Escucho en mi Mac Mood
Indigo interpretada por Charlie
Mingus. Me dejo llevar por esa melodía nostálgica que me lleva a antros del
Harlem en que músicos negros
atormentan saxos y trompetas en noches de gimlets
y muchachas negras que se contonean despertando nuestros deseos más ocultos.
Pienso en los subterráneos que me han acompañado en mi vida
como lector de literatura, esa amante esquiva a la que me gusta tratarla como
puta, sabiendo que nunca la tendré asegurada como cliente. Me disgustan los
ditirambos políticamente correctos en que se nos dice que la literatura es
maravillosa, que nos abre mundos, que estimula la imaginación, que nos pone en
otras vidas para ser vividas... y los responsables políticos impulsan campañas
lectoras para poner los libros al alcance de todos... No, no y no. Leer es un
acto irresponsable, subversivo y el poder no puede estimularlo, debería
temerlo, pero no lo teme me pregunto por qué. Suena un saxo de Charlie Mingus y me imagino en un bar
de mala muerte -recuerdo- leyendo en un verano eterno fuera del tiempo Moby Dick durante horas y horas tomando
cafés y cafés... Odio la literatura y pienso que alguien en su sano juicio
debería odiarla. Uno no sale igual después de una experiencia total de ser en
la lectura. Los libros -los buenos- nos cambian, nos amenazan. He leído muchos
libros en bares con el sonido de fondo de las conversaciones, el chocar de los
vasos y la música de fondo... y he encontrado en esas tardes pegadizas el
placer de follar , imaginar otras historias... No entiendo la literatura
sino como el ansia enfermiza de lograr lo que no se posee, de sustituir la vida
trivial que nos envuelve por otra vida más alta, más exótica, más compleja...
Hay quien ve en mis escritos auténtica pornografía personal. Amo la pornografía
en el sentido más intenso del relato: la que implica desnudamiento interior y
acciones pedagógicas en que los condones quedan colgando de las lámparas cuando
la señora de la limpieza llega y se escandaliza porque ve el semen de la
lectura colgando y chorrendo.
Dudo y no sé si mi vida hubiera sido más plena siendo
profesor en una universidad de California,
o como responsable político del instituto de la mujer en Zaragoza. Mi vida me ha llevado a la irrelevancia, a sentarme
-engordando- frente a un MAC y disfrutar escribiendo lo que sé que no
escandalizará ni a las viejas. Tal vez escribo para ellas y para jóvenes de
veinte años... pero confieso que he vivido. No hay vida que no sea plena en la
microfísica del instante. No hay vidas que valgan más que otras. La vida de Ismael en la persecución de la ballena
blanca equivale a mi historia sentado en mesas de cafés inmundos con olor a
frituras leyendo su historia desoladora. No entiendo el tiempo sino como
sustitución energética del ser en su devenir caotico. Escribo y no entiendo lo
que escribo pero suena música de jazz de una de mis infinitas reencarnaciones
como lector, como trompetista de jazz, como follador en tardes de cerveza junto
a cuerpos adolescentes en la lejanía del tiempo, leyendo Ventanas de Manhattan de Antonio
Muñoz Molina o El Horla de Guy de Maupassant... Recupero el ritmo,
el ser como lector que lleva a mi vida trivial a la más alta reverberación como
aventurero, a la vez que suena Haitian
Fight Son en mi spotity. No
pienso en mi disociación entre mi alma abúlica barojiana y mi ansia aventurera
que me llevará a mis setenta años -dentro de dos décadas- a las playas de Thailandia. No, no pienso que la
literatura sea un placer fácil y cómodo. Pienso que los libros son una amenaza,
que leer Los hermanos Karamazov o Moby Dick no es un ejercicio sencillo.
Uno odia a la literatura como una puta y la ama por la misma razón. ¿A quién no
le hubiera gustado pagar por lo que lee. ¿Por lo que ama? Probablemente los
lectores improbables de estos fragmentos de año nuevo no entiendan nada, pero
no hay nada que entender, sólo sensación, experimentación del placer de ser
trivial, de ser nada y nadar a la vez contracorriente y estar a la misma altura
que Charlie Mingus en un antro del Harlem o de Herman Melville cuando escribía Barleby
el escribiente. Y es que la literatura no debería ser difundida y ofrecida
como la sesión de patatas fritas que come uno delante de una película americana
de adolescentes estúpidos. No, la literatura en largas e impredecibles tardes de
verano nos lleva a parajes inexplorados para nosotros mismos. Uno no es más
grande por lo que ha hecho en su vida. No hay vidas más valiosas que otras. La
vida más vulgar es extraordinaria. Todos nacemos entre lágrimas y caca y
morimos del mismo modo. Quevedo y Charlie Mingus en el fondo. Me tiro
pedos y eructo, y a la vez encuentro el camino para volver a la literatura, esa
oscura amante de tardes de adolescencia con la que follaré inexplicablemente
hasta que suene de nuevo Mood Indigo.
Pero no se preocupen los lectores, esto es pornografía
sentimental que dedico a mi alter ego María
que se obstina en echar azúcar a la realidad cuando lo que yo ansío es tumbarme
bocarriba y lanzar denuestos contra el mundo y la realidad y recuperar las
sensaciones adolescentes de lector incontaminado por la experiencia de la vida.
No sé si se ha entendido pero me da exactamente igual. Es
año nuevo y uno tiene derecho a mentir como le dé la gana.