Aquel día a las seis y media de la mañana notamos la explosión por la trepidación de la cama. Mis hijas se enteraron poco después cuando un vecino nos contó que su hermana vivía en la vivienda siniestrada. Mi hija pequeña, que tiene siete años, quedó comocionada por la noticia. No hacía nada más que preguntar cómo había pasado, cómo estaba la gente… Fue al colegio con su hermana y cuando la fui a recoger por la tarde lo primero que hizo fue interrogarme por las consecuencias de la explosión sin que en ningún momento le revelara que había muerto una niñita. Fue un tema que hablamos mi mujer y yo. Ella estimaba que nuestra hija había vivido con angustia la situación y que si le decíamos que había muerto una bebé no pararía de darle vueltas y probablemente no dormiría por la noche. De tal manera que se lo ocultamos. A estas fechas, hace seis días que sucedió, todavía no lo sabe.
Esto me ha llevado a preguntarme por el oscuro tabú que representa la muerte para los niños en la sociedad que estamos construyendo. Salvo que haya una muerte cercana, imposible de ocultar para los niños, la muerte es un hecho lejano e inabordable. Tengo esa impresión. Es el gran tabú, más que el sexo y la declaración de renta. Si hablamos de la muerte, si admitimos que la muerte existe y que nos puede golpear en cualquier momento, si explicamos con realismo la cuestión a los niños se nos acusa de quererlos angustiar sin necesidad. Ya hay cosas terribles en la vida para que queramos romper esa inocencia, esa cierta creencia en la inmortalidad, en la vida eterna en que creen, tal vez, los niños.
Sin embargo, recuerdo hace dos años, en una etapa metafísica de mi hija, cuando tenía cinco, su insistencia respecto al tema de la muerte. Cada noche me preguntaba que si yo moriría, que si los papás mueren. Lógicamente tuve que confirmarle que sí, pero que sería dentro de muchísimo tiempo, dentro de muchos años. Aun esta respuesta tranquilizadora la alteraba y se dormía inquieta pensando en algo que no quería aceptar.
Socialmente hemos decidido ocultar la muerte, al menos mientras se pueda. Vivimos en un mundo cubierto por papel de celofán en que los niños occidentales crecen hiperprotegidos habituados a narraciones políticamente correctas que eluden la crueldad del mundo y la realidad de la muerte. Los cuentos antiguos eran crueles y la muerte estaba presente en relatos y canciones. Hace un siglo no era posible ocultar la muerte. Estaba tan presente en la vida (elevada mortalidad infantil, inexistencia de antibióticos y antisépticos…) que era imposible disimular a los muertos. Un niño había visto ya a bastantes muertos, ya fueran vecinos o familiares, si no eran hermanitos suyos recién nacidos. En algunas familias se estilaba dar un beso al abuelo o al padre muerto dentro del ataúd o en la cama. Incluso durante un tiempo estuvo en boga hacer fotos de los niños muertos.
Actualmente, la muerte es el gran escándalo, la innombrable… pero me queda la sensación de que una sociedad que la evita de tal manera no puede ser una sociedad sana, y es más, es una sociedad atemorizada y angustiada por aquello que más pretende disimular e intentar demostrar que no existe. Sólo una sociedad que reconoce la muerte puede ser auténticamente gozosa y vivir profundamente la fiesta de la vida. No es casualidad que el siglo XIV, azotado por las más terribles epidemias de peste que se llevaron a una tercera parte de la población europea, fuera el albor del renacimiento y del humanismo. Allí se crearon, huyendo de la peste, los extraordinarios cuentos del Decameron de Giovanni Boccaccio y los Cuentos de Canterbury de Chaucer.
Como remate me pregunto si en la escuálida imaginación de nuestros adolescentes, en sus limitados gustos lectores que evitan la gran literatura universal, que permanece opaca para ellos y sólo se alimentan, cuando leen, de libros “juveniles” de acción, sangre, y fantasía en fórmula que es para mí un enigma, no falta ese ingrediente que da misterio y densidad a nuestras vidas. En sus novelas la muerte ocurre como simulación. No apetece pensar en ella. No es un protagonista agradable ni placentero. En Méjico, en cambio, se hace un festival enorme a costa de la muerte. Se bromea con ella, se la hace objeto de fiesta colectiva, de diversión. Quizás es lo mejor que podemos hacer con ella. Vivir intensamente con conciencia de nuestra fragilidad y nuestra finitud. Pero para eso no habría que ocultarla de una forma tan taimada y desoladoramente triste. Algo no funciona. Pienso que mi hija debería haber sabido que la niña había muerto, aunque no hubiera dormido. Hoy me ha enseñando su primer cuento escrito. Quizás la historia que ha escrito hubiera tenido otro sesgo basado en algo que la habría conmovido profundamente.