El ocho de marzo amaneció frío y el cielo cubierto y blanquinoso. No había oído ninguna noticia sobre las previsiones del tiempo. Sobre las once comenzó a caer aguanieve con intensidad. El corazón me latió más deprisa y me invadió algo parecido a la felicidad, pero no quería ilusionarme demasiado por miedo a sentirme luego decepcionado.
Los copos seguían cayendo pero eran muy pequeños y mezclados con agua. No se sabía bien si estaba nevando o lloviendo. Hacía frío. Estábamos a un grado, lo que es raro en esta ciudad de clima templado. Caminaba rápido. Entré en la panadería y pedí una barra de cuarto. Me la dieron calentita. La apreté contra mi pecho y me sentí confortado. Salí de nuevo a la calle bajo el aguanieve…
(…)
Sobre las cinco de la tarde estábamos inmovilizados en el coche en una de las rondas de Barcelona. Mis hijas nos esperaban en el colegio. Imposibilitados de continuar, tal era la tormenta blanca que caía, dejé en el coche a mi mujer en un túnel y salí a la superficie por una rampa ya impracticable para los vehículos que patinaban en ella. Afuera todo estaba cubierto por un manto blanco y mis pies se hundían en la nieve. Había unos quince centímetros de espesor y los coches no podían ya circular. Todo era un caos inesperado. Seguía nevando copos densos y majestuosos. Intentaba llegar al colegio, pero el paisaje me resultaba irreconocible. Todo estaba transfigurado y había cambiado su aspecto. Creo que fue entonces cuando me tomé una dosis imaginaria de LSD en forma de estrellita azul. La realidad era otra. Me costaba avanzar entre la ventisca y la lluvia de moscas blancas. Sentía una sensación próxima al deslumbramiento. El mundo se me aparecía como nuevo, brillando en una gama increíble de blancos luminiscentes. Atravesaba fascinado la avenida y ascendía lentamente por calles totalmente desconocidas. Tenía la impresión de estar viviendo un relato de Edgar Alan Poe, y no me cabía duda cuál. Estaba en la Narración de Arthur Gordon Pym, una de las más misteriosas historias de la literatura. Creí haber nacido también en Nantucket como el protagonista. Miraba los árboles inclinados por el peso de la nieve, los coches inmovilizados como cascarones varados en una playa blanca, las fuentes detenidas por el peso de la cinarra. Los escasos viandantes nos mirábamos sorprendidos y fascinados. Éramos nosotros y no éramos, la realidad era otra en un viaje interior. La literatura se erguía reivindicando su lugar en el mundo cuando parece que se la quiere expulsar de nuestras vidas. Deambulaba por parajes helados entre los neveros. El sol había desaparecido y era una luz lechosa la que nos irradiaba. Mis pies helados caminaban buscando algún punto de orientación. La realidad había cambiado y se había transformado en un mágico resplandor. Sonaban alharaquientos truenos haciendo más espectrales las imágenes de la blancura fantasmal que transrealizaba el mundo. Mi rostro estaba caliente y mi corazón sentía una radiante felicidad. Me agaché y tome en mis manos un montón de nieve virgen. Me admiré de sus cristales hialinos. La froté por mi rostro, y el frío me hizo reaccionar. Estaba en medio de una alucinación. Creía vivir en el interior de una novela. Me pasa en alguna ocasión. Concibo mi vida como un relato, un relato extraño. No sé si le pasa a todo el mundo. Ansío un narrador que dé cuenta del prodigio que es el mundo, de lo enigmático que resulta. Allí yo entre los jardines blancos, el cielo blanco, la realidad múltiple y misteriosa de infinitos tonos del blanco. Sé que los inuit tienen múltiples palabras para designar dicho color mientras que aquí no empleamos más que un solo vocablo: blanco. ¡Qué indescifrable resulta su magma interior! El magma del blanco en una explosión iridiscente de brillos azules en que el ego se disuelve sin necesidad de comprensión.
Llegué al colegio absorto en mis propias visiones de la realidad blanca que me deslumbraba. Mi anorak estaba cubierto por la nieve y mis zapatos empapados. Recogí a mis hijas e intentamos volver sobre mis pasos. Estaban tan maravilladas como yo. Todo era tan extraño y revelador… La nieve caía parsimoniosa y formaba conchestas en donde se acumulaba. Me hubiera gustado hablar a mis hijas de Coleridge, de Poe, de Julio Verne, de Aldous Huxley y de Lovecraft, pero preferí permanecer en silencio percibiendo la magia del hechizo que nos envolvía. ¡Qué sensación sobrenatural la de ese blanco infinito que nos rodeaba! Tomé varias fotos, muchas menos de las que hubiera querido hacer porque me obligaba a mirar por el objetivo de la cámara cuando eran mis ojos los que querían retener tanta luz fruto de la alucinación del instante único que estábamos viviendo. Todo era literatura, y en algún sentido cuando nos orientamos y encontramos el camino hasta donde estaba el coche bajo tierra, en la ronda de Dalt, tuve la sensación de la pérdida de un paraíso, de la huida de un momento estelar, del abandono de un acto poético y taumatúrgico. Era descender de nuevo a la tierra, entre el río de vehículos atrapados durante horas. Los conductores estaban fuera de sus coches y charlaban. Alguien me pasó un dónut de chocolate. Estábamos en el interior de una gruta y afuera el universo permanecía travestido y encantado. Duró sólo unas horas. Pude llegar a casa. Dormí solo -mi familia se aventuró en una travesía hasta la casa de unos amigos donde pasaron la noche- pero antes me fui a un chino a comerme una sopa de wantun calentita. Habían sido unos instantes poéticos de extraordinaria belleza. Me tomé una copa de vino de Marqués de Cáceres esperando soñar con ese mundo lisérgico en que me había quedado extasiado. Recordé a Borges (o tal vez aquella tarde en un hotel de Winnipeg donde te derramaste sobre mí) y pensé que en la piel de aquel tigre estaba cifrado todo el misterio del universo, pero también en aquellos instantes blancos en que la iluminación había tenido lugar. Me dormí maravillado y soñé enigmáticos sueños que me llevaron por un río infinito hasta que llegamos a una catarata entre el vuelo de grandes aves que gritaban "tekeli-li" y caí dulcemente viendo tal vez una amortajada figura blanca que tenía una luz y blancura semejante a la de la nieve. Me mantuve excitado toda la noche.