La
transformación es el estado continuo de la vida. Nada permanece, todo está en
continuo estado de cambio y fluencia. Nada está fijo, y cuando algo parece que
lo está, es que algo falla. Hay personas que se enorgullecen de ser idénticas a
los cuarenta y tantos años a cómo eran a los dieciséis. Probablemente lo serán
en su perspectiva cuando tengan sesenta, lo que es una evidencia de un enorme
fracaso o una ridícula confusión. No se puede vivir sin transformarnos, cada
instante, cada día, cada año, cada época. Sin embargo, hay a veces adolescentes
o adulescentes que escriben en sus dedicatorias “no cambies nunca” como anhelo
de búsqueda de la permanencia en la personalidad de un amigo. Querríamos que
las cosas siguieran siendo iguales a una cierta etapa dorada de nuestra vida, y
nos duele que no sea así. La vida y sus etapas son palmarias en este sentido.
De niño a hombre, de hombre a anciano, de anciano a la nada… Pero este cambio trágico
que se da en nuestras vidas es invisible a nuestra mirada, no lo percibimos de
lo acostumbrado que estamos a vernos cada día en el espejo en el que van
apareciendo pequeños cambios que se hacen evidentes al cabo de un tiempo en que
no habíamos reparado en ellos. La transformación produce dolor, no es fácil
asistir a esta deriva sin sentirnos acongojados, inquietos, angustiados… No hay
nada fijo. Cambia nuestro físico pero también cambian nuestras ideas, nuestro
modo de ver el mundo, de estar en él, de sentirnos, de contemplarnos, de
contemplar a los demás, sean nuestros hijos o nuestra pareja o nuestros amigos…
Todos estamos en cambio incesante. Es difícil asirse a algo que nos dé
estabilidad. El gran problema de la vida es asumir los cambios propios y el de
las personas que tenemos cerca… pero también asumir los cambios sociales,
políticos, tecnológicos, filosóficos, ideológicos… Uno envejece cuando ya no es
capaz de adaptarse a esta transformación existencial, histórica y social del
universo, que late, se expande y se transforma segundo a segundo.
De ahí la extensión de los
pensamientos que intentan vivir el presente en su íntimo latir en cada instante,
como único y esencial, una especie de “metafísica del presente” para evitar la angustia del pasado o del futuro. Ya que no
podemos aferrarnos a nada firme, se plantea fluir con la vida, vivir el aquí y
el ahora como fundamento existencial. Es el tema del budismo y ciertas
religiones, además de la degradada autoayuda. Como si eso fuera posible solo
con desearlo, como si pudiéramos aferrarnos decididamente a ese instante
preciso y precioso del presente en su proceso de transformación. Pienso que
nuestro modo de vida de hombres en la historia no está preparado para ello. Es
una ficción pensar que podemos vivir de modo permanente en el presente. Estoy
seguro de que el uso de drogas, el mismo alcohol, tienen como eje la angustia
de esa transformación incesante y el anhelo de detener el tiempo y tal vez
estas sustancias proveen a sus usuarios de una cierta ilusión de que eso es
posible en una suerte de iluminación interior. No es el vicio lo que impulsa a
los seres humanos a la drogadicción, no, es el afán de fijarnos ilusoriamente
en el presente inmanente. Pero solo es un sueño porque “no somos capaces de
presente, ni como pensantes ni como vivientes, ni en el sentido de que
estuviéramos completamente en el ser, ni en el de que el ser estuviera
completamente en nosotros. La presencia plena no representa por ahora una opción
real para seres mortales”, según escribe Peter Sloterdijk en su libro ¿Qué
sucedió en el siglo XX? La obra magna de Heidegger es Ser y Tiempo, una obra de
enorme complejidad en que se anuda inexorablemente al Ser con el Tiempo, somos
tiempo, esa es nuestra íntima entraña. Esa es nuestra dimensión trágica y que
puede ser contemplada también con una mueca irónica y suscitarnos por lo
absurdo que es todo, una enorme carcajada. La máscara de la comedia y de la
tragedia son las dos caras del ser. Solo hace falta un pequeño cambio de
perspectiva para convertir lo esencialmente trágico en demoledoramente cómico.
No somos inmanentes, solo somos seres que juegan a creerse serios cuando no lo
somos en absoluto. Toda la historia del arte y de la cultura tiene como eje
esta constatación, la del cambio incesante y el sentimiento concomitante de que
es ilusorio cualquier intento de trascendencia, así que en tal caso, lo único
que queda es la risa. Afortunados los que ríen porque de ellos será el reino
del presente…