Cabría
reflexionar sobre la importancia de la transmisión de valores que
se hace a través de la literatura infantil y juvenil. Es un
lugar comúnmente aceptado que los libros de lectura que recomendamos o
seleccionamos para nuestros alumnos deben ser un elemento de refuerzo de los valores humanistas y democráticos -favorecedores de la
convivencia, de la tolerancia y del diálogo- que fomenten la integración social
y que les hagan sensibles a cuestiones sociales (el racismo, el sida, la
homosexualidad, la pobreza, la delincuencia, la anorexia…). La lectura en tal
caso tiene una importante función de moldeamiento de las conciencias y las
actitudes de los adolescentes con arreglo a los valores que entendemos que son
válidos en una sociedad como la nuestra. Para ello, el mensaje de estos textos,
normalmente narrativos, debe ser claro y no dejar ningún resquicio a la
ambigüedad, y si lo hubiera, rápidamente habría protestas y críticas desde el
ángulo de lo políticamente correcto. Podemos concluir que la función
predominante de la llamada literatura infantil y juvenil es
claramente moralizadora, es la predicación de una enseñanza de acuerdo a
los valores entendidos como válidos y entronca con la publicidad o los sermones
desde los púlpitos.
En tiempos
del franquismo también se educaba en valores: el espíritu nacional, la Raza, la
hispanidad, la patria, los sagrados valores de la religión… y se censuraban
textos sospechosos de atacar dichos valores patrios. Recuerdo que había
ediciones expurgadas de El lazarillo de Tormes por su ambigüedad
respecto a la religión. De hecho se consideraba a la literatura en sí misma
como virtualmente peligrosa por la abundancia de librepensadores, espíritus
disolventes y corrosivos, que abundaban entre los escritores.
La llegada de la democracia impulsó la literatura como una experiencia gozosa del placer del texto al margen de sus implicaciones morales. Por fin podíamos liberarnos del corsé ideológico-moralizador y disfrutar de la plurisignificación de la literatura abierta a cualquier tipo de interpretación fuera moral o no. De hecho había una fuerte atracción hacia textos ambivalentes, que caminaban por el filo del abismo y se adentraban en terrenos peligrosos pero que hacían reflexionar porque se identificaban con nuestro ser complejo y contradictorio, abierto a la luz pero también a grandes dosis de sombra.
Pero esto duró poco. La llegada de las nuevas corrientes pedagógicas impuso la llamada educación en valores que se proyectó con fuerza sobre los textos que podían leer nuestros niños y adolescentes que debían ser "educativos" y pedagógicamente correctos. De hecho las editoriales han inundado el mercado con novelas que no destacan por su calidad literaria pero que son claramente unívocas respecto a los mensajes que transmiten y han desechado la peligrosa amoralidad y ambigüedad de la literatura. La ilusión es que se puede moldear a los adolescentes en función de un proyecto colectivo en sintonía con la sociedad democrática para construir un mundo mejor (según nuestras ideas).
Estos planteamientos sobre la función moralizadora de la literatura no los admitiríamos en nuestra experiencia como lectores adultos, pero sí que nos consideramos con derecho a imponer a la infancia y adolescencia criterios abiertamente morales, quizás porque consideramos este periodo de formación como peligroso y desconcertante por su extraordinaria ambigüedad. No hay idea o pensamiento malvado y cruel que no se pase por la mente de un niño o adolescente. Lo sabemos y tememos. Por ello defendemos una lectura dirigida, mediatizada, con claras orientaciones que no puedan dar lugar a dobles sentidos. El bien moral, la razón, los valores -educativamente hablando- siempre deben ganar al mal, los valores democráticos deben siempre imponerse. Una novela debe ser un espejo limpio en el cual poder reflejarse como modelo. De hecho nos desconciertan algunos cuentos tradicionales (Pensemos en Caperucita roja, Hansel y Gretel…) por su crueldad y la violencia implícita que hay pero lo cierto es que siguen fascinando a los niños. No falta algún maestro que pretende cambiar estos cuentos y conseguir que al final el lobo y Caperucita se hagan amigos, o descubrir que el ogro no es tan malo como parecía.
Recuerdo en mi niñez representaciones de guiñol en que la bruja era muy mala pero al final se terminaba llevando todos los estacazos del héroe ante el entusiasmo de toda la chiquillería que gozaba abiertamente. En la actualidad este planteamiento es totalmente inadecuado y todas las representaciones teatrales que he visto para niños no hacen ninguna referencia a la presencia del mal en el mundo, la muerte o cualquier otra situación que haga que los niños tengan malos sueños. Es un mundo idealizado y conformado respecto a nuestros supuestos valores y que proyectamos a los niños, pero que en realidad no tienen nada que ver con los que experimentamos en la edad adulta.
Creo, para acabar, que se ha despojado a los libros que leen nuestros niños y adolescentes del sabor de la auténtica literatura que debe unir una calidad literaria a su libertad imaginativa en la que quepa la complejidad enorme del corazón humano, su ambigüedad y su plurisignificación. En resumidas cuentas, como pensaba Mark Twain, la literatura moralista y didáctica, al servicio de la pedagogía que domina totalmente, es una estafa y es profundamente hipócrita. Si para algo ha de servir la literatura es para alumbrar los conflictos humanos revelando su dolor o desgarro, mostrando su extraordinario laberinto de pasiones, con luces y con sombras o con las carcajadas insolentes del bufón que se ríe de lo políticamente correcto y establecido.
* Recomiendo en este sentido el artículo de la maestra argentina Marcela Carranza, experta en literatura infantil, titulado La literatura al servicio de los valores, o cómo conjurar el peligro de la literatura. Es magnífico y ayuda a profundizar en el tema que sólo he esbozado.