De vuelta de Roma donde hemos pasado una
semana. Roma. Yo tuve un amigo romano, Luigi, que siempre quiso enseñarme Roma.
Es profesor de literatura española. Su matrimonio en crisis hizo que nos
distanciáramos definitivamente. Suele pasar. Tenía en mi imagen la Roma de Caro
diario de Nanni Moretti, La dolce vita de Fellini y más recientemente, La gran belleza de
Sorrentino, pero tenía siete días para interiorizar Roma, sabiendo que el
tiempo para comprender, tal vez, una ciudad es de años aunque es posible no
comprenderla nunca ni aun habiendo nacido en ella. Teníamos un lindo
apartamento en el barrio judío de Roma, un entorno que me cautivó. Próximo a
Campo di Fiore y al Trastévere, junto al Tíber. Un lugar privilegiado. Viajaba
con la familia pero quería tener tiempo también para deambular solo por la
ciudad. ¿Qué decir de Roma, más allá de las visitas lógicas a la Villa
Borghese, al Vaticano, al Coliseo? Un calor infinito, caía plomo derretivo
cuando salíamos por la mañana con temperaturas próximas a los cuarente grados
caminando por los adoquines de las calles de Roma tan característicos. Decenas
y decenas de iglesias abiertas a todas horas, bellísimas. Entraba en todas que
veía y notaba el frescor de su interior. En alguna asistí a un concierto de
órgano. Hacía foto callejera por la vechia Roma que tiene esa atmósfera popular
y alegre que hace que te sientas feliz de pasear por allí. Chapurreaba
italiano. Me imagino aprendiéndolo con facilidad. Helados, pasta italiana,
pizza cada día en el apartamento y en un restaurante baratísimo del Trastévere.
Pizza Napoli tres euros, espaguettis a la auténtica Carbonara, cinco euros. Música en las calles,
multitud de turistas que se funden con la vida de Roma y cientos de terrazas al
atardecer. Me sentaba a tomar un café solo con un vaso de agua y veía pasar a
la gente feliz de estar en la ciudad. Centenares de fotos que han contrapunteado mis
paseos por Roma viendo arte clásico y barroco. El agua es exquisita.
Hay centenares de fuentes por toda la ciudad donde el agua sale muy fría y es
deliciosa. Bebía en todas ellas. Sudaba copiosamente. Roma es una ciudad
abarcable, se puede ir a todos lo sitios caminando. Una tarde, solo, me subí a
San Pietro in Montorio, en dirección al Gianicolo. Allí estaba una iglesia
donde se celebraba una boda romana, al lado la Academia Española con el
templete de Bramante. España está presente en Roma. Allí me sentí cercano al
sentido de la vida, la lengua, la comida, mucho más que en Barcelona donde no
se cansan de hacerme sentir extranjero. Pensé incluso en mi fantasía, exiliarme
algún día en Roma cuando Cataluña, ensimismada, fanática y prisionera de sus
fantasmas, rompa la cuerda con España. He mamado la cultura italiana mucho más
que la catalana. La veo más cercana a mí, forma parte de mí. Un taxista, romano
de siete generaciones, se lamentaba por la emigración que recibe Italia a
través del Mediterráneo. Sentía que también Italia tiene problemas graves pero
tienen un sentido de la política del que se carece en España. Siempre están en
la cuerda floja pero al final surge un equilibrio inestable que les permite
vivir. El conflicto entre el sur, mafioso y vividor de los subsidios y el norte
laborioso. Italia es un país reciente. Solo tiene ciento cuarenta y tantos
años. Los tres colores de la bandera provienen de esa unificación que trajo
Garibaldi. El verde del norte, el blanco de los papas y el rojo del sur. Vi las
estatuas barrocas y en terrible tensión del vitalista Bernini y seguí la pista
al depresivo y triste Borromini, los dos genios del barroco en esa Roma de los
papas que sigue presente en multitud de monumentos con las inscripciones de
Pontifice Maximus, en iglesias y fuentes. Pasé por la calle donde nació el
romano más romano de todos, el actor Alberto Sordi, cuyas películas no he visto
pero tengo ganas de conocer.
Momentos incluso de tristeza profunda por
un conflicto con mis hijas que sentí por mi sensibilidad trágica española.
Junto a Tíber viendo anochecer percibí ese hondo dolor de vivir que los
italianos saben encarnar con la comedia bufa y el vitalismo. La vida es breve.
Por la mañana salí solo para ver la prospectiva de Borromini, un trampantojo
maravilloso. Me metí en una iglesia donde oré sin ser creyente. Roma invita a
la oración en algunas de sus iglesias donde siempre hay gente sintiendo
profundamente la fe. El Vaticano me resultó en cambio grandilocuente, excesivo,
abigarrado, imperial. Ni siquiera la guardia suiza logro cautivarme. Puedo
entender la prisión dorada que tiene que ser para el papa Francesco vivir en el
Vaticano. La capilla Sixtina no logró
emocionarme. Demasiados turistas a los que se nos pedía continuamente silencio. Imposibilidad
de percibir la magia del lugar en medio de la multitud. Las catacumbas de San
Callisto me conmocionaron, una necrópolis de los principios de la era
cristiana. Me hubiera gustado perderme en ellas durante unas horas en lugar de
la visita apresurada que hicimos. Además no hay restos humanos en ellas, solo
se ven los nichos vacíos. Se percibe la presencia vacía de la muerte. Me
pregunté por qué han retirado los cadáveres allí enterrados. Le hace perder
mucho de su magnetismo al lugar sobrecogedor que es la necrópolis subterránea
que está a quince grados frente a los treinta y siete de fuera. No pude
sumergirme en la muerte como hice en Paris en el cementerio de Pere Lachaise.
Una pena. Vita breve. Tempus fugit. La gran belleza. Comí pasta italiana,
comimos, de todas maneras, hecha por nosotros y en ese baratísimo restaurante
que he mencionado al principio. Un regalo molto bello para mi compañera que
encontré en una calle de los artesanos de Campo de fiore. Un precio elevadísimo
que logré reducir en una hermosa conversación con Chiara, la artesana que había
fabricado aquella gargantilla y aquellos pendientes romanos hechos a mano. Pensé en
haber vivido la Roma de los años del fascismo. Javier Reverte en su libro Un
otoño romano estima que fue Mussolini un fantoche, pero tengo la impresión de
que se identificó con el sentido romano de la dramaticidad y la plasticidad. La
historia está llena de errores, de laberintos de los que quiero apartarme. El ser humano es como es. La historia es errática, contradictoria, caótica.
Nadie entiende nada. Lo más que puede hacer el ser humano es intentar que los
cascotes no le caigan encima y lo aplasten, algo que no pudieron hacer los
judíos que vivían en Roma y que fueron deportados, según vimos en algunos
portales majestuosos cuyas placas recordaban a los deportados a Auschwitz.
Pasar estos días en el guetto judío me ha sumergido en la historia italiana de
estos desafortunados deportados. Algún día me gustaría vivir allí en Roma
aunque sé que será imposible, pero todo me lleva a ansiar huir de esta Cataluña cerrada y patriótica, cautivada por un sueño que no puede acabar sino en pesadilla. Es
tan claro para el que lo ve sin estar inflamado por ese sueño de la razón que
produce monstruos y hace ondear banderas infinitas. Estar en Roma me ha hecho
percibir que hay otros modos de sentir la vida. No puedo decir que haya
entendido nada. Solo he dejado que la atmósfera fluyera dentro de mí. He vivido
y he sentido felicidad y profunda tristeza. Nada más vacuo que los deseos que
te dedica la gente diciéndote que disfrutes mucho. Al lado de la felicidad está
siempre el dolor de existir. Van juntos. Creo que mi visita a Roma, imperfecta,
parcial y breve, ha tenido un poco de todo. Vida en movimiento. Pero siempre
estaré al lado de Borromini, genial y depresivo, de Fellini y su cine
maravilloso, de esos recuerdos espléndidos en Napoles en el barrio de los
españoles en que, cuando yo era joven, un señor y su familia, nos invitó a
pasta y nos dijo que il suo cuore era para nosotros. No sé si entiendo a los
italianos pero me gusta su modo de vivir, de sentir, de gozar siempre con esas
dosis de belleza que para ellos es imprescindible. No me he sentido extranjero.
El otro día confesé a mi hija que había tenido en tiempos una amante italiana,
hace muchos años, pero recuerdo como si fuera hoy sus palabras, su acento, sus
expresiones, su cuerpo. Roma.