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viernes, 18 de marzo de 2016

Mis alumnos son decididamente imperfectos


De la información a que exponemos a nuestros alumnos durante un curso ¿cuánta se retiene? ¿Un ochenta por ciento? ¿Un sesenta? ¿Un treinta? ¿Un diez? ¿Un cinco por ciento? ¿Nada? Multipliquemos la información que damos por ocho o diez materias todas importantísimas. ¿Se puede procesar toda la información, incluso siendo un alumno ideal que estudiara seis horas diarias después de las clases? ¿Qué tipo de alumno sería este? ¿Tendría tiempo para leer, para pensar, para ser, si se dedicara con ahínco a estudiar sin límite cumpliendo a la perfección con todas las tareas encomendadas? Pero nuestros alumnos no son así, al menos los míos no lo son. Reconozco su imperfección para ajustarse al modelo que anhelamos todos los profesores, como una especie de superhéroe de los docentes pero, a la vez, profundamente insatisfactorio. Lo habitual es que tengamos alumnos con circunstancias distintas, con procesos mentales que provienen de una evolución intelectiva peculiar, con mayor o menor memoria, con mayor o menor capacidad comprensiva, con más o menos interés, con mejor o peor disposición emocional, con problemas personales o familiares, económicos, anímicos. El resultado es que nuestros alumnos son imperfectos, no responden a un canon de ningún tipo. Pero lo fascinante es que son interesantes en su imperfección. Y con esa imperfección, unida a la nuestra propia, es con la que debemos trabajar.

Estoy convencido de que el profesor que fui en otro tiempo que quería embutir cada día cien unidades de conocimiento a ritmo acelerado para cumplir el programa, para satisfacer mi ego y sentirme exigente, hoy no tiene sentido para mí. He oído hablar del Slow Learning pero hasta ahora no me daba cuenta de que yo lo estoy practicando al desarrollar la lengua y literatura, no en cantidad de unidades de conocimiento sino en profundidad. Crecimiento hacia abajo y hacia arriba y no en número de kilómetros alcanzados por decirlo en alguna manera. No seremos maratonianos sino alpinistas y espeleólogos. Me gusta esta idea que lleva a ahondar o escalar. El conocimiento es infinito. Su vastedad inabarcable. Pero si conseguimos que un porcentaje significativo de jóvenes se enamoren del conocimiento como mecanismo para comprender sus propias vidas, eso será un hito irrenunciable. Y esto es lo que me interesa. Quiero que se hagan preguntas, quiero que vivan experiencias únicas. Quiero que mediante un ritmo pausado, lento tal vez, utilicen el lenguaje como medio de autoconocimiento. Quiero que la literatura con mayúscula entre en sus vidas. No busco violentarles, ni forzarles a aprender. Mi clase más que un gimnasio o una pista de pruebas es un parque con glorietas, con jardines, con estanques, con fuentes, con rincones, con bancos para charlar donde se expresa la fuerza de su adolescencia impetuosa y el profesor es un visionario que mira lejos y hacia dentro. Sabe que no importa la cantidad sino la hondura y el ritmo es incierto. Cada uno tiene su ritmo. No puede forzarse algo que es fruto de la evolución individual. Pero hay que aderezar el proceso con gotitas de magia y un aprendizaje en espiral o tal vez concéntrico. Los centros de aprendizaje hay que estimularlos. Se aprende por intuición no por repetir sin saber qué se dice. Hay un momento en que uno se da cuenta de que las cosas adquieren sentido. Hay un momento en que se unen el significante y el significado, y ese instante es iluminador. Si no, recuerden la escena de la película El milagro de Anna Sullivan. Tras una lucha denodada de la maestra Anna Sullivan con su alumna sorda, muda y ciega para enseñarle un método de lectura, y cuando todo parecía caminar al fracaso, Helen Keller une el significante A-G-U-A al líquido que tiene entre las manos. Pocos momentos hay más maravillosos que ese para un profesor. Pero para ello debe haber una maduración que puede ser inducida, pero nunca está garantizada. Anna Sullivan estimula la disciplina de su alumna, perdida en la condescendencia de su familia. En cierta manera la violenta y hasta le da alguna sonora bofetada, pero eso no es suficiente. Como bien saben mis alumnos, taumaturgo es un hombre (o mujer) que hace milagros. Ese milagro del conocimiento es un proceso inducido, pero no hay marcas que cumplir. Es rápido o lento. O tal vez no se produce. Pero es rigurosamente individual. Nada hay que me reconforte más que ver alumnos siguiendo su propio camino, intuyendo que detrás de sus palabras hay densidad y progresiva hondura. Leo sus textos intuyendo ese despertar a la conciencia para la que necesitarán las palabras y la búsqueda de una suerte de armonía consigo mismos. El profesor les ofrece algo que es fruto de su propio aprendizaje. No les está ofreciendo algo externo a su vida. Es su propia vida, estilizada, depurada, como en un proceso alquímico. No se trata de vivir en el exterior del conocimiento sino en su interior. Es a lo que he llamado como concepto la Ex-fluencia como alternativa a la In-fluencia.

Hay centros de conocimiento que deben ser subrayados. Como un gong que hiciera vibrar los espíritus, repetida, rítmicamente. Soy profesor de lengua y literatura. Y hablo de lengua y literatura, pero como mecanismos fundamentales del ser humano para comprender. Y comprenderse. De ahí proyectos como el Odradek y la novela que deben escribir de más de veinte páginas. De ahí la lectura de relatos de Kafka, culminando en La metamorfosis que hemos empezado a leer hoy. En esa transformación de Gregorio Samsa está expresada la suya propia. La de una adolescencia, que es una de las etapas más dolorosas de la vida –si no, recuerden la suya propia-, en que se están transformando en algo que no comprenden, en una especie de insecto –muchas veces se sienten así- que goza y sufre alternativamente.

Lentitud, ¡qué bella intuición! Un largo recorrido se comienza con un paso, y otro, y otro, hasta que adquieren sentido y ese instante es el que profesor y alumno se miran y se sonríen con satisfacción compartida.

Pero entonces es la despedida.



jueves, 11 de febrero de 2016

Las fuentes de Breaking Bad


No suelo ser muy pródigo en mis conversaciones con otros profesores de mi centro, raramente tengo algo que decir. No me suelen interesar demasiado sus puntos de vista por diversas razones, tal vez porque son cuadriculados, poco imaginativos, estereotipados, escasamente desafiantes, pero confieso que hay una profesora de música con quien gozo conversando sobre distintos y distantes temas que tienen relación con la enseñanza, la literatura, la vida, la filosofía, las novedades que compartimos. Últimamente le he hecho partícipe sobre mi experimento, con alumnos de tercero de ESO, de inmersión en la literatura de Franz Kafka. Le paso relatos que he fotocopiado para mis alumnos y luego los comentamos, sorprendiéndonos de nuestras respectivas reflexiones. Hoy hemos tenido ocasión de charlar durante la hora del patio en su aula de música. El último día se había rebelado contra un relato fundamental de Kafka, La condena, que le había descolocado totalmente. Aseguró que no volvería a leer a Kafka. Hoy ha matizado su afirmación y  nos hemos sumergido en el extraño humor del autor austrohúngaro. Un humor que se capta o no se capta. Yo soy muy malo para percibir el humor común, casi he sospechado que no tengo sentido del humor, pero Kafka es delirantemente divertido. No busco interpretarlo en absoluto. Me da igual lo que puedan significar sus relatos. Solo los leo literalmente y me dejo llevar por su lógica que tiene una coherencia impresionante. Y ahí está el humor. No hay que rebuscar. Todo es parte de un universo con leyes distintas a los universos convencionales y uno no deja de sorprenderse por la poderosísima imaginación y humor de Kafka.

Un descubrimiento que hemos hecho Patro y yo es que la serie que a los dos nos entusiasma, Breaking Bad, está inspirada totalmente en el humor kafkiano. Si alguien nos lee ahora y ha visto la oscura serie de Vince Gigillan, puede advertir en su lógica una concatenación de circunstancias y humor que tienen su origen en el mundo de Kafka. Estoy leyendo El castillo y viendo la temporada tres de Breaking Bad y ello se me aparece como transparente. Hay de hecho un episodio que se titula así precisamente, Kafkiano, desvelando explícitamente las fuentes literarias de la misma. Y además yo tengo un gran parecido con Walter White el profesor de Química que fabrica metaanfetamina para dejar un buen futuro a su familia. Piensen la serie y lean a Kafka y lo verán con nitidez.

Pero ¿de hecho no es kafkiano igualmente que yo sumerja a mis alumnos de catorce años en un baño de literatura compleja en lugar de darles libritos sencillos para estimularles los valores solidarios, la igualdad de género, el antirracismo, etc? Una alumna ayer me decía que no entendía el humor de Kafka, "que era muy profundo" para ella. Lo decía una de las alumnas más kafkianas que he visto nunca. Su nivel de sofisticación mental es divertidísimo. En cada promoción hay alumnos frikis, algo así como extraños, alumnos que no tienen patrones fáciles de interpretación. Alumnos con mundos interiores complicados, que se proyectan con extrañeza en el mundo exterior. Alumnos y alumnas que ocupan buena parte de su tiempo en reflexiones sobre su propia identidad y que no acaban de concordar con el grupo. Hay bastantes. El grupo actúa como aglomerante y en él se diluyen las diferencias de modo que los estereotipos sociales empiezan a penetrar en ellos  para hacerlos todos homogéneos. La pedagogía democrática quiere hacer conscientes a todos los alumnos de su identidad y dignidad, pero utiliza mecanismos estereotipados para lograrlo y cae en la promoción de una sociedad adocenada y vulgar. La clave de una sociedad no son los ciudadanos que responden fácilmente a los esquemas integradores y son todos iguales con leves diferencias. No, radicalmente no. En la diferenciación profunda, en la extrañeza, en los outsiders hay verdadera dinamita creativa y creadora pero se los educa democráticamente en la igualdad, en los modelos creados por una sociedad de los mass media, en las buenas intenciones, en las motivaciones de los libros de autoayuda, en la suma de banalidades más patéticas que puedan existir. Estamos produciendo individuos en serie, que irán de compras, de bares, se manifestarán políticamente creyendo en la lógica de sus creencias, serán de un club de fútbol hasta la muerte, no leerán o leerán muy poco y fundamentalmente estupideces, serán individuos masa y no lo sabrán creyendo ser originales...

¿Qué es lo que intento? Ahondar en sus diferencias, hacerles conscientes de sus abismos interiores contemplando la extrañeza de Kafka y otros autores verdaderamente literarios. Llevarles de la simplicidad a la complejidad para que esta alumbre lo que de verdadero hay en su ser. Solo la literatura, la verdadera literatura (o el arte auténtico en general) puede hacer de detonante y abrir brechas profundas que no pueden ser restañadas por los mass media. Kafka abre puertas a un universo que no es el habitual, un universo que nadie ha podido desentrañar ni interpretar porque es imposible. El adolescente de catorce años que lo contempla puede decir simplemente ¡vaya tontería! ¡Este hombre estaba loco! ¡Qué raro que era! Pero no dejará de sentirse atraído por algo que no le dan los profesores, sus padres o sus amigos o las aplicaciones tecnológicas que utilice. Muchos no lo captarán por inservible pero otros verán reflejado – a modo de espejo- algo de su mundo interior que también es extraño por más que el sistema arrolle para hacerlo convencional y explicable.

¿Quiere decir que la pedagogía que utilizo en parte es para sacar al friki que muchos llevan dentro sin saberlo antes de que sea aplastado? Puede ser, hoy me lo preguntaba con Patro a la hora del patio. Una clase es un lugar altamente interesante. Se puede convertir en un lugar donde la gente piense y sienta. Y saber que muchos profesores solo quieren que sus alumnos repitan lo que han explicado y cómo se lo han explicado...


Nuestro próximo punto de cala será Julio Cortázar, un kafkiano de lujo.

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