Nadie comprende nada:
caminamos por el aire como pájaros
sin espuelas,
y los ricos enhebran sus rizos dorados
con el runrún de las cajas fuertes
en que guardan sus pasteles de amarga crema.
Y yo, hoy enredado en las palabras,
salto inequívoco hacia la estrella puntiaguda
que tiene siete vértices morados.
(Mi padre, entubado en la habitación del hospital,
junto a un pterodáctilo naranja).
Dulces sueños, dulces siempre en las eternas
tardes de domingo de mi infancia en que lloraba
aturdido de dolor y de sombra.
Las hormigas ahuyentaban mi sueño
en el parque del Batallador
mientras mi novia subía a una bicicleta
con ruedas de esparto
y yo, acuciado por el deseo,
anhelaba el olor del himen
cortado en láminas
y ofrecido triste a la memoria de Franco.
¡Oh, altar que viene a mí,
agudo como un cuchillo enterrado en el barro!
Y la niña con su consuelo azulado
me acariciaba los párpados
cuando lloraba en su buhardilla
de la calle que hacía esquina con la mía.
Fue el tiempo lejano y próspero
de la infancia, eterno y huidizo
como procesiones de Semana Santa
a las seis de la tarde entre los cirios amarillos
que humeaban frenéticos
implorando a dios que lloviera
para anegar la tierra y fertilizar las heridas
que surgían cada primavera.
¡Oh, Cristo, que naciste en Nochebuena!
¡Qué gozada tus meneos certeros de cintura
y tus puñales de sombra agazapada!
Ayer celebramos tu nacimiento
en un portal lleno de desechos industriales
y roedores sedientos de dolor de los niños
que se confunden de día y vienen a morir
cuando es viernes, sin saber que están equivocados.
Y yo me alzo incólume,
como un prodigio de estirpe venida a menos,
para acariciar con mi aliento al niño,
que ha nacido entre las pajas
en un solsticio de hembras turbadas
por el calor del miembro arrogante de un cochero
millonario.
Sí, es el día. Es la santa noche
de olivas y de cardos,
que surgen estremecidos
alrededor del niño encantado.