Reconozco que cuando escribo o cuando hablo soy una persona que subraya el sentido, el significado, la densidad de mi discurso como si quisiera expresar algo profundo y casi trascendente. Un amigo con el que hago caminatas, se ve víctima de mi supuesta profundidad que le abruma cuando a él le gusta ser más bien intrascendente.
Leo estos días un libro admirable de Roland Barthes, titulado El imperio de los signos que es un largo comentario a base de fragmentos sobre la cultura japonesa que él vivió e intentó comprender, si es que “comprender” es la palabra más adecuada para ello.
En la cultura japonesa importa más la forma que el fondo. El saludo ritual es obligado, cuando en occidente lo consideramos formal y eludible. Nos gusta, especialmente, en España la mala educación. Pocas son las fórmulas que subrayan nuestro código formal educado. Cuando llego a un sitio doy los buenos días pero veo que es algo que resulta rebuscado y evitable cuando puedo ir directamente a lo que quiero. Las fórmulas educadas, fruto de la cortesía, son orilladas y consideradas innecesarias. En la cultura japonesa la cortesía ocupa un lugar fundamental en las relaciones humanas, se emplea un tiempo que nosotros pensamos que es inútil en manifestar el respeto por la otra persona.
Queremos ir a lo esencial, al sentido, y no nos estamos por las ramas. Cuando hacemos un regalo deseamos que sea importante para la persona que lo recibe, que tenga sentido. En la cultura japonesa esto no es deseable. Un regalo producto de su cosmovisión es envolver una caja de forma primorosa y dentro de ella, hay otra caja cuyo envoltorio es fruto de un arte cuidadoso y preciso, y en su interior hay otra caja y dentro otra caja envueltas, hasta llegar al final donde, si se abre, hay una fruslería de ningún valor. Esto es incomprensible para nosotros que anhelamos el valor sentimental o material de lo que regalamos. Importa más el fondo que la forma a diferencia de la cultura japonesa que es al revés.
El fondo en la cultura japonesa es el vacío. No hay sentido, no hay regalo, no hay interpretación conceptual que justifique algo.
Un poema clásico japonés es el haiku, es una combinación breve de cinco, siete y cinco sílabas que no quiere decir nada más allá de lo que dice, es una observación que podría pasar por banal y carente de núcleo mientras que nuestra poesía es densa y profunda, conceptual. Intentamos aplicar al haiku interpretaciones rebuscadas y artificiosas, pero no las tiene, y esa es su razón de ser. No expresa siquiera la transitoriedad de la vida o su carácter efímero. No es simbólico pero sí misterioso.
Las ciudades japonesas carecen de centro, el centro es una zona vacía, a diferencia de las ciudades occidentales en que el centro es la parte más importante de la ciudad y, de hecho, siempre cuando llegamos a una ciudad, preguntamos por el centro.
Me doy cuenta de la paciencia que tiene mi amigo de caminatas en hablar con un hombre que pretende dotar a todo de núcleo, de sentido, de significación, cuando podría hablarse de lo frívolo, de lo banal, de lo superficial sin que la vida sufriera lo más mínimo.
Me he propuesto escribir algún haiku alejado de la idea de sentido o de significación, todo en nuestra cultura apela al sentido, a la emoción, al yo, y en el fondo somos personas bastante faltas de ligereza.
Si pudiéramos prescindir de esa obsesión por el sentido tan esencial en nuestra historia, en nuestra literatura, en nuestro modo de vivir, tal vez se abrirían nuevos campos de observación.
Este escrito mismo es propio de una persona que anhela el sentido y no acepta lo frívolo o superficial. Pero ¿si acaso, la verdad estuviera en ello? Pero ¿acaso hay verdad o profundidad?
Un hombre escribe
Mientras la lluvia cae.
Es el otoño.