Escucho a través de spotify The man I love interpretado por Lionel Hampton en su álbum Revisited. Me serena y me anima a escribir un nuevo post que lleva unos días rondando por mi cabeza. Me encanta observar a la gente y a través de sus gestos, fisonomía, aspecto, forma de andar o de sentarse, hacerme una composición de su vida y de su interpretación del mundo. A veces me fijo en alguien e imito su modo de caminar sin que se dé cuenta. Hay multitud de maneras de hacerlo y todas reflejan algo muy nuestro, que tiene que ver con el núcleo de nuestra personalidad.
Hay un camarero de unos treinta años con gafitas, que lleva un largo delantal negro que camina cómicamente. Pasa por las mañanas por mi calle. Yo le sigo y me encanta imitar su forma patosa de andar que parece que va apoyándose en muelles, algo así como el pato Donald. Abre los pies marcadamente hacia fuera, y sus manos se bandean fuertemente hacia delante y hacia atrás. Otras veces me lo encuentro de frente o está parado en la papelería viendo los titulares de los periódicos y le saludo. No nos conocemos de nada salvo que he ido varias veces a su restaurante, pero nunca hemos cruzado palabra. Sin embargo, le saludo: Bon dia. Él se queda desconcertado unas décimas de segundo -tengo la impresión de que es muy despistado- y de pronto, como una flor, se abre en una sonrisa hermosa y unos ojos llenos de brillo y me contesta con una voz modulada y cálida también Bon dia. Es tan expresivo y hay tanta alegría en su saludo que pienso si no será un maestro zen o un samurai porque es difícil de llenar de tanto contenido una fórmula tan trivial como un buenos días.
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El otro día en el consultorio de mi barrio, mientras esperaba para que me hicieran una ecografía abdominal que miraría por dentro mi hígado, mi pancreas y demás vísceras, llegó una pareja ya mayor, cercanos a los setenta años. Caminaban con dificultad, arrastrando los pies, y su gesto estaba lleno de enorme cansancio. El rostro de los dos era feo y triste como reflejando una vida desaprovechada y llena de aburrimiento o de desolación. No podía infundir su fisonomía, ajada y maltrecha, mayor melancolía o amargura. Sin duda allí había una vida enormemente triste y la relación entre ellos estaba marcada por la desilusión, la rutina y un infinito desfallecimiento o grisura. Sentí lástima. Sin embargo, hubo algo que cambió todo. El hombre se puso unas gafas bifocales pequeñitas y sacó un libro que llevaba en el bolso de su mujer. Me lo quedé mirando fijamente intentando atisbar qué estaba leyendo. Soy un curioso impenitente y me fascina lo que lee la gente. La mayor parte son bestsellers que no son nada significativos, pero a veces hay alguna sorpresa. Por ejemplo, en aquel hombre gris cuya vida había juzgado: estuvo leyendo durante diez minutos, hasta que le llamaron, La sonata a Kreutzer de Lev N. Tolstoi. Si recuerdan el argumento de aquella pequeña pero corrosiva novela, trata de la historia de Pózdnyshev, un hombre que se casa enamorado pero pronto descubre el fracaso de su matrimonio ante la rudeza de la vida cotidiana. Es una disección en que se enjuicia el matrimonio como una prostitución legalizada por la iglesia. Es un libro que levantó ampollas y que hirió profundamente a la mujer de Tolstoi. Pózdnyshev termina asesinando a su mujer. Aquel hombre que estaba observando se me iluminó con una nueva luz. ¿Qué sabía en definitiva de él? Estaba leyendo un libro poco común en que se arremetía contra el contrato del matrimonio y acababa dramáticamente. ¿Qué había en la mente de aquel hombre aparentemente gris? Seguía leyendo extraordinariamente concentrado y entonces su mujer le hizo un gesto para indicarle que les llamaban poniendo sus manos en las suyas en un gesto de ternura y compañerismo. Cerró el libro, se puso de pie con dificultad y entraron ambos a la consulta del médico. Me quedé pensando en lo sorprendentes que son las personas.
Hoy, ir más lejos, he ido a la bodega de mi barrio a comprar unas cervezas y un tetrabrik de vino barato para cocinar, Don Simón, el vino español más vendido en el mundo. Me gusta esta bodega porque allí la gente se toma un vasito de vino o una cerveza y pega la hebra con la bodeguera o los paisanos que recalan por allí. Es como un remanso de sosiego y comunicación que me encanta aunque yo no soy muy dado a hablar. Me cuesta enhebrar el hilo. Prefiero, como Galdós, observar maravillado a la gente, escuchar sus historias. Como la de aquel hombre comunicativo y parlanchín que a propósito del vino barato que yo compraba, se ha puesto a recordar cuando tenía dieciocho años y se iba a trabajar a la obra. Su madre le hacía, según ha contado, un bocadillo de barra de medio kilo a la que le quitaba solamente el coscurro. La llenaba de los ingredientes del cocido: ternera, chorizo, morcilla, pollo, y le añadía escalivada… Él paraba a las nueve a almorzar y sacaba su enorme bocadillo, iba al bar donde se pedía una botella de vino fresquito y se sentaba a comer con un placer propio de los dioses que me ha evocado en una imágenes que eran un cuadro precioso de su juventud cuando podía meterse una grandísima barra de pan bien rellena, y que ahora a sus sesenta años y su prominente barriga, le serviría para toda la semana.
Las personas son extrañas. Observarlas es uno de los ejercicios artísticos más extraordinarios que existen. En el fondo tengo una vocación de actor que me llevó en tiempos a interesarme por los gestos y actitudes de las personas con que me cruzaba e intentar penetrar discretamente en su vida para llevarlos a escena. Detrás de cada persona hay un misterio al que se tiene acceso si uno es capaz de observar cuidadosamente. Hay tanto que comunicamos con nuestras miradas, nuestra forma de caminar, con nuestra voz… que entiendo que algunas personas aprendan a neutralizar sus movimientos, sus tonos, sus gestos… para que no los capten, pero hasta eso es revelador. Y a mí me gusta indagar en ese mundo inmenso que es la otredad.