La hora de literatura española de segundo
de bachillerato supone un espacio al que voy lleno de ilusión, no porque a
otras clases no vaya también con la misma actitud, sino porque allí puedo-podemos hablar de literatura en
estado puro. Estamos leyendo Los pazos de
Ulloa de Emilia Pardo Bazán, una
novela excelente que plantea un modo de entender la literatura que no es común
para ellos, mis alumnos, un combinado altamente interesante y reducido. Hay
alumnos de raíces cristianas o indiferentes y otros de formación musulmana. Y
todos tienen que enfrentarse a una historia decimonónica compleja que aporta
múltiples lecturas y consideraciones a las que vamos entrando en ese espacio de
discusión que es la clase.
En efecto, la hora se nos hace corta
intentando diseccionar los dos capítulos que nos tocan cada día y que muestran
la evolución de la historia que plantea la relación entre una mujer, Nucha, y un curita, Julián, enamorado platónica e inconscientemente de
ella y que asiste a su desgracia en un matrimonio con el Marqués de Ulloa, que ha propiciado el propio sacerdote con la
mejor de las intenciones o para estar cerca de ella. Lo sugestivo de la lectura
es que todos han de entender que la novela no nos explica todo con pelos y
señales, y nosotros, como lectores avisados, hemos de aprender a leer entre
líneas. Están habituados a relatos en que todo se explica sin dejar espacio a
la imaginación. Cualquier situación, en estos, es explicada y subrayada para
que no quede lugar a ninguna confusión. Esta es la primera lección a la hora de
enfrentarnos a un texto: no hay que esperar que nos digan todo. A veces es una
leve sugerencia muy sutil que hemos de recoger y que a lo largo de la lectura
se irá desarrollando. No es necesario subrayar lo obvio, sí releer para captar
intenciones que en una primera lectura no nos son transparentes. Así los once
alumnos y el profesor discuten abiertamente sobre las motivaciones de los
personajes, el encadenamiento de los sucesos, la interpretación abierta de los
mismos. Una buena obra literaria no nos da una explicación unívoca o tal vez no
nos dé ninguna y hayamos de ser nosotros quienes descubramos las claves en una
poliédrica discusión colectiva.
Me sorprende la distinta interpretación
que dan a los hechos los alumnos musulmanes que interpretan las cosas a la luz
de su religión y no comprenden cómo en la realidad de los pazos de Ulloa, en
que todos se dicen cristianos, pueden actuar de un modo tan anticristiano. Este
es un aspecto que cuesta explicar pues para ellos debe haber una coherencia
entre la religión y el comportamiento personal. Afortunadamente, la obra que
hemos leído anteriormente es Don Juan
Tenorio de José Zorrilla en que
se plantea la vida de un libertino burlador de mujeres y matador de infinidad
de hombres, que en el último segundo se arrepiente y es salvado y llevado por
Inés al cielo por la gracia de Dios. Esto les pareció injusto, pero yo les
expliqué que el catolicismo es así. Todos los personajes de los pazos,
incluidos los orondos curas de la comarca del Cebre, son cristianos hasta la
médula, pero actúan como si no existiera Dios, movidos por la maldad y los
vicios más ominosos. Así es la vida, les digo. En el último instante recibirán
confesión y podrán salvarse, se supone, al menos así nos lo han explicado.
Otra cuestión magníficamente desarrollada
en la novela, sin ningún discurso feminista o ideológico, es la situación de la
mujer en el siglo XIX. Emilia Pardo
Bazán fue una mujer independiente y enérgica que se cargó todos los tabúes
respecto a su género femenino. Se casó muy joven pero posteriormente se separó
cuando su marido quiso imponerle que dejara de escribir pues se había montado
un escándalo formidable con sus artículos sobre el naturalismo, titulados La cuestión palpitante. Ella salió por
libre, tuvo diferentes amantes, entre ellos Galdós y otros, y nunca dejó de escribir o intervenir en la vida
pública e intelectual española a pesar de los ataques furiosos que recibía que
la ponían como marimacho en adelante. La voz de la Pardo Bazán es clara pero nunca manipuladora. No nos da un discurso
reivindicativo de la mujer. No, para eso estaba su vida personal. En la novela
solamente se refleja lo que era la realidad para las mujeres, sin dogmas, y que
cada uno lea lo que quiera. Toda literatura que lleva implícito un mensaje
moral o político que hay que extraer es de segundo orden, pienso yo. La
literatura debe dejar al lector la libertad de interpretar abiertamente. Pues
bien, la situación de la mujer emerge clara en esta novela, sin subrayados como
he dicho, y eso no les deja indiferentes. La mayoría de los alumnos son chicas
que reconocen en ese machismo de época, aunque no totalmente distinto del que
existe ahora, una lacra, y en esto coinciden alumnas musulmanas o cristianas.
Esto me produce gozo, pues estas alumnas musulmanas están en segundo de
bachillerato y puede que vayan a la universidad. Parten de una educación muy
puritana pero la asistencia a un centro de enseñanza laico es una buena escuela
para formarlas en la idea de igualdad. De hecho, no hay tema que no podamos
abordar en clase. Esto es algo que hace una década era inimaginable por la
distancia que había todavía entre la mentalidad musulmana y la occidental.
Observo puentes, bromas, coincidencias y unos hábitos de pensamiento que permiten
el debate abierto y gozoso que tiene a la literatura como centro de análisis.
La clase es eso precisamente, un club de
lectura en que todos aportan su parte interpretativa. Es tan abierto el debate
sobre el texto y subtexto de las obras, que cuesta a veces moderar la
intensidad de sus intervenciones. La teoría es parte de la clase, pero no su
plano fundamental. Creo que lo esencial es que se hagan sutiles lectores que no
deben esperar que se lo expliquen todo o que los libros les den una idea moral
o política transparente.
La buena literatura es ambigua y
poliédrica.