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jueves, 3 de octubre de 2019

Poética del berberecho


Asistí a aquel entierro pensando en si mis botas estarían limpias. El muerto estaba bien compuesto, pero yo me sentía raro. Uno no puede ir a un velatorio con cualquier cosa, y mis botas estaban poco brillantes. No podía decir que el difunto y yo fuéramos amigos íntimos. Un día me invitó a una ración de berberechos en una tasca en Mojácar. No me gustaban entonces los berberechos así que tuve que comérmelos sin demasiado entusiasmo, el mismo que puse en la conversación. Me hablaba de que la literatura estaba muerta. Yo no sabía qué decirle. Ahora el muerto era él y sentía no haber trenzado con él algún comentario original. Yo siempre callaba. Siempre que me encontraba insistía en invitarme a raciones sin fin de berberechos que al final me terminaron gustando. Los aderezaba con abundante limón y pimienta negra por encima. Un día me habló misteriosamente de su madre. Era una mujer prodigiosa -me susurró al oído-. Se había hecho a sí misma. Él la admiraba por encima de todo. Me lo decía melancólicamente deleitándose con un berberecho atravesado por un afilado palillo. Pensé, cuando lo vi tan muerto y tan desvalido en aquel ataúd de saldo, en los berberechos y en su extraña madre. No sé por qué me vino a la cabeza una canción de Golpes Bajos. Tenía una barba desatendida. Cuando lo conocí, me repelían las perillas, luego me fui aficionando a ellas. La suya, encanecida, tenía un aire solitario que me terminó fascinando. No sé. Las cosas no le habían ido nada bien con las mujeres. Ninguna se parecía a su poderosa madre. Todas le terminaron abandonando. Cuando le conocí tenía cincuenta años recién cumplidos y me temo que no había hecho el amor nunca. No me lo dijo pero no sé por qué me pareció entenderlo así. Los berberechos le daban intensas ganas de follar. Estaba siempre, pues, dispuesto, pero no tenía, fuera de Onán, modo de solucionarlo. Tenían -según él- estos bivalvos forma de corazón. Exponía que las mujeres tienen en sus manos a los hombres, que los dominan  con sus artes maliciosas. Yo no sabía qué decirle pero me hubiera gustado decirle algo que no le pude expresar.  Me resultaba raro pensar que aquel hombre, del que no supe su nombre hasta aquel día en que estuve frente a su cadáver definitivo y me  enteré de que se llamaba Adrián López Enguita, nunca se había acostado de verdad con una mujer. Sólo devoraba compulsivamente berberechos con pimienta y limón. Yo le escuchaba pensando que no tenía demasiado importancia lo que me decía, pero no dejaba de pensar en lo que me explicaba sobre los berberechos de los que había doscientas variedades en el mundo. Una vez me contó que había tenido un mono, un tití. Lo alimentaba con berberechos gallegos. El mono vivió opíparamente diez años y fue su confidente durante aquel tiempo. Le ayudaba a cuidar a su madre, doña Elvira Enguita. Su padre había muerto cuando él era niño. Pero nunca me hablaba de él. Parecía ser un cero a la izquierda en su existencia. La madre fue su consejera, su musa, su educadora… Le daba papillas con caldo de berberechos, le hacía tortillas de berberechos cuando era niño y luego cuando fue mayor se los hacía con ajo y perejil.

Tuvo Adrián pocos amigos.  Yo fui el único que le escuchó. Nunca fue  dado a entretejer relaciones con los demás. Ni siquiera le gustaba el fútbol. Trabajaba en solitario en unos almacenes en la trastienda. Se pasaba los días pasivamente alimentándose exclusivamente de berberechos y leyendo prensa de sucesos. Esta era otra pasión en su vida. Él pensaba que tendría que haber sido detective privado o policía. Le embelesaban los crímenes pasionales. Muchas veces había pensado en estrangular sin dejar pistas a una de esas mujeres que le despreciaban. Ninguna había aceptado su inequívoca pasión bivalva. Seguía pensando en mis botas camperas de tacón grueso y me dieron ganas de pegar un puntapié al velón encendido.  Adrián se me aparecía revestido de una luz muy especial en aquel funeral en que no estábamos ni doce personas y la mitad ni lo conocían.  El resto eran el viejo cura, los empleados de la funeraria y algún vendedor desolado de berberechos. Su féretro era de la clase de madera y diseño más baratos.  Parecía una lata. Pensé en destinarle una oración pero ya no sabía ninguna. ¿Qué podía decirle a estas alturas? ¡Qué vida más extraña! Una vida marcada por las carencias y los berberechos, pero yo tenía que agradecerle que me terminaran gustando de todas las maneras. Incluso con mayonesa o mojados en café con leche. Cuando estoy deprimido me hincho de ellos y me acuerdo de él y su perilla cana. Ahora tenía una lata en mi bolsillo. Era una lata muy cara. La gente no sabe que hay berberechos de las rías que valen una fortuna. Esta lata me costó hace un año más de un mes de sueldo, aunque no puedo presumir de que mi sueldo sea demasiado espléndido. Había pensado en dejarla dentro de su ataúd-lata entre sus manos cruzadas. Creí que es el mejor homenaje que se podía hacer a este hombre gris del que nadie sabía nada y del que sólo me acordaría yo. Ni su madre había venido a la ceremonia. Al final ella lo desdeñó también. Adrián se quedó solo. Sólo tenía a los berberechos para hacerle compañía en su soledad irreversible. Los compraba en todas las cadenas de supermercados: marca El Corte Inglés, Hacendado, Eroski, Caprabo, Día, Lidl… No supe cómo pudo romper con su madre a la que amaba apasionadamente. No me contó cómo había sido.

Sólo había leído y releído dos libros. Decía que la literatura era anacrónica frente a la vida, pero las andanzas de Holden Caulfield le fascinaron. Creía que se hubieran podido entender. Adrián también se hubiera preguntado adónde iban los patos de Central Park en invierno, igual que él no podía entender por qué los berberechos vertebraban su alma, su deseo de totalidad. El otro trataba de un escribano que se sentaba en su mesa y decía, como él, que preferiría no hacerlo.  

Pensaba en mis botas indecorosas.  Nunca podría volver a hablar con él. En parte lo echaría en falta y, aunque parezca mentira, a su perilla. Nuestras pláticas eran baladíes, pero me hacían compañía en medio de la tolvanera de la vida.

Cuando el cura nos despidió me cayeron unas lágrimas y apreté fuertemente la lata de berberechos contra mi pecho. Me los comería a su salud con pimienta y limón. Creo que no aprendí  muchas cosas de él pero lo echaría a faltar. Me despedí de él, acariciándole la perilla, antes de entrar en el túnel del crematorio.  Yo también estaba helado. Sólo vi su ataúd entrando allí, y luego se cerró el portón. 

No somos nada. 

martes, 1 de octubre de 2019

Los buenos y los malos tiempos



"Los malos tiempos crean hombres fuertes. Los hombres fuertes crean buenos tiempos. Los buenos tiempos crean hombres débiles. Y los hombres débiles crean malos tiempos"

He encontrado esta cita de Ibn Jaldún, filósofo musulmán del s.XIV y me ha parecido meridianamente cierta, viendo en retrospectiva la historia de la democracia española en los últimos cuarenta años. La reflexión me vino durante la excelente película de Amenábar, Mientras dure la guerra, centrada en la figura del pensador y escritor Miguel de Unamuno y su posición ante el alzamiento nacional por parte de un sector del ejército contra la república en la que vemos la profunda división de la sociedad española, que se enfrentó a sangre y fuego en una cruenta guerra civil.

Pensé que el resultado de la guerra fue una dictadura personal de 39 años de un militar sinuoso y hábil que se impuso con astucia al resto de generales y demás opciones políticas. Una terrible guerra y una dictadura fueron el resultado de nuestras discordias republicanas.

Sin embargo, esa oscura y cruel dictadura, los malos tiempos, creó hombres fuertes como resistencia ante ella. Los movimientos políticos de lucha se extendieron por todo el país, la solidaridad obrera se impuso en las diferentes regiones, los intelectuales lideraron un fuerte movimiento de insurrección de ideas e intuiciones artísticas, la poesía brilló y la dictadura no pudo impedir que fuera creciendo la oposición a la misma en consonancia con las ideas democráticas que dominaban en el resto de Europa occidental. Algunos sufrieron represión y pagaron con la cárcel o con detenciones su implicación política. Nunca la prensa y los semanarios de información han sido más populares y han servido como vehículo de referencia a tantos lectores. Los grupos teatrales concienciados crearon compañías independientes sin subvenciones y llevaron el teatro por todas partes de España. Los años sesenta y setenta fueron años de florecimiento de iniciativas, además de un despertar cultural y político. Se forjó una generación de líderes políticos posibilistas que alcanzaron un alto nivel de inteligencia y sensatez frente a la dictadura. Recuerdo aquellos nombres que me evocaban solidez y era claro el grado de unidad de las distintas regiones de España frente al enemigo común. Cataluña y el País Vasco lideraban esta resistencia activa y de ideas. Cataluña era profundamente admirada por las conciencias más activas y por los jóvenes de los distintos sitios de España. Nuestro país nunca ha brillado tanto como en estos años anteriores a la muerte de Franco en cuanto a determinación y sensatez, además de posibilismo para salir de la dictadura. Hasta el Partido Comunista apostó por un pacto nacional entre los supervivientes del Régimen y la izquierda. Fue una generación de hombres fuertes.

Se puede decir que vinieron los buenos tiempos tras la fenomenal transformación que experimentó España tras la Transición. España fue admirada en todo el mundo y sirvió de referente a Nelson Mandela en su transición en Sudáfrica.

Los hombres fuertes crearon buenos tiempos, pero los buenos tiempos crean hombres débiles, como escribió Ibn Jaldún. Y hoy vemos una sociedad puerilizada y débil, una clase política patética y minúscula a la hora de enfrentarse a grandes desafíos políticos que tendrían solución con la presencia de estadistas fuertes y con ideas. El Congreso parece la extensión de una guardería en que líderes adulescentes juegan a la política de un modo suicida, sin cultura personal ni histórica, sin experiencia política, expertos en demagogia y de una pobreza intelectual que abruma. Por otra parte, estamos todos enfrentados unos con otros. Los líderes catalanes juegan a aprendices de brujo ante una parte de su sociedad que más parece un parvulario narcisista. Y el conjunto de la sociedad española adolece de una pobreza y una debilidad que estremece. No somos capaces de encontrar soluciones políticas porque no hay hombres (ni mujeres) fuertes, todos nos hemos hecho débiles y lábiles. Además de tener pulsiones puramente caprichosas en que queremos todo aquí y ahora. Nunca una sociedad ha estado tan inerme ante tan difíciles desafíos ni tan falta de liderazgo. Solo han faltado las redes sociales para terminar de enfrentarnos y dividirnos, además de puerilizarnos.

La dictadura fue una experiencia terrible pero tuvo consecuencias positivas a la hora de crear una sociedad civil fuerte y a unos líderes con carisma. La democracia, paradójicamente, ha sacado lo peor de nosotros y ha forjado nuestra debilidad, nuestras dudas, nuestros peores instintos y estamos todos enfrentados, sin reconocer lo bueno de lo que tenemos porque nos parece miserable. Y así jugamos a romper el invento, a nuevamente odiarnos y combatirnos unos a otros.  

Auguro que estos malos tiempos en manos de hombres débiles terminarán estallando. Y, probablemente, nos vayamos al garete. Pero luego ¿qué pasará? No lo sé. No sé si el ciclo vuelve a repetirse.


sábado, 28 de septiembre de 2019

Nuestro sagrado estilo de vida



Hace trece años abordé en mi blog el tema del cambio climático. Era profesor y quería llevar a mis alumnos a ver la película Una verdad incómoda basada en la interpretación de Al Gore –expresidente de los Estados Unidos- que nos alertaba dramáticamente sobre las consecuencias ya irreparables de las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera y que iban a producir la transformación de la vida humana en el planeta con los resultados que hoy ya todos conocemos y que no vale la pena volver a enumerar porque lo constatamos diariamente en nuestras propias vidas con el ascenso gradual imparable de la temperatura. No quiero ponerme pesado sobre ello porque es inútil. El que quiera saber puede hacerlo fácilmente buscando en la Wikipedia el término Cambio climático. No voy a insistir.

En 2006 se daba el plazo de diez años para revertir parcialmente los efectos del cambio climático. Han pasado trece y no se ha hecho nada. Los últimos años la jovencísima activista sueca Greta Thunberg se ha convertido en un símbolo mundial entre los jóvenes para luchar contra el cambio climático. Promovió los Viernes por el futuro que se celebran en multitud de países del mundo reuniendo a jóvenes que protestan ante la inacción de los gobiernos de todo el planeta, en especial los de los países más ricos.

Greta Thunberg ha sido objeto por su protagonismo en diferentes cumbres mundiales de feroces ataques por parte de los que la caracterizan como enferma mental y desequilibrada por padecer el síndrome de Asperger. Personalmente, he visto varios vídeos de ella hablando y me he sentido conmocionado por su valor y su desgaste personal al encabezar un movimiento de los jóvenes contra lo que va a suponer el futuro, en el presente siglo.

Mi primera reacción hace trece años fue la rabia ante esta inacción climática de los gobiernos del planeta. Hoy soy consciente de que la clave no está en los gobiernos –aunque sí, claro- sino en nosotros mismos como ciudadanos del mundo. Cada uno de nosotros gastamos recursos de modo inconsciente que contribuyen al calentamiento del planeta. Consumimos demasiada carne, viajamos en avión demasiado, utilizamos el aire acondicionado demasiado, utilizamos demasiado la calefacción innecesariamente, consumimos demasiada tecnología, utilizamos demasiado los vehículos individuales o familiares, reciclamos mal y de modo chapucero, estamos conectados continuamente y eso también hace crecer las emisiones de dióxido de carbono, nuestro modo de estar en el mundo es el consumo, de tecnología, de ropa, de alimentos… Nuestro estilo de vida es la causa esencial de dicho crecimiento, y no estamos dispuestos a cambiarlo. Para hacer algo habría que modificar esencialmente nuestro modo de vida y ya nos hemos acostumbrado a una sociedad que consume y gasta de modo frenético. Como consumidores individuales somos insaciables, nada nos colma. Moda, imágenes, comida, viajes, artefactos tecnológicos, gasto de energía… No hay ningún gobierno que se atreva a decirnos la verdad porque no la aceptaríamos…

Así que en nuestra pasividad y nuestra pasión por el consumo tenemos nuestra falta fundamental, no quiero llamarlo pecado. Admiro a Greta Thunberg y a todos los activistas que luchan por conseguir un decrecimiento global. No quiero ponerme siquiera como ejemplo porque yo también estoy contribuyendo al desastre creciente en nuestro mundo. De hecho, me he rendido hace tiempo tras mi estallido de ira inicial. Rendición y resignación a un mundo que vivirán mis hijas en que se fundirán los polos, aumentará el nivel mundial de los mares, se desertificará el planeta, aumentarán las catástrofes climáticas en forma de inundaciones, ciclones, gotas frías, crecerán las migraciones humanas hacia el norte de modo imparable porque buena parte del planeta se está convirtiendo en inhabitable, se modificarán los ciclos de la naturaleza, desaparecerán especies animales y de toda la biosfera, se extinguirá la vida en los mares, desaparecerán los corales, las selvas tropicales…  

No sigo, todo esto es evidente, pero yo en mi círculo cercano no veo a nadie concienciado a pesar de que tal vez cientos de miles de jóvenes están despiertos y alertas por su futuro, pero es como querer mover una pesada máquina de millones de toneladas y poner a tirar de ella a una pareja de burros. No le veo solución. Solo hay que ver las tonterías que se dirimen en las campañas políticas que eluden totalmente el tema climático, las tonterías y banalidades que centran nuestras pasiones colectivas, nuestra evasión continua en nuestros móviles, las series, todo nuestro inercial y trivial modo de vida. Admiro a estos activistas que luchan contra el cambio climático, a las organizaciones que también lo hacen, a Greta Thunberg la respeto profundamente, pero me temo que no estamos maduros. La humanidad está ciega y solo quiere crecer, moverse rápidamente, consumir –los que pueden, claro-, comer carne… a pesar de que nuestros pequeños actos son la clave de que no puedan cambiar las cosas. Personalmente me siento avergonzado de mí mismo y mi modo de vida, pero es tan difícil cambiar y luchar contra las pulsiones consumistas…



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