Una de las pesadillas más abominables que tengo en los meses
de mayo es la de soñar que en Estocolmo estoy asistiendo a la entrega de los
premios Nobel y que ese año soy yo el galardonado en el premio correspondiente
a Literatura. Esto me produce un íntimo espanto. Y me diréis que cómo es
posible si yo no soy escritor y no hay la más remota posibilidad de que me
concedan el premio Nobel de Literatura. Es como si fuera candidato al de Física
o de Medicina. Absolutamente absurdo, irracional, estúpido. Pero creo que hay
algo que subyace y es el profundo horror que me producen los premios que
conceden instituciones de todo tipo. Sentí una profunda tristeza cuando le fue
concedido y entregado a su nieto el premio Príncipe de Asturias de las Letras
al poeta chileno Nicanor Parra. No podía soportar el aire institucional del
acto dedicado a un poeta que ha sido todo menos institucional y sí,
revolucionario, disidente, antipoético en el sentido convencional. ¿Qué había
tenido que hacer el pobre de Nicanor Parra para ser humillado de semejante
modo? ¿Cómo se atrevieron a concedérselo cuando él ya no se puede defender a
sus noventa y siete años? Se pasa uno la vida siendo antisistema, y va al final
de tu vida y el sistema te concede un importante galardón. ¿Qué errores ha
cometido uno? ¿O es que el sistema fagocita todo?
Siento aversión a los premios. Cada año en Catalunya se
conceden los premios al catalán del año. No hay que decir que no he sido
elegido yo. Y también se conceden las Creus de Sant Jordi a catalanes destacados.
Todavía no me han concedido ninguna afortunadamente. El horror se me
intensifica cuando veo en sección de
esquelas la condolencia oficial cuando fallece alguien que poseía la Creu de
Sant Jordi. El president de la Generalitat muestra su duelo por la sensible
pérdida. ¿No es realmente espeluznante?
Estos días el Príncipe de Asturias ha concedio el galardón a
Tàpies que tampoco se puede defender porque ya está muerto hace meses. Una
tribuna oficialesca le ha rendido sentido homenaje y allí estaba el alcalde de
Barcelona, el president de la Generalitat, el futuro rey y la princesa Letizia
entre otros en los que había algún descendiente que sufrió la humillación del
reconocimiento.
Una vez tuve ocasión de preguntar al poeta Joan Brossa por
el premio que había visto una vez que le había entregado el rey de España. Le
espeté esta pregunta con toda mi mala leche pues de sobras sabía su talante
independentista. Aquel acto me causó una conmoción. Vi a Brossa perdido en el
estrado, en una ceremonia fría y distante, en la que se reconocían sus méritos
y aportaciones a la poesía, la cultura, el arte, y bla, bla, bla. Le pregunté a
Brossa con toda mi mala leche y el se salió de la cuestión diciendo que no se
acordaba de ello lo que produjo la hilaridad en toda la sala de actos del
Instituto Verdaguer donde le habíamos hecho otro homenaje.
Los homenajes, las celebraciones, los premios son como dice
Thomas Berhard una ocasión para que los premiadores se caguen en tu cabeza
aprovechándose de tu vanidad. Me sorprendió que Octavio Paz se pasara algunos
años de su vida esperando la concesión del Nobel, lo que al final consiguió.
Pero era más difícil ser Octavio Paz que le concedieran el Nobel. No lo
necesitaba. Julio Cortázar y Borges no lo recibieron. A Albert Camus la
concesión del premio le sumió en el desconcierto, pero lo aceptó con un
discurso hermoso y memorable. Uno debe de estar muy equivocado cuando una
institución tan ejemplar y sólida como la que entrega el premio Nobel decida
concedérselo a una persona. Lo que además no incrementa su prestigio. Ahí
tenemos al Nobel Cela, cada vez más olvidado, a Echegaray, a Benavente,
totalmente oscurecidos y sin que su teatro interese a nadie en estos tiempos.
En cambio, Valle Inclán que no recibió el premio Nobel sigue estando vivo e
inspirando el teatro del siglo XXI. Galdós no lo recibió tampoco. La nómina de
premiados no revela la calidad de la obra de los autores del último siglo.
Afortunadamente, yo no seré Creu de Sant Jordi, ni catalán
del año, ni aragonés ejemplar en el exilio, ni premio Alfaguara, ni premio
Nadal, ni premio Gonçourt, ni premio de los libreros de Barcelona, ni premio de
la escalera de mi casa. No tengo que preocuparme del discurso que tendría que
hacer, ni de la conversaciones que tendría que hilvanar, ni de las entrevistas
inacabables que tendría que conceder para explicar el sentido y estructura de
mi escritura en este tiempo. No tengo siquiera que preocuparme del acto
consecuente a esta postura que sería la de rechazar la entrega del premio
denunciando al sistema que me lo ha concedido lo que es francamente también
abominable. Vale que se quieran cagar en tu cabeza, como decía Thomas Bernhard
en El sobrino de Wittgenstein, pero otra cosa es ser soberbio, delirante,
estúpido, en un rechazo que te sume también en el desconcierto. Algunos premios
tienen una dotación económica no desdeñable además de la que conlleva de
egorías que elevan el nivel de nuestro ego.
No, no es fácil tampoco rechazar un premio con el que se
quieren cagar en tu cabeza. Lo más sensato es ponerla, dejarlo pasar, poner
cara de agradecido y sentir cómo chorrean calentitos los excrementos por tu
cuello mientras los aplausos solemnes te elevan a la estratósfera de la
vanidad. O tal vez no sea así.
Eso sí, hay premios que me duelen especialmente. No se puede
premiar a un anarquista, nihilista, subversivo, con un premio oficial y
monárquico. Vale que le gustaran a Dalí los elogios monárquicos pero me temo
que si pudieran algunos rechazarían esos momentos de gloria. Cuando uno
envejece es presa fácil, se convierte en sentimental, en débil y necesitado de
halagos y reconocimiento. De eso se aprovechan esa pléyade de políticos
corruptos que establecen premios para cagarse en la cabeza de los artistas.
Pero en la mía no se cagarán. Lo juro por los altares
griegos. Para evitarlo, he decidido imitar a Oblomov y sumirme en la más absoluta
de las indolencias, de las apatías, de las rendiciones... nada que merezca el
galardón patriótico que subyace en la entrega de estos premios que parecen no
desagradar a muchos porque que se caguen en tu cabeza -como decía Thomas
Berhard- no debe de ser tan desagradable. Si además pagan...