Desde que
Amazon
ha abierto tienda en España, hay una interesante serie de ebooks gratuitos que
se pueden descargar puesto que están libres de derechos de autor. Es un
auténtico paraíso en especial en obras del siglo XIX y comienzos del siglo XX. El
otro día me bajé legalmente un texto de
Proust
que me atrajo:
La muerte de las
catedrales. La edición es un conjunto de textos que tienen como eje la mirada hacia su infancia en torno a los diez años, momento en que se sale del
mundo mágico de la niñez. Su infancia en
Bretaña,
su relación con personajes de la aristocracia, su visión esteticista de un
refinamiento extremo, fruto de su capacidad de mirar y de embeberse en cada
mínimo detalle de aquel tiempo, de los campanarios, de las flores, de la
relación con sus padres, de cada gesto del mundo de
Guermantes, son el eje del ensayo, que luego evocará en su obra
En busca del tiempo perdido, a lo largo
de seis largos tomos que no son sino el producto de su mirada,
extraordinariamente sensible, casi enfermiza, hacia el mundo que le rodeó y que
recuperó tras haberlo perdido en el olvido a través del elemento de todos
conocido, la madalena o el bizcocho mojado en té.
La muerte de las
catedrales tiene un núcleo al cual todavía no he llegado en que el autor
reivindica la subvención pública a los cultos litúrgicos de las catedrales (
Amiens, Chartres, Paris...) como
últimos restos de celebraciones teatrales que vienen de la
Edad Media. Pero
digo que aún no he llegado a esa parte. Me deleito en esa sintaxis larga,
prodigiosamente detallada que recupera cada zona de la memoria, de los sueños,
de sus visiones de niño o adolescente en que es testigo del valor de las
piedras que contienen la historia que ha pasado a lo largo de los siglos. Sus
imágenes me cautivan. Voy en el metro con mi
iPad sumergido en esos ensayos de principios de siglo, que
responden al mundo refinado y aristocrático, rayando lo neurótico, que vivió
Marcel Proust. Y lo leo con delectación
por el gusto, la capacidad de observación, la lentitud del
tempo empleado en la narración, tan alejada de los parámetros
actuales. Y advierto que en la misma época que
Marcel Proust escribía estos maravillosos ensayos sobre la
recuperación de la memoria y se sumergía en visiones soñadas, más poderosas que
la realidad misma, el mundo que él representaba, la
Europa culta, que vivía
-antes de la guerra mundial- en un paraíso que se truncaría en pocos años, en
ese mismo tiempo, el novelista polaco
Joseph Conrad escribía un libro muy diferente. Me refiero a
El corazón de las tinieblas (1899), un relato oscuro y terrible
sobre la obra devastadora del hombre blanco en
África, en concreto en el
Congo
administrado por un rey genocida belga -
Leopoldo II- que, en nombre de la
civilización que el representaba, asesinó a unos diez millones de africanos,
los esclavizó y los mutiló, para obtener ganancias multimillonarias en su
propia cuenta personal. La obra de
Conrad,
unida a otros testimonios de la época mostraron al mundo las atrocidades
asesinas de la administración en el
Congo.
Europa se sentía
superior política, artística, humana histórica y socialmente al resto del mundo
al que se miraba, desde Alemania, el Imperio Austrohúngaro, Bélgica, Francia, el Imperio Británico…, con abierto desprecio, con unos ojos altaneros y engreídos. Marcel Proust evidentemente no era
directamente responsable de las brutalidades genocidas que tenían lugar en África, pero era un hombre de su
tiempo, con una cultura y refinamiento estético maravillosos, que deleita al
lector de un siglo después. Refleja un mundo seguro de sí mismo que puede
sumergirse en sus ensoñaciones y vivir su esteticismo elegante y delicado. Yo
me pregunto si existiría un Marcel
Proust en las culturas africanas, si podía existir un niño de ojos tan maravillados
ante la realidad que le rodeaba. De sobras sé que la respuesta es que no, al
menos en lo que se refiere a la literatura escrita. Pero es que África no contaba con literatura en el
sentido que entendemos en la culta Europa.
Sus narraciones eran orales, sus fábulas pasaban de generación en generación,
sus representaciones de máscaras -que evocaban el mundo de los espíritus-
residían en la mirada de la tribu en la que había niños también de diez años
con una capacidad de observación tan refinada como la de Marcel Proust, y con una complejidad estética y simbólica a la
misma altura de las observaciones del autor del mundo de Guermantes. Aquellos niños que participaban de mundos mágicos de
una riqueza que ya hubiera querido experimentar nuestro novelista, vivían en
comunión con la naturaleza y el modo espiritual de contemplar el mundo, el
mismo que tenía Proust en su
creencia en la vida trascendente. Los separaba algo más que un océano o un
continente. Los separaba una alucinación de superioridad y prepotencia de un
continente que miraba con desprecio como ritos primitivos y atrabiliarios todo
lo que era incapaz de entender. El novelista nigeriano Chinua Achebe (atención para todos los que quieran conocer la
literatura africana) en su novela mítica Todo
se desmorona, refleja esa inmensa riqueza del mundo africano enfrentado a
la mirada prepotente y despreciativa de los colonizadores europeos. Allí se
ensayó y perpetró uno de los mayores genocidios de la historia, antes del que
tuvo lugar en Europa, aunque tiene menos literatura y libros de historia.
Pero Marcel Proust
y él como todos los demás, sin ser culpables, miraba sin ver, a pesar de ser
uno de los más extraordinarios y sutiles observadores de la historia de la
literatura. Era prisionero de su tiempo, igual que nosotros somos prisioneros
del nuestro. África también tenía
sus catedrales, aunque de otro tipo, y fueron aplastadas y devastadas, con la
sonrisa levemente escéptica de seres que se creían superiores y que ni siquiera
se dieron cuenta de lo que habían hecho.
Atención con nuestras miradas. Desconfiemos de ellas.