He visitado recientemente la ciudad
de mi infancia, Zaragoza, de la que hace cuatro décadas que me fui para
siempre. Desde que mi familia se extinguió no había vuelto por allí. Me he
reencontrado con una ciudad en pleno estallido en su fiesta medieval, con
muchedumbres recorriendo las casetas de comida, artesanía y bebidas que
jalonaban la amplia extensión de la feria que ha sido un éxito para mí
insospechado. Zaragoza sigue viva, lejos de mi presencia.
Sin embargo, en algún momento me fui
solo a recorrer los parajes de mi infancia y que yo recuerdo con una viveza y
nitidez extraordinarias. Yo vivía cerca de El Pilar y la plaza de la Seo. Mis
aventuras de niño fueron en este entorno próximo al río Ebro y su arboleda al
otro lado que era para mí un paisaje mágico. En este espacio, ya poético,
tuvieron lugar terribles imágenes de una infancia convulsa y agónica.
He recorrido las calles en que viví,
totalmente transformadas, las calles adyacentes –alguna ni existe ya-. Estaban
diferentes, pero yo veía en mi imaginación las tiendas, los comercios de aquel
tiempo, las gentes que poblaban aquel barrio cercano al Pilar. Mi vista veía el
tiempo actual pero mi memoria me llevaba poderosamente al pasado que pugnaba
por volver a salir fuera de mi imaginación. ¡Qué punzante dolor el de mirar el
pasado y que este vuelva torrencial transformando el estado actual! He pasado
por el colegio de párvulos donde hice mi primera comunión a los seis años y he
dudado si entrar y pedir permiso para ver su interior –había una capillita llena
de flores donde cantábamos en el mes de mayo a la Virgen-, sus aulas y pasillos
que a tenor de la entrada parecía que no habían cambiado demasiado. He dudado
si entrar y hablar con la monja que había en el torno pero al final me ha dado
vergüenza y lo he dejado pasar.
Unos amigos recientemente se han venido a vivir a Zaragoza y están plenamente satisfechos de su elección. Le he contado a Javier mi sensación dolorosa, esa superposición poderosa de los paisajes de mi niñez sobre la realidad de esta ciudad que ha cambiado y que ya no es la misma por más que iglesias, plazas y calles tengan los mismos nombres y la arquitectura es la misma en muchos edificios de lo que contemplé hace mucho tiempo. Mi amigo me dice que eso es efecto del salto temporal, de que me alejé de la ciudad y apenas he vuelto. No habría pasado si yo hubiera seguido viviendo en ella porque me habría ido adaptando al cambio y el pasado quedaría lejos y la ciudad habría cambiado al mismo ritmo que yo. Probablemente tiene razón. La ciudad cambia y nosotros cambiamos. Me alejé, emigré a otras tierras, pero la ciudad sigue viva en mí. Recuerdo el poema de Constantino Kavafis titulado La ciudad, precisamente. Lo traigo aquí:
Dices: “Iré a otra tierra,
hacia otro mar,
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,
y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
Donde vuelvo los ojos solo veo
las oscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí”.
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,
y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
Donde vuelvo los ojos solo veo
las oscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí”.
No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.
Leo
el poema, espero que el lector que llegue hasta aquí haya hecho lo mismo, y me
estremezco. La ciudad es siempre la misma, es inútil buscar otra. No hay
caminos o barcos para mí. Todo continúa igual, lo que allí perdí, lo he
destruido en toda la tierra. Me doy cuenta de que mi intuición, mi desgarro, lo
sintió un poeta antes que yo hace mucho tiempo. Son las mismas calles, los
mismos suburbios en que llegará mi vejez y donde encaneceré. La ciudad irá
siempre en mí. Es el efecto del tiempo. En mis escritos vuelvo siempre a esas
calles, a ese tiempo de los seis años. Alguna vez he leído que los depresivos
no pueden huir de su niñez por más que esta fuera terriblemente dolorosa. Están
unidos a ella. Pero ahora veo que Kavafis era también un depresivo que tuvo las
mismas impresiones que yo y que trasladó a su poema. A veces la literatura
sirve para eso, para darnos cuenta de que no estamos solos.