Han pasado muchos años desde mis días en Afognak, pero aún mantengo vivísimo el recuerdo de aquellas jornadas en medio del bosque donde estaba establecido nuestro campamento. Hubo dos días soleados y secos, pero al tercer día comenzó a lloviznar y la humedad se enseñoreó de todo y la niebla cubrió el paisaje. Hice fotos preciosas tamizadas por la boira persistente. Nuestra estancia se hizo incómoda y pasábamos muchas horas bajo los plásticos y dentro de las tiendas. Doug y Peter nos enseñaron a hacer fuego con ramas mojadas. Escogíamos las menos húmedas que estaban debajo de los abetos y con el cuchillo o con el hacha las partíamos por la mitad. En el centro estaban secas y podías, amontonándolas, hacer una fogata que nos calentaba. Al menos teníamos la ventaja, con aquel tiempo, de que no te atacaban los gigantescos mosquitos habituales en la isla y que son endémicos en muchas zonas de Alaska.
Douglass, Peter y Maica
Joselu, Maica y Douglass
De aquellos días en el bosque me viene una sensación de dolor agudísimo en el estómago. Yo padecí durante más de veinte años de úlceras en el duodeno que me llevaban a sufrir crisis cíclicas dolorosísimas. No había tratamiento eficaz en aquellos años contra el dolor ulceroso. Por las noches me retorcía en el interior de la tienda; eso y la humedad constante me hacían temer por mi vida en una sucesión de imágenes aprensivas. Me imaginaba desangrándome en el campamento. Estábamos a varias horas de distancia de cualquier punto habitado y no teníamos radio. En aquel bosque había muerto Montse, y allí podía morir yo. Tenía el precedente de mi madre que estuvo a punto de desangrarse también por úlceras de duodeno. Hubieron de transfundirle varios litros de sangre para salvarle la vida. Tenían que pasar todavía muchos años hasta que el descubrimiento de Robin Warren y Barry Marshall, que recibieron el premio Nobel en 2005 por su diagnóstico de que la gastritis y la úlcera gastroduodenal estaban causadas por una bacteria llamada helicobacter pylori, fuera aplicable al tratamiento de estas dolencias. Fui tratado con antibióticos en 1997 y desde entonces pasaron a la historia mis terribles dolores de estómago. Faltaban dieciséis años para la aplicación práctica de este remedio casi milagroso y yo me debatía en aquel momento en imágenes a cada cual más espantosa. Desde mi experiencia personal, puedo decir que éste es el premio Nobel mejor concedido de la historia.
Peter y Maica en un barco ruso varado en Afognak
Una de las mañanas salimos en la lancha para ir a la otra parte de la isla. Había una piscifactoría de salmones y algunos barcos de pesca. El tiempo era lluvioso pero el mar estaba tranquilo a la ida. Yo iba, sin decir nada, con mis dolores de estómago. Tras dos horas de navegación llegamos a Izhut Bay. Pasamos el día entre la piscifactoría donde nos explicaron el método de fertilización de las huevas de salmón con semen de los machos, y conversando con los pescadores que nos saludaron festivamente. Los americanos son muy abiertos y enseguida enhebran la conversación especialmente en Alaska, la considerada “ultima frontera”. A la vuelta el mar se había revuelto y nos golpearon olas que bamboleaban la barquita corriendo el peligro de hacerla zozobrar. Procurábamos ir cortando las olas con la proa de la embarcación para que no nos dieran las olas de lado. No sé describirlo en términos más náuticos. El caso es que pasamos dos horas de angustia porque la lancha minúscula apenas tenía estabilidad frente al mar embravecido. Yo, apenas podía hacer nada. Maica le daba la mano y abrazaba a Douglass; Peter se encargaba del motor y timón de la nave. Mi dolor de estómago desapareció con el temor del impacto de cada andanada de olas progresivamente más fuertes. Pensaba en los trajes térmicos y me preguntaba cuándo nos los pondríamos. Recordaba lo que nos habían dicho sobre las bajas temperaturas del mar en Alaska. Apenas se sobrevivía media hora. En fin, fueron dos horas de desazón hasta que logramos penetrar en uno de los canales entre islas que llevaba a la base de nuestro campamento donde el mar estaba tranquilo, pues el temporal quedaba en el exterior. Cuando pusimos el pie en tierra, me embargó una sensación de haber sobrevivido. Los días en Alaska no podían ser más intensos, y aún nos faltaba la vuelta a Kodiak al día siguiente. Los alimentos básicos se nos estaban agotando y ya no quedaban pan ni galletas ni latas ni bebida. Sólo había pescado. Seguía además el tiempo húmedo y neblinoso.
Aquella noche, tras las emociones vividas, fuimos a la sauna de Montse. Pusimos madera seca abundante en un bidón metálico que se cargaba desde el exterior y la prendimos fuego. El interior se caldeó inmediatamente. Estábamos desnudos. Arrojamos agua a las paredes del bidón rusiente y comenzó a salir vapor abundante. Una sensación confortante. Un poco más de leña y más agua que producía más vapor. Doug y Peter nos contaron detalles de su vida en Alaska y de su trabajo. Su experiencia nos recordaba a la de los antiguos pioneros en el lejano oeste. Les invitamos a venir a España. Queríamos corresponder a su amabilidad. El vapor y la elevada temperatura, terminaron de serenarme. Mi estómago estaba tranquilo después de la tormenta. Recordé a mi amigo el oso y me pregunté dónde estaría. En el interior de la sauna se estaba como en una especie de claustro materno y me sentía protegido. Fuera el bosque oscuro y húmedo nos esperaba. Nos dimos la mano los cuatro y cantamos una canción que resonó en interior de la ardiente cabaña… A la mañana siguiente regresaríamos a Kodiak.
Douglass, Peter y Maica
Joselu, Maica y Douglass
De aquellos días en el bosque me viene una sensación de dolor agudísimo en el estómago. Yo padecí durante más de veinte años de úlceras en el duodeno que me llevaban a sufrir crisis cíclicas dolorosísimas. No había tratamiento eficaz en aquellos años contra el dolor ulceroso. Por las noches me retorcía en el interior de la tienda; eso y la humedad constante me hacían temer por mi vida en una sucesión de imágenes aprensivas. Me imaginaba desangrándome en el campamento. Estábamos a varias horas de distancia de cualquier punto habitado y no teníamos radio. En aquel bosque había muerto Montse, y allí podía morir yo. Tenía el precedente de mi madre que estuvo a punto de desangrarse también por úlceras de duodeno. Hubieron de transfundirle varios litros de sangre para salvarle la vida. Tenían que pasar todavía muchos años hasta que el descubrimiento de Robin Warren y Barry Marshall, que recibieron el premio Nobel en 2005 por su diagnóstico de que la gastritis y la úlcera gastroduodenal estaban causadas por una bacteria llamada helicobacter pylori, fuera aplicable al tratamiento de estas dolencias. Fui tratado con antibióticos en 1997 y desde entonces pasaron a la historia mis terribles dolores de estómago. Faltaban dieciséis años para la aplicación práctica de este remedio casi milagroso y yo me debatía en aquel momento en imágenes a cada cual más espantosa. Desde mi experiencia personal, puedo decir que éste es el premio Nobel mejor concedido de la historia.
Peter y Maica en un barco ruso varado en Afognak
Una de las mañanas salimos en la lancha para ir a la otra parte de la isla. Había una piscifactoría de salmones y algunos barcos de pesca. El tiempo era lluvioso pero el mar estaba tranquilo a la ida. Yo iba, sin decir nada, con mis dolores de estómago. Tras dos horas de navegación llegamos a Izhut Bay. Pasamos el día entre la piscifactoría donde nos explicaron el método de fertilización de las huevas de salmón con semen de los machos, y conversando con los pescadores que nos saludaron festivamente. Los americanos son muy abiertos y enseguida enhebran la conversación especialmente en Alaska, la considerada “ultima frontera”. A la vuelta el mar se había revuelto y nos golpearon olas que bamboleaban la barquita corriendo el peligro de hacerla zozobrar. Procurábamos ir cortando las olas con la proa de la embarcación para que no nos dieran las olas de lado. No sé describirlo en términos más náuticos. El caso es que pasamos dos horas de angustia porque la lancha minúscula apenas tenía estabilidad frente al mar embravecido. Yo, apenas podía hacer nada. Maica le daba la mano y abrazaba a Douglass; Peter se encargaba del motor y timón de la nave. Mi dolor de estómago desapareció con el temor del impacto de cada andanada de olas progresivamente más fuertes. Pensaba en los trajes térmicos y me preguntaba cuándo nos los pondríamos. Recordaba lo que nos habían dicho sobre las bajas temperaturas del mar en Alaska. Apenas se sobrevivía media hora. En fin, fueron dos horas de desazón hasta que logramos penetrar en uno de los canales entre islas que llevaba a la base de nuestro campamento donde el mar estaba tranquilo, pues el temporal quedaba en el exterior. Cuando pusimos el pie en tierra, me embargó una sensación de haber sobrevivido. Los días en Alaska no podían ser más intensos, y aún nos faltaba la vuelta a Kodiak al día siguiente. Los alimentos básicos se nos estaban agotando y ya no quedaban pan ni galletas ni latas ni bebida. Sólo había pescado. Seguía además el tiempo húmedo y neblinoso.
Aquella noche, tras las emociones vividas, fuimos a la sauna de Montse. Pusimos madera seca abundante en un bidón metálico que se cargaba desde el exterior y la prendimos fuego. El interior se caldeó inmediatamente. Estábamos desnudos. Arrojamos agua a las paredes del bidón rusiente y comenzó a salir vapor abundante. Una sensación confortante. Un poco más de leña y más agua que producía más vapor. Doug y Peter nos contaron detalles de su vida en Alaska y de su trabajo. Su experiencia nos recordaba a la de los antiguos pioneros en el lejano oeste. Les invitamos a venir a España. Queríamos corresponder a su amabilidad. El vapor y la elevada temperatura, terminaron de serenarme. Mi estómago estaba tranquilo después de la tormenta. Recordé a mi amigo el oso y me pregunté dónde estaría. En el interior de la sauna se estaba como en una especie de claustro materno y me sentía protegido. Fuera el bosque oscuro y húmedo nos esperaba. Nos dimos la mano los cuatro y cantamos una canción que resonó en interior de la ardiente cabaña… A la mañana siguiente regresaríamos a Kodiak.
"Es imposible transmitir la intensidad de lo vivido sin desmerecerlo", decías ayer, en una contestación. Pues te equivocas de medio a medio. Y el método que has empleado es el más eficaz: el liberado de adornos superfluos, el que va derecho al asunto, con las palabras más comunes. Podría decirse que es una prosa periodística, pero yo diría, mejor, que es una prosa con el periodo exacto y el énfasis pertinente. Y ahí está el milagro de la atracción que siente enseguida el lector. Porque nadie te va a decir que se siente interesado si no es verdad. Por mi parte, sigo esperando a conocer el diario de Montse...
ResponderEliminarCuando falta ya poco para volver a la jungla, tu historia nos tiene con el alma en vilo. Parecen las Mil y una noches septentrionales...
ResponderEliminarJoselu, magnífico relato que atrapa e interesa.
ResponderEliminarGracias por compartir estas vivencias, y espero la continuidad.
Un abrazo, amigo
Helicobacteramigo. Ya somo dos. En la jungla de las disfunciones intestinales, tú me deleitas con este relato cálido en tierras gélidas.
ResponderEliminarQué dicha que existan los blogs.
ResponderEliminarVi un interesantísimo documental sobre la bacteria 'helicobacter pylori'. Me llamó mucho la atención cómo fue tratada esta dolencia a lo largo de las historia de la medicina y el fundamental descubrimiento hecho por Robin Warren y Barry Marshall.
ResponderEliminarY de tu relato aventurero qué decir. Sólo que quienes te leemos viajamos también con las imágenes de tus recuerdos.