Me gustan los temas de literatura que permiten dar salida a reflexiones sobre el hecho estético, sobre la creación literaria, sobre la poesía. Estos días tenemos un tema atractivo entre manos: la etapa sensitiva de Juan Ramón Jiménez, en especial aquella poesía anterior a Diario de poeta y mar (1916) vestida de inocencia sin estar recubierta por los ropajes del modernismo. Trabajamos sobre todo Arias tristes, Baladas de primavera, Poemas agrestes y Platero y yo. Procuro primero intentar acercarles al hombre que fue Juan Ramón: su infancia solitaria de niño hipersensible que escuchaba desde su jardín el canto melodioso de los pájaros, la fuente que borbollaba en el huerto, las notas de algún piano, las campanas de la iglesia, los ladridos de los perros, los aires de fiesta de alguna verbena … Era un mundo todavía no invadido por los estrépitos electrónicos o mecánicos; quiero evocar al niño que observaba hechizado el color de la luz del sol entre las hojas de los árboles o el resplandor de la luna que se reflejaba en el estanque del parque cercano a su casa. Quiero acercarles a aquel joven esteta que era poseído por un mundo de sensaciones y estaba fascinado y atemorizado por la muerte. De ahí sus paseos obsesivos por el cementerio buscando los nichos de los niños muertos. La muerte y el paso del tiempo vertebran toda su poesía. Su ansia de Belleza y Conocimiento van unidas al ansia de Eternidad. Le compungía y asustaba la fugacidad de las cosas…
Su poesía se fue progresivamente desnudando de todo lo anecdótico y sentimental para convertirse en esencial, depurada, en poesía de raíz intelectual. Esta es más difícil de entender a los adolescentes. Les hablo del encuentro con aquella mujer extraordinaria que fue Zenobia Camprubí Aymar y el giro consiguiente que dio su poesía. Pero el comentario se centra en los primeros libros que he señalado. Está bien como aperitivo para penetrar en el mundo poético de uno de nuestros mayores poetas, si no el mayor de todos ellos. La introducción de los adolescentes en la poesía veo que requiere tiempo. A veces pretendo acelerar la clase para cubrir el programa y avanzar pero ellos me piden tiempo para comprender y sentir. Hay momentos en que la clase se hace densa y el silencio es espeso. Tienen ganas de participar y abren sus oídos prestando total atención. Pero el profesor está urgido por el tiempo, por la materia a explicar y entonces surge el pragmatismo –esa urgencia utilitaria que tanto deploró Julio Cortázar- y rompe el hechizo. Mis alumnos protestan. Quiero hacerles producir y analizar, cuando ellos lo que quieren es sentir, convertir la clase de literatura en un espacio de dimensión mágica.
Este es el resultado que ha dado mi inmersión en el mundo poético. Les ha gustado tanto que es difícil hacerles ir al taller a fabricar, a mancharse las manos… Les veo deseosos de escuchar poesía, de hablar sobre ella sin hacer demasiados ejercicios, sin copiar (norma básica del centro) los enunciados.
Es una delicia empezar las clases leyendo a Walt Whittman o a Juan Ramón Jiménez, pero después ¿quién se pone a trabajar? En esas estamos.
Su poesía se fue progresivamente desnudando de todo lo anecdótico y sentimental para convertirse en esencial, depurada, en poesía de raíz intelectual. Esta es más difícil de entender a los adolescentes. Les hablo del encuentro con aquella mujer extraordinaria que fue Zenobia Camprubí Aymar y el giro consiguiente que dio su poesía. Pero el comentario se centra en los primeros libros que he señalado. Está bien como aperitivo para penetrar en el mundo poético de uno de nuestros mayores poetas, si no el mayor de todos ellos. La introducción de los adolescentes en la poesía veo que requiere tiempo. A veces pretendo acelerar la clase para cubrir el programa y avanzar pero ellos me piden tiempo para comprender y sentir. Hay momentos en que la clase se hace densa y el silencio es espeso. Tienen ganas de participar y abren sus oídos prestando total atención. Pero el profesor está urgido por el tiempo, por la materia a explicar y entonces surge el pragmatismo –esa urgencia utilitaria que tanto deploró Julio Cortázar- y rompe el hechizo. Mis alumnos protestan. Quiero hacerles producir y analizar, cuando ellos lo que quieren es sentir, convertir la clase de literatura en un espacio de dimensión mágica.
Este es el resultado que ha dado mi inmersión en el mundo poético. Les ha gustado tanto que es difícil hacerles ir al taller a fabricar, a mancharse las manos… Les veo deseosos de escuchar poesía, de hablar sobre ella sin hacer demasiados ejercicios, sin copiar (norma básica del centro) los enunciados.
Es una delicia empezar las clases leyendo a Walt Whittman o a Juan Ramón Jiménez, pero después ¿quién se pone a trabajar? En esas estamos.