Con tal curso hay una relación de simpatía, de receptividad, de respuesta positiva a tus iniciativas y propuestas. Y, sin embargo, con la clase que está al lado, no consigues dicha relación teniendo en cuenta que son cursos de niveles muy homogéneos y que no abundan los elementos especialmente conflictivos. Para tu pasmo, oyes que otro profesor te comenta que le pasa exactamente lo contrario. Que es con el curso que tú te llevas regular con el que él consigue una buena comunicación.
Llevo años en la profesión y todavía me estoy sorprendiendo de lo variados que son los grupos humanos, tanto como las personas. El mismo profesor se descubre con dificultades enormes para impartir una clase cuando acaba de darla en el curso de al lado con toda comodidad.
No sé si recuerdan mi propósito de iniciar mis clases con un espacio de escucha activa llamado Rincón poético. Mi objetivo era comenzar la unidad didáctica con la lectura de unos poemas motivadores que crearan un clima de atención y que los hiciera sensibles al lenguaje poético. La idea no era mala. Es importante educar a los adolescentes en su capacidad de recibir el lenguaje de la poesía. Sin embargo, observé rápidamente que en un curso la lectura de poemas era motivo de jolgorio y distracción. No me ayudaba a reconducir la clase sino todo lo contrario. Estuve varias semanas leyéndoles poemas de distintos autores pero al final tuve que desistir. Cualquier verso que les hiciera gracia era ocasión de pérdida de tiempo y de alboroto. En el curso de al lado, he continuado con esta propuesta, y si algún día se me olvida, son los alumnos los que reivindican su derecho a escuchar buena poesía. Sé que cuando llego a dicho curso he de llevar preparada la lectura de tres o cuatro poemas, que antes he tenido que escoger cuidadosamente, lo que me lleva un tiempo precioso pero que doy por bien empleado.
El profesor de literatura es uno pero la recepción de sus enseñanzas es compleja. A veces se consigue una buena comunicación y otras veces esta comunicación no existe en absoluto por mucho que intente entregarse y se prepare las clases.
El profesor es un conductor de personas, una especie de manager de grupo que está expuesto a la diversidad humana y a la sorpresa continua. Sin embargo, hay algo que repugna a la idea de ser un buen profesor: la de ser un domador de personas. Este fin de semana he asistido como espectador a una función de circo. En ella, unos payasos dirigían las cabriolas y evoluciones de distintos tipos de cuadrúpedos, desde ponies, a asnos o caballos grandes. Por otro lado había conejos y palomas. Todos actuaban como esperaba el domador o el prestidigitador. No creaban ningún problema. Todo respondía a un esquema preestablecido. Estaban hábilmente domesticados. Carecían de impulso propio.
Ni nuestra función ni nuestros alumnos son afortunadamente así. No podemos programarlos para conseguir una respuesta determinada de antemano. Cada curso académico es un descubrimiento –los hay afortunados y los hay complicados-; cada clase a la que entras es un problema diferente – las hay cómodas y las hay muy difíciles- ; cada alumno al que te enfrentas es un sujeto distinto que te expone a cuestiones diferentes. El objetivo es que tienes que enseñarles algo, que la experiencia y aprendizajes acumulados en tantos años de estancia en un centro educativo sean fructíferos.
A mitad de curso hay veces que cuando vas a clase lo haces con una alegría incontenible, con unas enormes ganas, y otras veces cuando suena el timbre, respiras hondo varias veces y te dices: allá voy, que no me pase nada.