Ser profesor tiene algo que ver con la
aventura. Me gusta la imagen del profesor como un aventurero, como un marino,
un capitán, y el aula como nave imaginaria. Los alumnos son los tripulantes
ansiosos de aventura y novedad. El curso, el océano abierto, el mar lleno de
tritones, animales fantásticos marinos, torbellinos, Escila y Caribdis a un
lado y a otro, islas de flores narcóticas, ninfas, gigantes de un solo ojo,
triquiñuelas, artimañas, estrategias ... Todo vale. Pero un viaje puede ser
todo menos aburrido. El capitán debe convertir el conocimiento en apasionante
para entusiasmar a sus tripulantes que son, pese a todo, el alma de la
aventura. Y, como sabemos, lo que importa es el viaje. No Itaca. El viaje debe
ser fecundo y lleno de emoción. El capitán que no renueve sus cartas marinas,
que siga pensando que el conocimiento con sangre entra, que un aula es un
espacio donde debe reinar el silencio absoluto de la devoción ante sus
palabras, ese capitán sin duda deberá o debería buscar otro barco con tripulantes
de la tercera edad. Que tampoco lo seguirían porque preferirían tal vez otros
juegos.
Un aula está llena de adolescentes y
estos son una tribu peculiar. Son agotadores por su intensidad y su pasión, sus
conflictos, sus procesos complejos tan diferentes de los hipócritas de los
adultos. La adolescencia tiene todavía algo de puro. Como creía Salinger. Y el
profesor ha de dirigirse a esos muchachos con algo de también pureza. Ha de
entender el juego planteado en el aula. Un juego invisible y delicado, sutil.
Vale casi cualquier cosa, pero queriéndolos. Un profesor debe estar enamorado
de la adolescencia, ver en esos rostros el ansia de saber. Si piensa que sus
alumnos no tienen curiosidad, está equivocado. La adolescencia es la etapa con
más curiosidad de la vida tras la niñez. Pero este juego tiene unas reglas. El
profesor puede y debe experimentar. No puede entrar en el aula acongojado,
triste, escéptico. Conozco esa sensación ominosa y en tal caso, el profesor
debe abstenerse de entrar en el aula. El aula es para disfrutarla, para
sentirse feliz dentro de ella. Solo así se podrá concitar el milagro del
aprendizaje. Los alumnos se dan cuenta cuando el profesor está disfrutando y
cuando no. Cuando este siente miedo, cuando está aburrido. Cuando está pensando
en jubilarse para alejarse de ese maremágnum caótico que es un aula poblada con
treinta adolescentes. El aula es dinamita, vena de oro salvaje, en que todo es
posible. Y el profesor ha de convertir ese explosivo emocional en juego
apasionado. Es un baile de máscaras y el profesor es un prestidigitador de
sombras que ha de emocionar. Y para
emocionar debe sentir primero la emoción dentro de sí. El conocimiento tal como
yo lo entiendo no es aburrido. Solo he aprendido en mi vida divirtiéndome. Lo
árido y pesado tal vez sea apropiado para los juristas que aprenden leyes y
leyes en cadena para sus oposiciones a juez. El conocimiento ha de tener
picante dentro, picante que estimule, que despierte el apetito para que sus
alumnos pidan más y más. Y que aprendan sin darse cuenta. El conocimiento en
espiral. Metódico y mágico. El profesor inicia un juego y lo mantiene hasta el
final. Es una apuesta. Arriesgada, firme, sólida. Absorbente. Hasta que
consigue implicar a todos sus alumnos. Y estos necesitan avanzar, piden
avanzar, exigen más. Y en esto no hay límites. Los adolescentes pueden asimilar
conceptos complejos. No deben ser tratados como incapaces. No debe dárseles
alimentos bajos en calorías. No. El aula exige también rigor, altura
intelectual, debate incesante. Alegría intelectiva. Mi experiencia me dice que los
adolescentes pueden asimilar cuestiones difíciles y complejas. Y de hecho les
divierten más que las simplonas. Hay que creer en ellos, en su capacidad de
autosuperación. Tal vez no sea el cien por cien, pero hay un amplio porcentaje
que sigue el juego y goza pidiendo más. Hay que respetarlos y no tratarlos como
imbéciles. Este es un peligro serio. La degradación de una enseñanza que toma a
los adolescentes como pueriles. Al menos mi impresión con ellos en un centro de
máxima complejidad social, con buena parte de alumnos inmigrantes, me dice que “el
nivel” es posible. Nuestros alumnos se hacen indigentes a fuerza de
despreciarlos y no creer en ellos. Pero para apreciar su potencial, el aula
debe ser otra cosa que lo que es. Un profesor patético que explica y treinta
alumnos que aguantan la explicación que no les dice nada ni les aporta nada. En
supuesto silencio. El aula es ese territorio todavía encantado en que debe
subsistir el hechizo. Y el profesor que lo consiga verá maravillas que parecen
insospechadas.
Así la aventura continúa. La aventura
prosigue en otros vértices y otros parámetros. Aprender es divertido. Y
aprender lo complejo es más divertido que aprender lo simple. A nuestros
alumnos les agrada pensar, pero hay que enseñarles a hacerlo de una forma
eficaz. Es un mito el pasotismo de los adolescentes. Pero hay que saberlos ver.
Reconocer. Disfrutar.
Y es cierto que el que no entienda estas
palabras, es posible que no esté en el lugar adecuado. La enseñanza es pura
especulación y experimentación. Hay quien dice que todo está inventado. Tal
vez, pero no está adaptado a este tiempo. Un tiempo distinto, radicalmente
nuevo. Que no tiene que ver con el que era hace veinte o treinta años. Son otras
luces las que refulgen. Otras sombras las que acechan, y las menores de ellas
no son las de los que creen que ya lo saben todo, que no hay nadie que les
pueda enseñar. Un profesor que esté triste o que crea que ya lo sabe todo, o
que juzgue sin saber, es un profesor poco afortunado.
El viaje exige riesgo.