Dicho esto, puedo empezar a contar cómo se inició esta aventura… Aquello tomó cuerpo cuando una profesora de Historia del colegio donde trabajaba me habló del reciente viaje que había hecho a Alaska. Inmediatamente me sentí seducido por el nombre, “Alaska”. ¿Quién no ha soñado alguna vez con Alaska? Me vinieron rápidamente a la mente los relatos de Jack London sobre el Yukón, los Relatos del Gran Norte, historias de tramperos solitarios, buscadores de oro o de perros o lobos en las estepas inmensas y desoladas de Alaska. Maika me habló de su estancia en Kodiak, la isla donde están los osos pardos más grandes del mundo (grizly). Allí había estado trabajando hacía dos veranos en una cannery de procesamiento de salmón. Allí había dejado a una amiga –Montse- que había viajado con ella y que había decidido abandonar su cómoda vida en Barcelona, incluido su marido, y quedarse a vivir en Kodiak, compartiendo su vida con un auténtico alaskeño, cazador a temporadas.
Yo no conocía a Montse, pero siempre que pienso en Alaska, a pesar del tiempo transcurrido, su nombre es el primero que me viene. Ella se quedó a vivir en Alaska, pero pocos meses después moría en el transcurso de una cacería en una isla desierta y cercana a Kodiak, una isla también de nombre ruso, Afognak. Su muerte accidental fue objeto de una investigación oficial. La mató Dick, el mismo hombre que era su compañero sentimental, en un desgraciado accidente que fue objeto de controversias varias.
Explico esto porque Maika y yo llegamos a Alaska un veintidós de junio en pleno solsticio de verano y porque todos los amistosos americanos que nos recibieron y nos dieron lo mejor de ellos mismos, nos acogieron como amigos de Montse cuya muerte estaba reciente. La investigación había concluido sin consecuencias penales para Dick.
Recuerdo vivamente nuestra llegada a Anchorage, la capital administrativa de Alaska. Pasamos los trámites aduaneros con cierta facilidad y tras un vuelo de doce horas llegamos a la misma hora que habíamos salido de Londres, dada la diferencia horaria también de doce horas y nuestro vuelo en la misma dirección del sol. Aquel día tuvo una duración de 36 horas y fue agotador.
El aeropuerto de Anchorage –pequeño y acogedor- está montado y decorado con artesanías de los esquimales y figuras de renos y osos grizly disecados. Uno de estos tenía erguido una altura impresionante de dos metros y medio. El viajero tenía la sensación de haber llegado al límite del mundo. El Boing 747 había sobrevolado Groenlandia y el Ártico, hacía escala en Anchorage y continuaba vuelo hacia Japón.
En el mismo aeropuerto compramos los billetes para Kodiak, situado a unos seiscientos kilómetros al sur. Un par de horas después, partíamos en un avión de dos hélices hacia la isla de la aventura, en el fin del mundo. Sentía una profunda emoción por estar en Alaska. Me ha sucedido siempre que he viajado a países lejanos. Me imagino en el globo terráqueo y veo donde me sitúo y me parece increíble. Los primeros momentos después de bajar del avión son maravillosos. Veinticinco años después de aquel viaje, a veces tengo un sueño extraño y feliz. Me veo volando nuevamente hacia Alaska sobrevolando los hielos y las bahías, los entrantes y las suaves colinas de un verde intenso. En la lejanía las montañas nevadas y en los ríos, osos juguetones en espléndida libertad atrapan salmones que van remontando los ríos a poner sus huevos.
Cuando arribamos a Kodiak, una hora después, soplaba un fuerte viento lo que hizo que el avión tuviera que hacer varias maniobras de acercamiento. Había grandes nubes y se divisaban montañas cubiertas por la nieve en su parte superior. No hacía demasiado frío, aunque en invierno se alcanzan temperaturas mínimas. El verano es suave aunque algo destemplado. Allí iban a pasar dos meses de fuerte trabajo y de intensas emociones junto a los que iban a ser grandes amigos nuestros.
El siguiente capítulo será sobre nuestros amigos y el trabajo en la cannery.