Un profesor es un ser extraño, permítanme que divague acerca
de esta singular profesión.
Un profesor entra en un aula y encuentra un determinado
clima de convivencia, de lealtades mutuas, de rencores acumulados, de
enfrentamientos solapados, de inquietudes desconocidas, de odios
concentrados... y ha de hablar de lengua, de La casa de Bernarda Alba, de textos que han de interpretar y hacer
suyos...
Pero en el fondo están ellos: banalidad, gregarismo,
envidias, conformismo, racismo, resentimiento, anhelos infinitos, ansia de
cambiar de clase social y ser ricos, adolescencia a tope, sexualidad,
represiones, excitaciones, conflictos de personalidad, de querer ser lo que no
se es, ideales, dignidad, coherencia, seriedad, sensibilidad, y también
adocenamiento, vulgaridad, convicción de que las cosas se consiguen mejor con
trampas, con engaños, con algún golpe de suerte, con alguna puñalada por la
espalda...
Se camina por el filo de una navaja.
El profesor intuye algo de lo que pasa en el subtexto de la
clase pero nunca es lo suficiente. Sabe que ha de poner un límite a su
implicación. No puede remediar los odios, los rencores infinitos, las envidias
solapadas, el anhelo de otro cuerpo, los atisbos racistas... A esta edad ya
están demasiado hechos en sus prejuicios, en sus determinaciones, en sus deseos
improbables.
La adolescencia es una bomba autosatisfecha y tremendamente
frágil.
Pero solo aprende el que es humilde y siente que tiene algo
que aprender, algo que revisar, algo que renovar. El resto es repetir esquemas
de los adultos, de los fracasos de los adultos, de sus prejuicios, de sus
odios, de sus insatisfacciones, de sus trampas, de sus desórdenes de
conciencia.
Tengo que hablar en clave, pero sé de lo que hablo.
Algunos presienten que los estudios no son todo. Que está el
factor suerte, el factor enchufe, el factor contactos. Y el profesor ha de
lidiar con estas convicciones que ponen en cuestión su supuesto ordenamiento
intelectual.
Y entonces surge el desorden. El profesor es el que pone orden
en el desorden. Si puede, si el magma interno del curso lo permite más allá de
sus rencores, de sus resentimientos.
Y aprender ¿qué es?
Luchar por descubrir lo que uno es en realidad. Los que lo
tienen claro -diáfanamente claro- odian a los que dudan, a los que se muestran
inciertos, a los que entienden que el conocimiento es complejo y no una fórmula
estereotipada. Muchos buscan seguridades ficticias en el error, en el
prejuicio, en el lugar común, en el conjunto de opiniones sesgadas que han oído
en su círculo.
Sólo el que se pone en cuestión a sí mismo, entiende algo.
Pero ¿para qué hacer este esfuerzo de comprensión de lo que va más allá de uno
mismo?
El profesor rastrea y rastrea los trabajos de sus alumnos,
sus comentarios, intentando encontrar una brizna de personalidad, de perspectiva
original, de algo que contradiga los lugares comunes... y difícilmente lo
halla. No es fácil. El común de la humanidad es gregario, estereotipado, lleno
de prejuicios, de maldades, de resentimientos, de tópicos...
Pero también hay lo contrario: los que desafían esa
vulgaridad y se atreven a cuestionar, a ser ellos mismos, a indagar en el
principal objeto de contemplación que es el yo. Todo parte del yo, de esa
fascinante asignatura que es comprendernos a nosotros mismos. De intentarlo al
menos.
Uno es profesor y ha de atender a todos sin distinción de
credos, razas, religiones, inteligencias, modas, sexos... Y es así. Todos son
iguales.
Pero uno contempla el panorama y se da cuenta de que la
personalidad es escasa, el pensamiento original es minoritario. Nunca ha habido
más posibilidad de tener información y menor es el resultado práctico en cuanto
a la conformación del yo que busca realmente conocimiento.
Es inhabitual, extraño, muy esporádico.
Pero lo esperamos y nos damos cuenta cuando aparece.