Está de moda la vulgaridad, la mediocridad, un estilo de
chatedad ciudadana que propone que el hombre
común debe ser el cigüeñal y modelo de realización social. Lo vemos en el
estilo de nuestros políticos, lo vemos en la zafiedad de tantos programas
televisivos que ponen a patanes como ejemplos de normalidad, lo vemos en la
epifanía del hombre común en internet
que usa y abusa de su sentimentalismo así como de sus juicios tajantes acerca
de todo lo que pasa. Todo el mundo tiene opiniones acerca de todo y el
ciudadano corriente es capaz de interpretar el mundo y la realidad en tres
plumazos, y, en consecuencia, exponer juicios sesgados y demoledores sea contra
la iglesia, contra el estado, contra los capitalistas, contra los sindicatos,
contra la derecha o la izquierda, contra la injusticia que le afecta a él,
contra los partidos... Y no es que carezca de razón o de razones. Las tiene, y
muy poderosas. El problema es la simplificación que el hombre común utiliza para juzgar e interpretar cuando los problemas
son extraordinariamente complejos y requieren de una buena dosis de
especialización y estudio además de profundos conocimientos en muchos ámbitos
que evidentemente no se tienen, pero cualquiera con dos eslóganes elementales
construye un argumento en consonancia, que se dispara en una ráfaga superficialmente corrosiva.
El hombre común es
un hombre sin atributos, odia a las élites y desprecia la inteligencia. No cree
en los méritos atribuibles al esfuerzo, la formación o a la honestidad. El
poder lo ensalza y lo elogia porque su fuerza es colosal y es esencial que vaya
a votar en determinadas fechas. El hombre
común piensa que todo se debe a él, que tiene derecho a todo, incluso a lo
que no le pertenece, hace exhibición de sus malos modos, de su infantilismo, de su terrorismo
tautológico, de su tosquedad. El hombre
común marca tendencias mayoritarias, el hombre
común está enfadado y expele veneno cuando escribe en textos llenos de
faltas de ortografía en la prensa digital o cuando tiene ocasión de hablar en
la barra del bar o en la peluquería. El hombre común sabe interpretar el mundo
y la realidad, y encuentra los enemigos fácilmente: los judíos, los moros, los
capitalistas, los sindicatos, el PP, el PSOE, internet, Estados Unidos, la
propiedad intelectual...
El hombre común está de moda. Todos deberíamos irnos pareciendo
un poco a él, aspirar a la ignorancia de sentirnos realmente
importantes en nuestra mediocridad y sobre todo habríamos de estar siempre
profundamente cabreados contra el poder, esperando que éste nos halague y nos
venga a buscar. Sabemos que nos necesita, sabemos que necesita del espíritu primario que alcanza a reducir a sus consignas elementales cualquier
asunto por complicado que parezca. Porque, a pesar de su apariencia, el hombre común es conformista en lo más
profundo de sí mismo y encuentra en su vaciedad un anclaje fundamental.
Son las masas las que deciden y las que orientan lo que debe
ser y pasar. El mundo en sus tendencias generales pertenece a la mediocridad, y
habría de establecerse un sistema educativo en consonancia a estos valores
horizontales dominantes. En esas estamos.