Hasta donde sabemos, todo lo existente tiene un comienzo y tiene un final. Así es la vida en los seres orgánicos e inorgánicos. Nosotros como seres humanos hemos tenido un comienzo que no recordamos y tendremos un final que no podremos contemplar y seremos simplemente pacientes que se extinguirán tal vez en una paz profunda sedados en un hospital o en un accidente violento. Ese final puede que sea precedido de sufrimiento o no. Hay algo que me sirve para comprender ese instante de desconexión y es cuando me voy a hacer una endoscopia o colonoscopia y me sedan superficialmente pero lo suficiente para que mi conciencia desaparezca totalmente. Me dijeron una vez que pensara algo agradable, algo que me hiciera feliz, y pensé en una escena maravillosa de un viaje que hice a los mares del sur. Me situé en una playa paradisiaca que recuerdo. Iba desnudo y me tumbé con mis pies en la orilla. El sol era potente y tropical. Mi cuerpo era sostenido por la arena y la brisa me daba suavemente en la piel. Pensé en aquel entonces que estaban los cuatro elementos: agua, tierra, fuego y aire. No me dio tiempo para pensar tanto cuando me iban a sedar, pero la imagen ya la tenía comprimida en mi conciencia y simplemente me deje acariciar por ese cuerpo mío bajo el sol. Y ya no recuerdo más. Me apagué, mi conciencia dejó de funcionar y todo desapareció en una paz formidable. Algo así debe de ser morir. Una desconexión del sistema en la nada. Hay una pequeña gran diferencia. En mi sedación yo sabía que me iba a despertar y no sufría angustia por la desconexión. En la muerte, sencillamente no sabemos si hay un otro lado de la conciencia, nadie ha vuelto para contárnoslo. Sin duda es un viaje de ida, pero no de vuelta. Es un momento misterioso, tal vez sea el instante liminar de nuestra existencia. Es un instante de umbral, de entrada, tal como fue nuestro nacimiento. A partir de este momento, las filosofías y las religiones elucubran en el vacío. Toda suposición es un acto de fe sea uno ateo materialista o espiritualista que piensa que hay otro lado en que no sabremos qué seremos, despojados de nuestro cuerpo físico. No hay ninguna evidencia de nada. No se ha demostrado para nada la existencia del alma ni de que una supuesta dimensión espiritual tenga existencia de alguna manera. Aunque el hecho de que no tengamos pruebas no significa que el misterio deje de existir. La vida humana -y la animal- es tan potente y significativa que el pensador o el intuitivo no deja de sentir que puede que haya otra forma de existencia sea en forma de energía o de conciencia pura. En todo caso, es un momento grande, poético, sinérgico. Es el instante en que los seres se enfrentan a su finitud y uno piensa que dicho instante tendría que ser respetado profundamente dada su dimensión profunda. El momento de morir, sin embargo, es temido por los que lo van a vivir, por los que lo rodean y se llena de angustia cuando no se quiere hablar de ello. No hay una cultura de la muerte, se la tiene como el gran escándalo, no se quiere hablar de ella ni siquiera a los que están a punto de experimentarla. Los pueblos primitivos vivían la muerte mediante los rituales de umbral o de paso, y en algunos casos se celebraba una gran fiesta tras producirse la transición. Hemos conquistado la tecnología. Llevamos en nuestros bolsillos aparatos prodigiosos que nos conectan con todo lo existente, pero no estamos preparados para comprender el momento cenital de nuestra existencia sobre el que hemos proyectado la idea de horror y de absurdo, de vacío, de ausencia de sentido. Los filósofos materialistas han despojado de toda trascendencia a ese momento único en que para ellos lo único que pasa es que se desconecta el cerebro y el cuerpo se apaga sin mayor dimensión. Tendría que celebrarse, por el contrario, un rito y una fiesta porque el misterio sigue subsistiendo. La muerte se ha convertido simplemente en burocracia, en estadística, y los que asisten a ella como testigos o como partícipes no son conscientes del gran salto que supone, sea hacia el cero o hacia el infinito.
Estuve una vez en un viaje a Sumatra en una aldea batak por la noche en que el muerto estaba colocado sobre una mesa, y el resto de la aldea se pasó la noche cantando y bailando, con instrumentos de metal sonando, y tomando licor de rosas que producía una intenso estado visionario con las hogueras que ardían acompañando al muerto en su viaje. Yo había tomado una tortilla de hongos mágicos, lisérgicos y vi toda aquella noche como en un estado onírico, bailé, canté, bebí y mi conciencia se diluyó hasta el amanecer en que todavía continuaba la fiesta con la luna todavía en el cielo y los primeros rayos del sol llegando al túmulo.
Así me gustaría que fuera el rito de mi muerte.