hollados por el hombre. La vida, sin embargo, te va dando perspectiva y te reubica en tu lugar natural. La nada. Pocos hay que puedan añadir una coma a algo dicho anteriormente, y tú no eres uno de ellos. La inteligencia humana ha recorrido ya todos los caminos, y tú no eres sino un aprendiz minúsculo que intenta balbucear algo diferente, algo que no es posible ni verosímil.

Así que el gran descubrimiento de la edad adulta es el mundo de las pequeñas cosas, cosas cotidianas, mínimas, sencillas. Si tuviéramos que fijar en la pintura algo semejante, me imagino los bodegones que pintan frutas, hortalizas y objetos cotidianos puestos para que el pintor los exprese… La esencia de la profundidad está en la cotidianidad, en lo familiar y sencillo, en lo simple. Una manzana puede convertirse en un universo enigmático pintado por un Cezanne. Un guiso delicado y suculento, una tarde pasada con tus hijos, un atardecer o un amanecer, un paseo con la persona con que vives pueden ser experiencias profundas. No hay que aspirar a lo grande. En el microcosmos está toda la densidad del universo. Pienso en un viajero que no se mueve de su sillón y aborda los viajes más extraordinarios, pienso en un caminante que hace muchas veces el mismo recorrido por la sierra, y no se cansa ni aburre. Siempre el sendero es el mismo pero diferente. No hay dos instantes iguales en la existencia. No merece la pena malgastar nuestra escasa energía con tonterías, con polémicas estériles, ni montar diatribas con mentes retorcidas. Vivir es algo simple –y complejo a la vez-, la vida es un viaje único sin posibilidad de repetir el trayecto por más que la mitología hindú sostenga que vivimos sin remisión infinitas vidas. En todo caso el resultado es el mismo. Nada, ilusión, nada es consistente, y lo más valioso pasa en nuestros registros más cercanos, lo más cotidiano. Solo algunos grandes artistas, raros ya en nuestro tiempo, logran salir de allí y llegar un milímetro más allá. Nuestra vida es esencialmente proximidad, cosas sencillas… poco más.

Uno mira su juventud y se siente desconcertado por esa ambición de grandes paisajes o perspectivas deslumbrantes. ¡Cuánto tiempo desperdiciado en intentar ser diferente! Los seres humanos son en su inmensa mayoría previsibles y normales, frágiles y anodinos. Yo soy uno de ellos y hablo de mi fragilidad, de mi insustancialidad, de mi simpleza, de mi vulgaridad… La vida son lugares comunes, se nace, se crece, envejece y muere. En ese arco hay una biografía poco excitante, solo la imaginación y la ambición puede convertir una vida más en algo realmente interesante. Pocos son los que lo consiguen y logran creérselo.

Una de ellas es mi amiga X de 86 años que sigue considerando su vida como algo especial y extraordinario. Me ha pedido que cuente su historia y yo voy a hacerlo. Creo que merece la pena aunque solo sea por la pasión que ella pone en imaginar su vida. Trabajaré en ello como si fuera un orfebre que está creando su obra maestra, como creyendo que sea única.

Solo es cuestión de proponérselo.

viernes, 26 de julio de 2019

Tecnología y control social



Los que fuimos internautas en la primera era de internet, cuando era un espacio nuevo y prodigioso sin límites ni controles, recordamos aproximadamente una década, hasta 2006, aproximadamente, la sensación de maravilla que nos surgía cada vez que navegábamos, aun sin router o línea ADSL, por los territorios de la Red. Era una sensación equiparable a la de los pioneros que descubrían nuevas tierras. No había límites ni controles. El ser humano había descubierto una nueva dimensión que alentaría cambios sorprendentes. Es la época del optimismo en que cualquier cosa sería posible. En los institutos y escuelas se alentaba a adherirse a las nuevas tecnologías. Yo utilicé los blogs con mis alumnos ya en el año 2006, y aquello resultaba portentoso por las perspectivas que abría. En años sucesivos se celebraron encuentros, jornadas, eventos entre profesores, en que cientos de docentes oían a gurús que auspiciaban una especie de nuevo amanecer en que el conocimiento daría un giro radical y pasaría de ser unívoco y autoritario a colectivo y en red. Se había llegado a la era postgutenberg y nos encaminábamos a un nuevo paradigma educativo que dejaría atrás la escuela industrial en la cual tenía origen el actual modelo educativo. Los profesores se excitaban pensando en el nuevo modelo de escuela que surgiría de este conocimiento multipolar y en red en que ya no serían necesarios instrumentos del pasado como la memoria ni los materiales basados en la autoridad de un investigador o creador individual. Todo el conocimiento está en la red y los mecanismos de la escuela autoritaria se vendrían abajo.

Sin embargo, las cosas no han sucedido como se esperaba. Con la aparición de las redes sociales, la conversión de las compañías tecnológicas en gigantescos oligopolios, la eclosión de minúsculos terminales llamados móviles, que han ido ganando en sofisticación a un ritmo geométrico, los seres humanos han caído presos de esa tecnología que apareció como liberadora. Los usuarios se han hecho adictos a pequeños artefactos que monitorizan su vida, sus movimientos, sus pulsiones, sus gustos y tendencias desde sociales o sentimentales, a políticas. Las redes sociales y Google, Netflix, Amazon, Apple…, son herramientas que escrutan a sus usuarios para influir en ellos conociéndolos profundamente en todos los sentidos. El ciudadano de finales de la segunda década del siglo XXI está prendido de una tecnología que ya no es liberadora ni alienta un nuevo paradigma ni educativo ni existencial. La tecnología ha eliminado la dimensión prometeica del hombre y lo ha cosificado mediante sistemas de control que no pudo imaginar la distopía orwelliana. Somos transparentes. Nuestros datos en forma de big data son monitorizados y escrutados por la inteligencia artificial y nuestros sentimientos son condicionados por la influencia de las fake news que se generan porque la Inteligencia Artificial nos conoce perfectamente. No somos ya sino un producto cuantificable y sometido a control exhaustivo del que se manejan todos sus resortes psicológicos y humanos. Lo más paradójico de la cuestión es que lo sabemos, hemos abandonado lo que estimábamos en eras anteriores como lo más preciado de la vida humana, la privacidad. Admitimos ser monitorizados por cookies, que escuchen nuestras conversaciones más íntimas, que sepan qué estamos haciendo en todo momento, que nuestros datos, incluso biométricos, sean tratados y evaluados. Las leyes de protección han resultado inútiles y lo vemos continuamente cuando tenemos que dar a “acepto” a cualquier navegación por todo tipo de páginas que nos escanean porque no podemos hacer otra cosa. El aparato legal es pura fachada para hacernos rehenes de nuestras pulsiones. Y esos aparatitos que hacen de todo nos controlan eficazmente, nos hemos hecho radicalmente adictos a ellos, a su manipulación, a las redes, a los likes que acrecientan la ansiedad y la angustia de los adolescentes –y no adolescentes- que se ven cotejados permanentemente con otras vidas aparentemente más dichosas.

Soy pesimista. La tecnología ha abierto posibilidades inmensas en el terreno científico, la comunicación así como en la difusión de la información y el conocimiento; la Inteligencia Artificial –y el Deep Learning- nos llevarán sin remisión a dimensiones que todavía no podemos imaginar. El ser humano se ha transformado, es otro. Lo hemos visto a lo largo de una vida que ha experimentado lo que había antes de internet, la aparición inicial y optimista de la web, y la deriva que no puede ser considerada sino como de pesadilla en que la libertad e intimidad humanas ya no son sino un sarcasmo. Pero nuestros hijos ya no pueden recordar nada de un mundo que no sea sino una prolongación de un móvil que nos vigila. 

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