Yo fui un activista en los duros años de la transición (1973-1979). Militaba en un partido de extrema izquierda lo que me permitió asistir, aunque desde la marginalidad, a un proceso en que debatíamos, desde una óptica presuntamente revolucionaria, sobre todos los acontecimientos que estábamos viviendo. Además de la óptica del partido, tenía mi propia óptica personal que no coincidía en muchas ocasiones con la de mi formación política.
En aquellos años convulsos desde el asesinato de Carrero Blanco a la aprobación de la Constitución de 1977 y la victoria de Suárez en 1979, vivimos los que éramos
jóvenes entonces la amalgama de diversos factores: la pervivencia de un aparato
del poder que no quería ninguna evolución y era fiel al franquismo (aquí teníamos
a sectores muy poderosos del aparato del estado y buena parte del ejército), un
sector reformista que de acuerdo con el departamento de estado americano quería
una evolución controlada, las fuerzas democráticas que abarcaban desde los
democristianos a la izquierda que representaba el PCE que había optado por el llamado compromiso histórico y la reconciliación nacional, de modo que se
pedía un sistema democrático convencional a cambio del olvido del pasado en
todos los sentidos. Yo militaba extramuros de estas tendencias y pedíamos en
nuestras manifestaciones y proclamas la disolución de cuerpos represivos
(policía nacional, guardia civil, brigada político social, servicios de
inteligencia del ejército) y el castigo para los torturadores y represores de las
libertades.
Además estaba la presencia activa y terrible de ETA y el GRAPO, movimientos terroristas que pretendían dinamitar todo
asesinando a generales y policías... de modo que parecía que pretendían
producir un nuevo alzamiento del ejército y el estallido de una nueva guerra
civil.
Los fascistas también colaboraban asesinando a abogados
laboralistas, estudiantes, manifestantes...
Yo viví todo esto como militante reflexivo, pretendiendo en
mi formación política una revolución maoísta que llevara a un nuevo horizonte
justo y luminoso. No obstante, tenía mis serias dudas sobre este horizonte.
Había leído lo suficiente acerca del comunismo para advertir que daba lugar a
estados represivos de una crueldad estremecedora.
Participé en multitud de acciones y manifestaciones
clandestinas, asambleas de universidad, instalé pancartas, corté calles en
acciones relámpago, asistí a misas por
los asesinados de Vitoria, los
abogados laboralistas de Atocha,
promoví paros y huelgas y sobre todo, argumenté, respetando mis convicciones
íntimas que ya no creían en aquella perspectiva revolucionaria maximalista que
hubiera traído la dictadura del proletariado a aquella España tan frágil de los años setenta.
La transición no fue fácil y en ella todos los que
participamos nos dimos cuenta de que se estaba caminando por el filo de la
navaja y que todo podía estallar. El ejército era una presencia amenazadora que
temíamos. Sabíamos que estaba siendo provocado para que interviniera en una
connivencia extraña entre la extrema
derecha y la llamado vanguardia revolucionaria vasca a la que se añadía esa
misteriosa secta llamada GRAPO.
¿Por qué cuento todo esto? Porque estos días con motivo de
la muerte de Manuel Fraga, han
aflorado comentarios en las redes, en la radio, en conversaciones espontáneas
que lo señalan como un miembro de la dictadura, un protoasesino que firmó
sentencias de muerte... a la vez que se señala la complicidad en aquella trampa
histórica que fue la transición del rey y la clase política que se bajó los pantalones
para aceptar un sistema corrupto y marcado por la traición a la memoria
histórica que estaría condenada al olvido forzado.
Rememoro aquellos años de turbulencias inimaginables hoy
día, y veo con asombro que son muchas veces personas que no los vivieron en
directo, porque eran niños o simplemente no habían nacido, los que más extremistas son a la hora de juzgar lo
que allí sucedió como si todo hubiera sido blanco y negro, y todo hubiera sido
fácil y cómodo. El sesgo que juzga la Constitución,
al rey, a los padres de la Constitución, la clase política y el
sistema instaurado a partir de aquellos años, como un remedo de democracia se
abre camino entre los sectores más jóvenes que quieren pensar la historia en
términos maniqueos.
Tal vez en aquel momento se tenía miedo a una nueva guerra
civil o atemorizaba una intervención del ejército estilo al que se produjo en Chile con Pinochet. El sistema creado fue un intento de equilibrio entre
nuestras expectativas máximas y el principio de realidad que nos fue
delimitando nuestro campo de juego. Por supuesto que mi acción sirvió de bien
poco, pero no me mantuve al margen. Entiendo que las nuevas generaciones
quieran claridades y campos definidos que entonces no teníamos y sentíamos el
aliento del miedo en nuestro cogote.
Aquel pacto extraño, que asombró al mundo, de la transición
pacífica española hoy es puesto en cuestión y se busca algo cuyo alcance no soy capaz de comprender. Probablemente
este sea el periodo más brillante políticamente de nuestra historia, pero se
tiende a desmerecerlo y a desacreditarlo. Los que participamos en la transición
todos somos personajes que navegamos entre las sombras, igual que Manuel Fraga, cuyas balas volaron por
encima de mi cabeza en más de una ocasión. Pero no dejo de mirar con calor y
comprensión tanto que hubo que hacer evolucionar en nuestras mentes en pos de
un país democrático que aceptara en su seno a las dos Españas y no condujera a nuevas guerras civiles. Sobre todo esto
está en la base de la transición, tan vituperada por quienes no la vivieron.